28 dic 2009

La realidad debería estar prohibida


Einstein tenía razón: todo es relativo. Porque hasta hace unos minutos (no se si te diste cuenta) temblaba de frío en este cuarto sin calefacción, sentada en el piso, la espalda contra la pared. Pero ahora que vos estás arriba mío, completamente desnudo, y yo también desnuda, no siento nada. Entonces, me entrego a tu calor y a tu capricho. Te preguntarás, ¿qué dice exactamente la teoría de la relatividad? Algo así como que la percepción depende del estado de movimiento del observador (del “sentidor”, diría yo en este caso). Me gustaría poder explicártelo con palabras más académicas o, porqué no, poéticas. Aunque estoy convencida que sería mejor que te lo cuente JL, que fue el primer amigo hombre de mis primeros años de “adulta”, que estudiaba física, hasta el día que nevó en Buenos Aires. Sucede que esa tarde salió corriendo de su casa, despojado de ropas, el pecho escrito con fibra negra (no se bien qué), así que decidieron finalmente internarlo y no lo vi nunca más. El problema de JL es que quería conocer el sentido de todas las cosas. Y yo, te soy sincera, pienso que a veces es mejor (y más sano) no saber. La ignorancia es dicha, dijo un anónimo sabio. Preferible amigarse con el misterio, con el secreto. Porque al fin y al cabo todo lo que es tal como lo conocemos hoy, será cubierto con el sedimento de mil millones de años, y así eternamente, incansablemente, hasta el hartazgo. Como el río que no deja de correr (y cuyas aguas son y no son las mismas), o como un disco rayado, o como un deja vú dentro de otro (como mamushkas de deja vús). Entonces, ¿qué sentido tiene? Yo ya no me pregunto por el sentido de mi existencia, la pregunta es tan absurda como la existencia misma. Pero no me queda otra que creer, y creo quid absurdum est. Es que justo me encontrás en esta etapa tan nihilista como mística. Imagino a Dios haciendo algo parecido a mí en este instante: mirando su propia película que, en verdad, somos nosotros mismos. Seguramente en unos años vaya a evocar este preciso momento como parte de mi película mental, junto a recuerdos distantes, maravillosos (y no tanto) de la vida que elegí, proyectado a mi placer o conveniencia. Vaya a saber uno cuándo o porqué. Quizás antes de parir los hijos que no vamos a tener, o cuándo me vuelva a perder en versos; cuando caigan las primeras hojas del último otoño, o cuando la soledad corra con ventaja. Aunque es más probable que lo recuerde mientras pretenda escuchar una charla de sobremesa que no me interese en lo más mínimo, o mientras espere ansiosa en una sala de espera; cuando disimule en brazos de otro hombre (cuyo nombre se me va a olvidar justo después), o aburrida en el baño. Y ya que tenés un lugar en mi película, dejame que te confiese algo. Hoy te mentí cuando dije que no había visto 2046. Es que me mandaste un mensaje seguido de otro, enumerando todos los títulos de la sección de cine arte, y esas me las vi todas. Entonces terminé escribiendo, entre resignada y divertida: “no, esa no la vi”. Pero era mentira. ¿Y querés saber más? Esta noche tenía ganas de ver una comedia, una simple comedia rosa con principio, nudo y final, de esos en el que los personajes se envuelven en un abrazo que dura por siempre y para siempre. Amén. Quería una historia sencilla, lineal, predecible, ya que en mi haber debo tener suficientes películas orientales o de los hermanos Dardenne. De esas que nos sumergen en lo más profundo, nos duelen íntimamente, nos ponen a prueba, nos revuelven las tripas hasta inquietarnos, y finalmente nos dejan con el cielo bajo los pies. Quería mentirme un poco, ¿como me estoy mintiendo ahora? Probablemente sí. Hoy me desperté con ganas de jugar a ser la niña que alguna vez fui, aquella que iba liviana por la vida, que creía en ficciones pero que poco le importaba que en el fondo todo fuese mentira ¿Pero de qué fondo hablo? Si en verdad no hay fondo ¿O acaso me vas a decir que vos lo tocaste? Hace unas horas, cuando bajé del colectivo y caminé la cuadra que me separa de vos, me acordé del barrio de mi infancia. Entonces regresé veinte años atrás y me vi a mi misma sentada en el cordón de la vereda: los rulos aprisionados en un rodete, luciendo un tutú rosa, y comiendo gajos de mandarina mientras leía aquel cuento sobre el emperador chino que prohibió los globos; los ojos ávidos bailando entre las páginas y las comisuras de los labios teñidas de naranja ¿Te acordás que fácil era ser chico? El desafío más grande era cruzar la vereda solo o aprender a andar en bicicleta sin rueditas (aunque por momentos pareciera tan remoto como escalar una montaña de arena). Arriesgábamos. No le pedíamos permiso a la vida. Y vos que te agazapas y te aferras en no pegar el salto. Que incluso no te animas a elegir el gusto de helado sin antes consultarme por mensaje cuál quiero, ni a que vayas a mirarme con cara de no creer cuando te diga “¡Uy no! Compraste dulce de leche que lo odio”. O que celebre besándote toda la cara porque hayas elegido menta granizada, cuando era la opción menos obvia. De chicos sólo teníamos miedo a lo desconocido, como a los fantasmas, a los monstruos, o al hombre de la bolsa. Y hoy siento que lo más cercano y familiar puede convertirse en lo más extraño y peligroso. ¿Te acordás lo que significaba confiar? Porque yo, yo ya me lo olvidé. Y cuando me abriste la puerta quise contártelo todo, escupírtelo, vomitarlo en tu cara, sentir que sos mi cómplice, que me entendés, que nos entendemos… pero no. No. Porque mis palabras se agolpan al acallarse, quedan atragantadas a mitad de camino, y se me hace un nudo en la garganta cuando sellas mi boca con un beso húmedo. Entonces ya no hay necesidad de ser quien quiero que seas, de decirnos la verdad, de develarnos. Y ahora mis labios son los protagonistas de la película: mis labios viven, sienten, y piensan por mí. Nos ensanchamos, nos convertimos en seres plásticos, cada vez más mojados, más calientes, más vivaces, más jugosos. Los vasos sanguíneos se activan, nos ponemos rojos y luego violetas; nos dejamos morder hasta sangrar levemente, hasta que tus dientes nos arranquen un poco de piel y obliguemos a la voz a elevar un gemido de placer. Nos rendimos hermosos, esbeltos, deseados y deseables, ante los tuyos. Nos movemos ágiles y rápidos, por momentos lentos y disfrutables; le damos permiso a tu lengua para que nos recorra enteros con tu saliva. Bailamos con los tuyos y los hacemos nuestros, los probamos, los cubrimos, y luego invertimos roles. Jugamos. Vuelvo en mi, me tomás de la mano y me llevás a la cocina para hacerme probar lo que cocinaste (tengo que reconocer que sos mejor cocinero de lo que yo jamás pueda llegar a convertirme). Apoyo mi cintura contra la mesada y te miro mientras me volvés a contar las mismas historias de siempre, usando las mismas palabras, con leves cambios en el tono. Quizás elijas otras personas, otros lugares, le des otro giro al final, pero siempre es más de lo mismo. Finjo interés en tu discurso como vos fingís interés en mí. Y entonces dejo de escucharte, la película se vuelve muda y sólo reparo en tus pestañas que bailan al compás de tu boca. Quiero que dejes de hablar, pero al mismo tiempo ruego que no lo hagas. El silencio no haría otra cosa que actuar como un puñal dirigido al pecho, se me clavaría en el centro y me sacudiría las entrañas de llorar. Pero mejor dejame que te lea el futuro al oído, ¿querés? Mirá el horóscopo que tengo para vos: “Marte en Escorpio le deja un desafío en puerta. Su curiosidad extrema lo lleva a tomar un nuevo camino, pero previamente elegido, donde los desencuentros se toman un descanso. Sus deseos se cristalizan en una historia de amor que viene desandando hace tiempo. Explote su espíritu vivaz, optimista y aventurero para volcarse de lleno a la persona elegida. Las dudas se disipan con una sonrisa y un beso prometedor”. Después de la cena y el vino (que invita a olvidar y a desear), de la película que volví a ver y pretendí no entender, me dijiste: “Nena, elegí la música que quieras escuchar”. Metí mis narices y mis ojos de gata curiosa entre tus discos pero no me gustó nada de lo que había. Así que terminaste eligiendo vos, y pusiste Pink Floyd. ¿Querés que te diga honestamente qué pienso? Que no entiendo Pink Floyd. Que esos temas larguísimos son intragables, que son pretenciosos (aunque seguro pienses lo mismo de mi), y que están sobrevalorados en la historia de la música (tampoco te lo tomes tan en serio, yo no se nada). Que si me vas a coger, David Gilmour de fondo no me calienta en lo más mínimo. Quizás Jim Morrison sí, pero esto definitivamente no. Pero no te digo nada, y me vuelvo a callar. Porque acordáte que todo, absolutamente todo, es relativo. Y volvemos al principio, que es en realidad el final (que es el principio), y tu cuerpo desnudo está sobre el mío. Entonces empezamos a reconocernos: ensimismados, entregados, extáticos, erráticos, elásticos, elegantes, enroscados, enrojecidos, enardecidos, enloquecidos, encendidos, en llamas. Los cuerpos bailan con ritmos gimnásticos, grotescos, grandilocuentes, gimientes, giratorios, gritantes, como en esos versos de Girondo. La respiración se acelera, al igual que las pulsaciones, acompañadas de mordidas y de lamentos. Presiono play y es como despertar de un largo sueño donde un demiurgo tuvo la tarea imposible de hacernos a su imagen y semejanza. Dios nos sueña y nos filma. Mi película mental se activa: la brisa de esa primavera que tarda en llegar y que nos besa con los labios abiertos; la arena bajo los pies en mis primeras vacaciones; las manos de mi madre; tu pelo acariciando mi espalda; aquella noche que bailamos transpirados sin conocernos; nadar desnuda en el mar un amanecer adolescente de verano; el agua de la sandía chorreando de mi boca aquellas tardes de siesta en el pueblo de mis abuelos; el vals que bailaré en mi no-noche de bodas; los bigotes de mi gato haciéndome cosquillas por la mañana; los puentes que no hemos de cruzar; la dicha de haber leído ese libro revelador; haberme perdido y luego encontrado en las calles de Praga; ese día en que me tiraré a mirar las estrellas con él, y escucharemos la música que inventamos para los dos. Y la explosión de fluidos no tarda en llegar. Entonces gritamos el éxtasis con un delicado hilo de voz y la poca respiración que nos queda. Pero no es necesario que me hables ahora, no te sientas obligado a abrazarme ni decirme esas cosas que no querés decir. No las necesito. Dejáme recuperar el aliento, dejáme estar, dejáme estarme en silencio con mis pensamientos. Como mucho, invitame a mirarte y a sonreírte. Pero borrás como una ráfaga la incipiente sonrisa de mi cara, inesperada y torpemente: “¿Sabías que cuando una mujer acaba se inhibe su capacidad de pensar? Lo leí en el diario de hoy". Me doy vuelta, miro hacia la pared y me río hacia mis adentros. ¿Sabés que pienso yo? Pienso que el que escribió eso no entiende nada de nada; pienso que los medios nos vienen mintiendo desde siempre: que el hombre nunca pisó la luna, que Elvis está vivo, que lo de las torres gemelas fue una gran farsa. Pienso que China no atacó Kamchatka. Que nadie muere en la víspera. Que uno más uno no siempre es dos, que a veces es tres o cuatro o veinte o un millón. Que entre un hombre y una mujer no hay blancos ni negros, ni mucho menos grises, sino multicolores: hay verdes, hay amarillos, hay días azulados como hoy. Pienso que el gusto de dar es muy superior al de recibir, por eso la mayoría de las personas prefiere recibir. Que lo no visible no es lo invisible. Que si “sí” es la palabra más bella de todas, entonces “no” ha de ser la más difícil y la más necesaria y, por eso mismo, doblemente bella. Que hay que desconfiar de las verdades que se dicen a ciencia cierta. Que las poesías están de camino, nos llegan, nos impactan y no se nos van más. Que no entiendo porque decimos “sinsabores” cuando son tan amargos. Que como me enseñó mi amiga S., los joggings no se usan con polera. Que yo siempre me enamoro de detalles. Que si alguien no te dejar ir, no te quiere bien y probablemente nunca lo haya hecho. Que si un amor no te llega hasta las vísceras, no merece tener ese nombre. ¿Y sabés qué pienso sobre todas las cosas? Pienso que, en realidad, la realidad debería estar prohibida.

15 dic 2009

Domar tornados




                                                                   Londres, diciembre de 2009

Querida Natu:

Hace unos días me escribiste: “¡Qué difícil arte este, el de domar tornados!” Podrías haberte referido a “domar fieras (que pueden ser tigres o panteras)” o “domar potros”, o incluso haberme dicho “torear toros”, “encantar serpientes”. Pero no: vos elegiste domar tornados. Y dejáme que te diga que yo he estado ahí. Me ha tocado en suerte ver a través del ojo del tornado, nos hemos tenido frente a frente, hemos vibrado juntos. Para luego desfallecer de cansancio y resignación ante lo existencialmente indomable. Y entiendo cómo podes sentirte ahora. Sólo siento, y peno, la distancia.

Tu frase se mareó dando mil vueltas dentro de mi cabeza una noche de insomnio y gruesas gotas de lluvia contra la ventana. Hasta que Morfeo se dio por aludido, y me arrastró al más profundo y extraño de los sueños. Estábamos en el jardín de tu bobe, sólo que no era el barrio de tu infancia ni el mío, sino que esa onírica casa se encontraba en alguna isla, ciudad, o pueblecito de México; vaya a saber uno cuál, pongámosle Isla Mujeres, Acapulco o Mérida. No me preguntes cómo ni porqué, pero lo sé. Tendríamos unos ocho, nueve años, vistiendo ese pacato e impoluto delantal de escuela (el tuyo seguramente más prolijo que el mío), sentadas en el juego de mesa de hierro blanco de jardín, ante el tablero de ludo, como solíamos hacer una tarde a la semana.

Intempestivamente, irrumpe en la inmaculada escena Nacho S., nuestro compañerito de escuela. Lo recordás a Nacho, ¿verdad? Nacho a los ocho, nueve años, porque a decir verdad no lo vimos más al terminar la primaria, con lo cual no se cómo se verá hoy en día. Nacho que lleva de la mano, con firmeza y seguridad (pero sin poder disimular cierto desgano) a su pequeña hermana, mi tocaya. Camina directo hacia nosotras, como si atravesar ese jardín fuese lo más natural del mundo, como si lo hubiese repetido incontables veces en su vida de niño. Estoy convencida, sin embargo, que Nacho jamás estuvo en lo de tu bobe, ni siquiera en tu casa. Mucho menos en la mía. De pronto, su pequeña hermana (mi tocaya) que apenas debería pronunciar frase completa alguna debido a su temprana edad (y mucho menos en otro idioma), cita esta frase que bien podría ser de Oscar Wilde: “Illusion is the first of all pleasures”. Vos tenías fuego en tu mirada, el enojo caprichoso propio de tu ser-niña, como si ambos hubiesen osado violar nuestra ceremonia secreta ¡Sacrílegos!

Sin embargo, el muchachito no se disculpó ni se inhibió. Sonrío plácidamente hacia nosotras; y su sonrisa de labios abiertos desató una brisa, una brisa de tormenta, que gentilmente, y sin previo aviso, abrió de par en par las ventanas de la casa de la bobe, esa casa de mi sueño perdida en quién sabe qué coordenadas del mapa de México. El vientito suave y reconfortante te relajó. “Es la calma que anuncia una tormenta deseada”, creo que pensamos todos. Pero al mismo tiempo intuimos que la pesada atmósfera que se ceñía sobre nosotros, y el intermitente silbido del viento, velaban un oscuro presagio. De repente, yo me hago grande: no es que me haya hecho gigante o que haya ganado metros de altura, sino que me convierto en mi yo actual. Y puedo ver un poco más y mejor que ustedes tres. Puedo abrazar con resignación la inminencia del peligro que no tarda en llegar.

Entonces percibimos un tornado estrepitoso corriendo a toda velocidad, allá a los lejos, pero cada vez más cerca. Quiero protegerlos, llevarlos de vuelta a la casa. Sin embargo, ante el arrebato de la situación, nos quedamos estancados en el pasto del jardín, hipnotizados por esa imagen de ensueño surrealista. Yo nunca he estado en un tornado y, supongo, vos tampoco. Pero eso en mi sueño era un verdadero tornado. Un tornado que venía arrasando nuestra ciudad imaginaria y todo lo que allí habita (autos, heladeras, semáforos, sillas y sillones, bibliotecas, palmeras, vírgenes, gatos, niños, y pájaros), y que ahora se disponía llevarse nuestro jardín, extirparlo de raíz.

Y es entonces cuando, ante nuestros rostros de total desconcierto, Nacho saca del bolsillo de su delantal blanco un lazo que de tan fino y delicado se nos hace casi invisible a los ojos, pero el cual ilumina con destellos dorados la oscuridad de un cielo encapotado que se arroja sobre nuestras cabezas. El niño regala ese lazo mágico al viento, lo hace bailar con el pesado éter, traza piruetas de contorsionista, hasta enlazar la cola del tornado, atrayéndola hacia sí, y alejándola, pues, de nosotros. Lucha con la fuerza de un Hércules, de un gigante que supo sostener el peso del mundo sobre sus hombros. Por momentos, su cuerpo infantil se eleva unos centímetros del suelo y se confunde con el tornado, absorbido por la voracidad de esa fatal fiera que todo lo quiere poseer.

El pequeño domador se luce ante nuestros ojos, despliega su artilugio y su gracia, como si fuese el rey del rodeo. Finalmente, en lo que pudo haber durado unos cuantos minutos o una eternidad, el tornado se entrega a su merced y se atraganta con el nudo del lazo, el cual luego el domador lanza, con extraordinaria fuerza, fuera de nuestra estratosfera, hacia remotas constelaciones. La negrura del cielo desaparece y las bajas nubes blancas y esponjosas de una típica tarde de verano, se nos ofrecen plenas. Nacho a los ocho, nueve años – que ya no es Nacho, sino el domador de tornados – cae desmayado, exhausto, y vos corres hacia él. Y yo te sigo. En sus pupilas se refleja el ojo del tornado, que varía entre el violeta, el azul y el plateado. Pero, antes que nos devele ese secreto milenario que mantiene oculto, la imagen se diluye por completo en su retina.

Segundos después, irrumpe en el jardín su madre. Y entonces, la pequeña-adulta Ana se abalanza – entre sollozos mudos – sobre esa mujer esbelta, delgada, y sofisticada, dueña de ese je ne sais quois. Esa mujer iluminada de veinte años atrás, luciendo un chal de colores pastel (traído seguramente de alguna de sus giras por Francia) que rodea su recto y airoso cuello blanco. Quizás recuerdes a Lu, la madre artista de Nacho, esa mujer que lo esperaba de tanto en tanto, apoyada sobre un Renault 18 azul estacionado en la puerta de la escuela, luciendo enormes anteojos negros y vestidos de bohemias telas coloridas que niñas como nosotras sólo osábamos probarnos en sueños. Esa mujer hermosa, de esas cuya belleza – hoy me atrevo a afirmar – solivianta, inquieta, perturba, incluso a algunos repele. Recuerdo su cara perfectamente asimétrica, con ojos tan grandes como los de una gacela atemorizada; su piel resplandeciente, lisa y suave; y esa nariz atinada y coherente con su rostro, de ahí que la llevara con indiferente convicción.

La bella madre ingresa, con un andar que de tan etéreo nos hace olvidar la brutalidad del tornado, agitando entre sus manos de pianista las hojas de un periódico con fecha actual, el cual coloca frente a nuestra imberbe mirada. Vos lees en voz alta, pero con tu tono de voz actual: “temerario titán torea tenazmente tremendo tornado tiránico”.

Es allí cuando abro los ojos, tan pesados como húmedos. Y vuelvo en mí, acostada en la cama de mi habitación en medio de la oscuridad de una desolada noche de invierno londinense, de frío de lontananza hecho de tiempo y de distancia.

La noche siguiente, desde mi ventana del tercer piso, la desierta capital inglesa se me antoja una película muda que se repite hasta el hartazgo. La curiosidad y el aburrimiento me arrojan a las calles del Soho, en busca de algo que me desvele, que me ocupe, sin imaginar por un segundo que esa noche iba a traer de vuelta a tu tornado, ese tornado que ahora se ha convertido en el nuestro.

Son las diez y cuarenta, y el frío polar de dos, tres grados bajo cero, cala hondo en mis huesos. Ha terminado la última función de cine y no hay ni una sola alma sajona en las calles, sólo un par de asiáticos, que van o vuelven de sus trabajos en algún restaurante del Chinatown. El viento ártico rasguña sin pudor mi rostro, cada vez más sonrojado y entumecido. Los labios, los pómulos, la nariz, las manos, y las uñas me duelen del frío, a diferencia del resto del cuerpo que mantiene la temperatura ideal debajo de dos sweaters de frisa, un gamulán que compré días atrás en Camden Market, y medias de lana debajo de mis jeans made in Buenos Aires.

Camino por Charing Cross y antes de llegar a la esquina de Old Compton Street, un humo espeso mezcla a marihuana y tabaco, el olor a cerveza rancia, risas histéricas, y acentos diversos que varían entre el francés, el rumano y, quizás, el inglés yanki, me hacen detener frente a un antro de música de garaje y bebidas baratas. El tibio sopor del lugar me da la bienvenida salvándome de la ola helada que se derrama sobre la olvidada y somnolienta ciudad. Vos bien sabes que el interior “noche-bar” no tiene estaciones, no tiene temperaturas. La estación es el aliento mismo de las bocas, el sudor y el olor de esos cuerpos que se buscan, se enciman, se rozan, se exhiben, se reconocen, se atraen. El espacio hermético y a medio iluminar en el que me encuentro, me redime del frío callejero de dos, tres grados bajo cero, y entonces comienzo a mudar de pieles hasta quedarme en remera blanca de mangas cortas. Me escabullo en el antro, chocando a esos extraños que en ese preciso momento se me hacen necesariamente familiares, incluso extensiones de mi propio cuerpo que lentamente retoma su pulso vital. Agradezco su presencia, la celebro, brindo por ellos, brindo por todos nosotros.

Voy tambaleándome entre la gente en dirección a la barra, allá a unos metros de distancia. “¿Qué usted quiere?”, me pregunta la barwoman, tatuada desde el nacimiento del cuero cabelludo hasta el mentón. El lado izquierdo de su rostro íntegramente tatuado. Pido un trago transparente on the rocks – pudo haber sido gin o vodka – que tomo sin prisa entre extranjeros, locales, punks, rockeros, algún que otro grunge, y góticos cuarentones. De fondo aúlla una banda que bien podría ser la versión londinense de La Perra que los Parió, salvo que con un oído musical más agudizado y una estética más vanguardista, claro está. Necesito ir al baño, entonces me excuso con cierta timidez de un inglés que dijo llamarse Max y de su roomate parisino JP que me hablan en estéreo. Y me vuelvo a abrir paso entre la extática muchedumbre que se mueve categóricamente al ritmo del punk rock local.

Desciendo al subsuelo por la escalera estrecha, dejando atrás la música y la euforia. Dos puertas sin distintivos me llevan al baño. El olor agrio que emanan las paredes mojadas se mezcla con un embriagador aroma a patchouli. Contra la mesada del lavatorio, dos cuerpos femeninos se baten a duelo por el espejo. Una de ellas – la de fino pelo castaño y delicados labios pintados de fucsia – luce una minifalda negra que marca su cola dura y redonda, así como un par de cortas piernas torneadas que ajusta con medias de nylon verdes. La observo recoger su cabellera en un peinado sin nombre, ridículo, que sella con dos palitos de comida japonesa, mientras exhibe una gota invisible de sudor chorreando por su cuello. La morocha – más pequeña en edad pero más voluptuosa en cuerpo – está vestida íntegramente de negro; primero se delinea furiosamente sus hermosos ojos almendrados, y más tarde acomoda su inquieto flequillo, mientras habla de hombres y de sexo, de sexo y de hombres. Entro al cubículo, sin poder cerrar por completo la puerta que no tiene pistillo ni picaporte. La sostengo, pues, con mi mano derecha, mientras me bajo el jean, haciendo malabares con mi cabeza gacha. Escucho a las inglesas salir del baño hablando un slang que no comprendo en lo más mínimo, llamándose la una a la otra M. y M.

Luego, entre risas y besos, entra una pareja un tanto despareja (según la imagen que me devuelve el espejo que puedo ver a través de la hendija de esa puerta rebelde que insiste en abrirse). Él es un punk que acusa unos veinte y pico, sólo que ha dejado olvidada su cresta multicolor en su loft okupa. Tiene el pelo fino y lacio, tirado hacia atrás, forzándolo en una cola de caballo que le llega a los hombros. Viste ajustados pantalones negros que acentúan aún más sus desgarbadas y flacas piernas, un buzo negro descolorido con simpáticos pitucones, y borceguíes enormes que desentonan con el resto de ese cuerpo alto y lánguido. Me olvidaba de su piercing en forma de alfiler de gancho que, sin decoro, decora su oreja izquierda. Dije despareja porque ella, la chica del punk
– que se me antoja unos cinco años mayor que él – viste un impecable traje negro de oficinista (que seguramente ha comprado en Selfridges, no en Harrods), altísimos tacos de charol, y una ajustada camisa blanca de cuello Mao, abierta hasta el nacimiento de sus no- pequeños pechos.

La chica del punk apoya su menudo cuerpo sobre el de él, cuya espalda descansa sobre la fría y transpirada pared de azulejos azules. Dos cuerpos desiguales que unen sus desiguales lenguas en un beso fugaz, travieso, apasionado, y negligentemente punk. Espío por la hendija ese aliento que no huelo, y que destila a cigarrillo y whisky, chicle de menta, y una lujuria que añoro. Salgo del cubículo y la pareja me sonríe a destiempo con labios cerrados. Me enjuago la cara mientras ella ocupa el cubículo que acabo de dejar, luchando contra esa misma puerta, la cual, pocos minutos atrás, sostenía yo con mi mano. El antes enardecido punk se para a mi costado y me pregunta con un encantador acento manchesteriano de aliento a alcohol:

–“¿Gustas tú de la banda?”

Sin cavilar, asiento tímidamente. Me explica que es la banda de su hermano mayor (a quien llama “Frith”), y me cuenta que él solía formar parte de la misma, hasta que se abrió “por cuestiones ideológicamente estéticas o estéticamente ideológicas, que es prácticamente lo mismo”, lo cito textualmente. Ella tira la cadena del baño y sale acomodándose su brillante pelo de publicidad de Pantene que cae como una catarata sobre sus estrechos hombros. Él – su chico punk – me la presenta con el entusiasmo de una criatura. Se llama Poly y es gerente de una disquera internacional y también manager de bandas de rock independiente, entre ellas la del hermano de su chico punk, de la cual él supo formar parte. No registré su nombre sajón, pero el veinteañero punk se me hizo idéntico a Diego (del taller de Barrio Norte, ¿te acordás?), así que lo bauticé “Diego Punk”. “Diego Punk” que me pregunta – “¿Dónde eres tu de?” Le respondo con la verdad, esperando que a continuación ambos suelten un poco original:“¡Ahhh! Maradona”. Sin embargo, la cara inglesa de “Diego Punk” se vuelve a llenar de indiscreta emoción infantil, a medida que se levanta el desteñido buzo negro, dejando al descubierto una remera gris oscura que reza “Sumo”. “Las bondades de e-bay, me digo a mí misma.

Poly busca mi mirada cómplice, se ríe de la ocurrencia de su chico punk, y le estampa un ruidoso beso en la mejilla. Luego, se inclina contra el espejo para retocar su rostro con maquillaje de marca italiana que saca de una carterita negra ínfima. Me quedo frente a frente con “Diego Punk” que comienza a entonar las líneas de una canción que, a pesar de provenir de un universo ajeno y lejano, comienza a hacérseme cada vez más cercana e íntima. Poly se burla del pobre castellano de su chico punk y de su acento payasesco. Pero yo soy toda oídos:

“Un tornado, un tornado, un tornado...
Un tornado arrasó a mi ciudad y a mí jardín primitivo.
Un tornado arrasó a tu ciudad y a tu jardín primitivo.”
Marca las “erres” con la enfática torpeza de un anglosajón, lo cual hace estallar en risas a su Poly. Pero él continúa cantándolo a Luca mientras mueve la cabeza en un robótico ritmo punk, acompañado de mecánicos compases que marcan sus borcegos contra el piso:
“Saltando en picada a la mexicana, un fugitivo se entrega
Saltando en picada a la mexicana, un fugitivo se entrega
Pero no, mejor no hablar de ciertas cosas.”

Estoy casi segura que en lugar de “ en picada” dijo “encimada”, o algo por el estilo. Lo curiosamente real es que el chico punk de Poly tarareó y cantó ese tema como si la letra y la música fuesen el mandato de un ser divino que lo estaba poseyendo en ese mismísimo instante, en la intimidad del baño de un antro del Soho londinense que nos convocaba a los tres. Por arte de esas magias nocturnas, y de exquisitas sincronicidades, volvió a hacerse presente el jardín de tu bobe de la imaginaria casa mexicana del sueño de la noche anterior. Y con él volvió tu tornado (que ahora también es el mío). Poly ensaya unos aplausos exagerados junto a un “¡Bravou!”, que exclama en tono jocoso, mientras conduce a su chico punk hasta la puerta. Al abrirla, él me regala un inevitable “Olé Olé Olé Olé, Diego, Diego”. Y desaparecen del baño, dejándome sumida en un estado de letargo similar al del sueño de la noche anterior.

El calor se convierte ahora en mi solapado enemigo, y lucho por salir de esas cuatro paredes, subir los angostos escalones regados de vómito y bilis, para así atravesar el antro de rock de garaje lo más rápido posible, mientras vuelvo a mudar de pieles. Una vez abrigada, me veo arrojada a la calle, dos horas después de haber ingresado a mi caverna de salvación. La música punk ya se ha ido, pero en mis oídos sigue aullando el tornado que se hizo canción en una letra de Sumo. El frío de dos, tres grados bajo cero, no tarda en hacerse sentir, y el viento nórdico me ametralla la cara. No lo dudo. Paro un taxi.

Mientras el chófer de origen pakistaní atraviesa una Oxford Street desierta, que vuelvo a recorrer con mi mirada como ya he hecho cientos de noches desde que estoy aquí, recuerdo tu frase que inspiró mi sueño que fue traído de vuelta por una canción que un chico punk cantó para mí en el baño de un antro del Soho londinense. Y pienso que en ciertos casos (si no en todos), el domador suele confundirse, camuflarse con el tornado (y viceversa), convirtiéndose, pues, en uno solo, en un "uno", en un indefinido “algo” tan peligroso como atractivo. Entonces, mi querida Natu, no te detuviste a analizar lo siguiente: ¿hasta qué punto sos domadora de tornados y no el tornado mismo? Igualmente (y me sirvo aquí de tu estimado Friedrich Nietzsche), yo te aconsejaría que cuando vayas con ciertos hombres, esos hombres tornado, no olvides llevar el lazo. A la distancia cercana, yo te acompaño hoy y siempre.

Con todo mi amor y cariño,
Anita

2 dic 2009

Respirar


Respirar el ruido de las olas,
sobre rocas de playas remotas.
Que renacen en sueños y
reviven silencios.

Respirar las risas, las rotundas risas
de niños y de viejos,
que tarde se olvidan de respirar.

Respirá las rosas y sus espinas
hasta que se claven en tu garganta
Y te obliguen a gritar:
¡Gritálas!

Respirá Roma y Gibraltar
en viajes ridículos
de rotondas giratorias.

Respirá como respiró Girondo
y su creador,
que con los gemidos de su respiración
te dio vida.

No te olvides de respirar
los romances y las ganas
de repetirlos hasta el hartazgo.

Robá respiraciones
ajenas y cercanas.
Cercálas ridículamente
en la musicalidad de tu rimar.

Respirá con respirador artificial,
y también con uno natural
como es el arte de besar.

Repirá radicalmente esos besos
y regresá con reparo.
Repirando lentamente,
retorná con rosas en la boca.
Y volvé para volverme a respirar.

1 dic 2009

Haiku para mi




Buscame sin voz

Recordame sin ropa

Pero con nombre

Haiku para Nacho


Bailaban los dos

En medio de la gente

Sin conocerse

Haiku para Lu



Agazapate

Y esperame, pero dá

Ese salto al fin

Haiku para Natu


Me dijeron que

Te perdiste en mis versos:

Seguí la flecha

Bailar


Bailar boleros con bocas y besos.
Bailando bajo la noche nueva,
luna llena, lluvia de estrellas.
Bailame fatal, bailame de frente
en frenético frenesí.
Bailar pegados, pasmados, plegados,
bailar pisoteados, en puntas de pie.
Bailan las putas, bailan los ángeles.
Bailan los dementes, los amantes,
los antes y los después.
Decime bailarina, bailando reverente, rebelde se revuelve.
Bailame veleta, bailame viento, bailame verde.
Bailar el goce, bailar las ganas,
así como bailan gatos y gatas.
Bailan en tejados, tinglados, trepados, trenzados.
Bailan en cielos, con celos, con sexo,
el sueño y el silencio.
Bailan las ninfas,
las niñas frente a espejos no espejados
Bailamos todos: bailas tú, bailo yo, baila él.
Bailarines equilibristas, bailarines extasiados.
Enamorados que bailan ensimismados, enardecidos, enjaulados.
Bailar los planetas, las penas, las puertas.
Bailan los presos, bailan las presas.
Baile de ballet,
de beber y de volver.
Bailar para recordar, rezar, rogar.
Bailar para olvidar, orar, orillar.
Bailar así, asá, aquí y allá.

Crimen con tijeras


Eusebio trabajó cinco años para la competencia antes de empezar con nosotros. Lo anunciaron como la “gran promesa”, luego de haberse floreado por París y Milán, trayendo consigo las nuevas tendencias. Primero le “regalaron” a una de mis clientas más fieles, la viuda de doble apellido que viene cada quince días a retocarse el carré y hacerse el brushing. Después fue el turno de una modelo en ascenso que suele pasar una vez por semana y me mantiene al tanto de los últimos caprichos de la farándula. Todo esto sucedió en mi ausencia cuando, sorpresivamente, me ofrecieron quince días de vacaciones en plena temporada. Me resultó un tanto sospechoso, pero me fui igual. A visitar a los míos, en la provincia.

Eusebio se puso bien cómodo entre mis elementos, a pesar de que, por lo que me contaron las chicas, él se ufanaba de los suyos. Se empecinó en usar mis tijeras, cepillos, mis productos importados para el cabello, fijadores, invisibles y demás. Sobre todo se encaprichó con mis tijeras, como si se hubiese vuelto adicto a ellas. Les repito: todo esto sucedió mientras estuve ausente. A mi vuelta, todo el mundo actuaba como si esto fuese lo más normal del mundo, incluso le derivaban mis citas de siempre sin consultarme siquiera. Hablé con la dueña y le dije que no entendía qué estaba sucediendo. Minimizó el caso, como era de esperar en ella, y alegó que las clientas mismas lo habían solicitado… pero yo no le creí nada. Me dijo que no me preocupara, que podía quedarme con las nuevas. Mientras tanto, él se paseaba por el salón con la frente en alto, bien orgulloso, mirándome de reojo y fingiendo una sonrisa de camaradería. Eso sí, ni una palabra me dirigía, lo mínimo indispensable. Yo opté por hacer lo mismo con él.

El colmo de los colmos fue aquella tarde en que se metió a opinar en medio de un tocado de novia y, a los cinco minutos, tenía ambas manos puestas encima de la cabeza de la clienta. No supe cómo reaccionar, me quedé duro de furia y me hice a un lado para ver la escena con total desconcierto e impotencia.

Pronto llegaron los halagos y más clientas que lo requerían, incluso las que antes llegaban a esperar horas para atenderse conmigo. El muy guacho se hacía tiempo para todas ellas, y yo me quedaba a un costado, mirándolo de lejos: las manos que volaban con asombrosa rapidez en esas cabezas, incluso haciendo milagros en las más rebeldes. Hay momentos en que me sentía hipnotizado por esa imagen, descuidando mi propio trabajo con las nuevas clientas que se iban, lógicamente, de lo más indignadas. Pero yo no podía hacer otra cosa que observar mi reflejo abatido en el filo de las tijeras en manos de Eusebio.

A los dos meses, la dueña me citó en su oficina. Me daba una semana para buscar un nuevo lugar ya que había decidido prescindir de mi trabajo y blablablabla. Dejé de escuchar lo que decía en el momento exacto en que lo vi a través del vidrio, todo ensimismado en su corte. Juro que en cierto punto percibí una mueca sobradora hacia mi dirección; fue una milésima de segundo, pero para mi eso lo resumía todo. Esa misma tarde decidí llevarme mi par de tijeras y volver al día siguiente por el resto de las cosas.

Pasé toda la noche en vela, con imágenes terribles que se agolpaban en mi cabeza. A la mañana siguiente, me dirigí a la peluquería, llevando conmigo ese par de tijeras: mis primeras tijeras, las que me regalara aquel maestro estilista. Me encaminé directo hacia donde estaba Eusebio, sonriendo eufórico, como era costumbre en él, por encima de una permanente. Las tijeras bailaban locamente entre mis dedos y apuntaban directo a su cuello (como si hubiesen aprendido su rol a la perfección), perforándole la yugular con gracia y luego dibujando una línea profunda de punta a punta. El papel plateado que cubría la cabeza de la clienta sexagenaria (que una vez fuese de las mías) se tiñó de rojo sangre. El filo sumergido casi en su totalidad en el lívido cuello de Eusebio reflejaba ahora mi sonrisa de soslayo.

Con su último aliento, se desplomó sobre la mujer, arruinándole esa linda permanente, para luego golpear su cabeza contra el espejo, estallándolo en mil pedazos. Todo ante la mirada atónita de las clientas en espera. Agarré el resto de mis cosas, sin prisa y sin pausa, y me fui de allí para siempre.

Funes el desmemoriado

Una calurosa tarde de noviembre, Corti nos reunió a los cuatro en la confitería de la esquina de la facultad, pocos días antes del final que nos catapultaría al diploma. Lo esperamos puntuales, sentados en la misma mesa de siempre, junto a una ventana abierta que dejaba entrar el bullicio propio de Rodríguez Peña y Tucumán. Entró siete minutos más tarde, luciendo sus anteojos de marco ancho negro, unas bermudas caqui, su ya en desuso remera blanca de mangas cortas y, creo, sus sandalias Birkenstock. Llevaba además unos cuantos libros bajo el brazo. Torpemente, se abrió paso entre las mesas contiguas, incomodando a los pocos clientes que había. Poco lo importó, como era su costumbre. Una vez cerca nuestro, apoyó con un brusco ademán tres tomos de la obra completa de Borges (de una colección que habíamos comprado el primer año de la carrera, cuando solíamos ir de cacería por las mesas de saldos de la calle Corrientes).

Noté que de uno de los tomos sobresalía un señalador amarillo (por lo viejo) e inmediatamente puede leerle la mente y la intención: nos había juntado allí para discurrir, por enésima vez ya, acerca del cuento. Roger, al otro lado de la mesa, me miró de soslayo y nos entendimos perfectamente. Los otros dos apenas lo conocían y en ese poco tiempo se habían dejado seducir por los alardes, las intrigas y las insolentes porfías de Corti. Mientras corría la silla para sentarse a mi lado, se dirigió audazmente al extranjero, un muchacho de unos treinta, y le preguntó si había leído Borges. Asintió. Corti abrió el tomo superior de la pila y un título se desnudó ante la mirada de los allí presentes: Funes el Memorioso. Roger no tardó en increparlo, le dijo que era absurdo insistir sobre lo mismo, que estaba perdiendo el tiempo (su tiempo y el nuestro, que son y no son lo mismo) e intentó disuadirlo. “Dejá en paz a estos muchachos. Es ridículo que quieras involucrarlos en tus funestas teorías”. Los otros dos poco entendían lo que iba a suceder allí en los próximos minutos.



Corti pidió un cortado, desdeñando las palabras de Roger quien estuvo a punto de abandonar el encuentro. Lo frené con la mirada. Sentado a mi derecha, Corti apoyó su mano sobre la mía (gesto que duró una milésima de segundo) y me dijo algo al oído que, curiosamente, hasta el día de hoy, he olvidado por completo. Recuerdo el olvido simplemente porque esas fueron las últimas palabras que fuera a dirigirme. Roger miró a un costado, resignado: nada quedaba por hacer más que rogar que la tarde trascurriera lo más rápido posible. Supe que, en parte, lo hacía por mí, aunque nunca entendiera muy bien qué había visto yo en Corti durante esos cuatro años que estuvimos juntos. En lo que a mi respecta, nunca logré entender qué había visto él (me refiero a Corti) en una joven anónima como yo. Maldije el momento en que decidí cruzar la puerta y comencé a pensar en excusas válidas para haberlo hecho: salir del encierro luego de doce horas seguidas de estudio, la curiosidad de ver a Corti antes del final y de su supuesto viaje a España, la excusa de encontrarme con Roger fuera de los pasillos de la facultad, e, imagino, degustar el último café con leche de nuestro bar antes de diplomarme.


Uno de los nuevos del grupo, el más joven, acercó el libro abierto hacia él (con sumo cuidado, uno casi religioso). Dio vuelta las hojas y sus ojos volaron sobre frases subrayadas, resaltadas, borroneadas, notas marginales, comentarios al pie, asteriscos, signos, etc. Se mareó y devolvió el libro a la mesa, como si se tratara de un cáliz. Corti lo tomó y leyó la frase subrayada con birome de la página 171: “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Intuitiva y soberbiamente, dio por sentado que los muchachos conocían la historia del memorioso Ireneo Funes. A continuación, dio comienzo a su diatriba: “Funes no debería ser considerado un memorioso, sino más bien un desmemoriado. Que sea memorioso es una fatal falacia. Su intento por crear un catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo, de todas las cosas, “un catálogo de todos los catálogos” citó – resulta trunco ya que es menester que deba olvidar para volver a recordar. Mejor dicho, volver a percibir todas las cosas por primera, única e irrepetible vez. De este modo, olvidará que existe un perro de las tres y catorce (visto de frente), al cual efectivamente catalogará y dotará de un nombre, un número o una serie de números, para luego olvidarlo al momento de observar a ese perro (que es el mismo pero no) a las tres y cuarto (visto de perfil), al cual dotará de un nuevo nombre, número o serie de números”. Tomó aire acompañado de un sorbo de la espuma de leche del café (detalle que seguramente Ireneo hubiese recordado a la perfección e, incluso, hubiese nombrado como por vez primera), y prosiguió:


Repito: Funes debe olvidar, debe ser desmemoriado, para percibir las diferencias en la identidad, y asombrarse con la mirada desnuda de los distintos “vástagos y racimos y frutos de una parra” o “las formas de las nubes australes del amanecer” del día X de X año; observar las variadas “vetas de un libro en pasta española” o “la punta de ganado de una cuchilla” como si los viese por vez primera cada vez. Debe olvidar la primer cara de un muerto en un largo velorio para percibir la segunda, la tercera, la última y así sucesivamente”, arguyó y citó con envidiable vehemencia.

Corti no dió tregua ni respiro. Siguió con sus locuaces argumentos ante la mirada atónita de los nuevos, la cara de sopor de Roger y mi mirada de desconcierto. “Tengamos en cuenta que la diosa de la memoria, Mnemosyne, nos visita en sueños, en ficciones, no cuando estamos despiertos. Es curioso que Borges sentencie que dormir es distraerse del mundo, cuando en realidad nuestros recuerdos, la memoria que tenemos de todas las cosas que nos rodean y de nuestros sentimientos y sensaciones, son reconstrucciones de reconstrucciones (y así hasta el infinito). En la vigilia debemos permanecer desmemoriados para percibir las diferencias, la inmortalidad de los detalles que ante nuestros ojos se muestran primerizos, únicos e irrepetibles. Quiero decir – volvió a beber un sorbo de su café y cerró abruptamente la página del libro, anunciando el pronto fin de su ditirambo –, la grandiosa empresa de Funes de recordar los accidentes, las diferencias, catalogarlos y darles un estatuto único, es completamente falaz. Su mente debe despejarse, debe olvidar, debe ser desmemoriada por excelencia, para lograr ese paradójico catálogo de todas las cosas. No por nada el pobre murió de una congestión pulmonar: se ahogó en recuerdos inútiles”.

Esa fue la última charla de café antes de recibirme. A los dos muchachos los crucé el día del final y nos saludamos tímidamente de lejos. Supuse que no íbamos a repetir un encuentro como el de días antes, o cualquier otro. Roger me pidió que olvidásemos el asunto con Corti quién, según me han dicho en la facultad, hasta el día de hoy sigue reuniendo compañeros en la confitería de la esquina y les cuenta la historia del desmemoriado. Nunca viajó a España y dejó pendiente esa última materia.

Por mi parte, la tarde de ese último encuentro, releí el cuento de Borges al volver a casa. Poco recuerdo (“aunque yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado”) qué impresiones me causó esa lectura. Sin embargo, debo admitir que esa misma tarde de noviembre a las 18:45, dcbí olvidarme de todo lo anterior (de mis primeras lecturas del cuento así como de los argumentos que Corti expusiera once o doce veces a lo largo de cuatro años), para leer el cuento por onceava y primera vez (que es y no es lo mismo). Tuve que convertirme, pues, en desmemoriada, como el famoso Funes de Corti.

29 nov 2009

La posesa




Consultamos curanderas, chamanes y brujos, médicos renegados de su nombre que habían optado caminar por sendas más oscuras pero proporcionalmente redituables. Nada de ello funcionó.

“Engendramos un demonio”, solíamos pensar, pero asumiendo muy en el fondo que ese era también nuestro destino y nuestra cruz. Aquello que no está permitido decirse, aquello que viene silenciándose desde hace milenios, salía a borbotones, vomitado por esa garganta metálica que hacía estallar los vidrios de la casa en cien mil esquirlas.

Podía recitar párrafos enteros de la Odisea con el timbre de voz de un tenor; discurrir acerca de cualquier tema con la vehemencia de un orador romano; repetir cálculos mentales con un ritmo fatalmente frenético; proferir frases en arameo, latín y zulú. Entonaba estrofas de marchas militares o de himnos europeos, así como también cánticos medievales, mientras por lo bajo exorcizaba los durmientes secretos de generaciones pasadas, como si fuese un disco de pasta escuchado de atrás hacia delante, portador de siniestros mensajes crípticos. Sus cuerdas vocales despertaban el pavor, gritando viejas penas, antiguos dolores y torturas, acallados padecimientos y reprimidos reproches, con la violencia del rugido de una fiera enjaulada, que podía ser tigre, pantera o dragón. Decidimos encerrarla en el baño, inmersa en vapores que suavizaran el caudal de su voz y que acallaran su amenazante verborragia. Sin embargo, sólo lográbamos sumergirla en un sopor tal que quedaba desmayada, balbuceando palabras sin sentido, en un fluir errático y constante, como el molesto eco del zumbido de una mosca mareada entre cuatro paredes de metal.

Su discurso monocorde y extático, disfrazado de grandilocuentes explicaciones analíticas, axiomas, teoremas y alegorías, dejaba escapar historias que nos enfrentaban con nuestros pudores, nuestras vergüenzas y nuestras culpas. Nos escupía en la cara las verdades y las metáforas, como si se tratase de un oráculo endiablado. Sus extremidades acompañaban el acompasado ritmo locuaz con movimientos espásmicos que no lográbamos controlar ni los expertos diagnosticar. Por momentos, la invadía una mudez que de tan profunda e inconmensurable, nos aterraba de pies a cabeza, como si estuviésemos caminando bajo un cuartel de enormes nubes negras que anuncian un incipiente tornado. Eran segundos apenas, duraban lo que el último aliento de un muerto, para luego abrir las compuertas de sus labios y dejar escapar esas aprisionadas voces de fuego que hacían sangrar nuestros oídos por dentro.

Y en el final devino el silencio, milagrosa y salvíficamente. Llegó con un remedio letal, que donamos a nuestros ya enfermos oídos, el cual provocó esa sordera deseada, sumiéndonos en el más prístino de los silencios. Uno que provenía de esa elocuente boca metálica, que ahora sólo vemos moverse como si fuese la de un muñeco parlante a quien olvidamos darle cuerda.

Ojos que no ven, corazón...


A dos metros de distancia, detrás suyo, en un asiento individual contra la única ventanilla cerrada, me encuentro yo, disimulando la fiebre y la ansiedad. La observo detenidamente, como si se tratase de una de esas transpiradas tardes en que solía regalarme la imagen de su espalda desnuda, sentada al borde de la cama. El cuello largo, blanco, altivo, digno de un Modigliani, caprichosamente despojado de ropas a pesar de la brisa matutina que se cuela a través de las ventanillas abiertas. Las orejas pequeñas, pequeñísimas, como si perteneciesen a la niña que fue y que no conocí, y el cabello rubio ceniza a medio atar, luchando contra la ráfaga que levanta un camión al pasar. Poso mis ojos en la mosca que se empecina en aferrarse a la piel de aquel hombre extrañamente familiar, que se me antoja un tanto canoso, ya entrado en años, y opacado por el hastío, o más bien resignado a las pérdidas (tal como lo describiese ella la noche que nos conocimos, unos muchos años atrás).

Yanine acaricia esa amada mano que espanta la mosca - que vuela hacia mi lado que se transforma en heraldo que trae un negro y siniestro presagio- :

(- Te pido que seas fuerte, que no te sientas culpable, que…. - dice él, evitando sus ojos)
(- No hables así, por favor, que hoy está prohibido despedirse con lágrimas - responde ella)

 Mastico fuerte, aprieto los dientes, callando redundantemente mis ilusiones, mis penas, y mis mil y un reproches. Simplemente me dispongo a contemplar la escena, como testigo sordo y mudo que soy. Es la primera vez que lo veo a él, y lo descubro tal cual ella me lo revelara, como si sus palabras lo hubiesen dibujado a la perfección. Por años jugué soberbiamente a mirar a través de aquel par de ojos a los cuales no les fue permitido ver, pero maldije aquel sentido que le fuese dado por partida doble: el tacto. Me resigné, pues, a no acariciarla como lo hacía él, con la intensidad y el asombro propios de aquella fuerza que se encuentra potenciada por defecto, ya que es sabido que por aquello que se nos quita, se nos promete un don gratuito. Entonces, hice un pacto con un no Dios, con el fin de absorberla ante la mínima mirada, devorarla y congelarla en mi retina donde ella pudiese admirar su propio reflejo, tristemente olvidado en los ojos de ese otro hombre.
En este momento, Yanine (inmóvil, imberbe, imperturbable, paradójicamente impoluta e inmaculada) ignora mi presencia, pero su cuello erizado y la rigidez de su postura toda, intuyen mi mirada clavada en ella. Con el tiempo ha aprendido a ver más allá, y a decodificar los signos de un cuerpo que habla, que teme, y que ama. Noto cómo la mano de él se deja caer suavemente sobre la de su mujer, y en este terreno de pieles que sienten tanto como ven o hablan, no tengo autoridad alguna. Se reconocen sin mirarse, reafirmando y justificando una vez más porqué van hacia donde van. Yo también lo se y, por ello, quise ser testigo de este último peregrinaje. Simbólicamente, el vuelo de la mosca en un éter frío y revelador, ilustra un final anunciado. Los espío con cierta desfachatez, aferrándose a esos últimos minutos de vida antes de un adiós que, desde mi ausente cercanía, festejaré en ese silencio con el que me fue dado cargar en esta vida.

Señor afilador





No conozco su cara. No. Tampoco sé cómo viste. No podría decir con certeza si es usted joven o maduro en años. Mucho menos me se su nombre, o su apellido, o su apodo; no conozco su nacionalidad ni su lugar de procedencia. No recuerdo si mi familia ha precisado de sus servicios, o ha prescindido de los mismos ¿Ha cruzado usted alguna vez el umbral de esa casa que supo ser la casa de mi infancia? ¿Ha arrimado usted su bicicleta (porque ese es su preciado medio de transporte, ¿verdad?) contra el paredón blanco del chalet de la esquina de Tucumán y Paso, con ladrillos a la vista, ventanales grandes, balcones de begonias y magnolias al sol, garaje doble, patio pequeño y terraza? Puede que sí lo haya hecho.

¿Tiene usted registro de nuestras tijeras de costurería, de nuestros “tramontina”, y de las famosas y bien ponderadas “chairas”? (Nota del Redactor: Dícese, a mi entender, del cuchillo de carnicería de hoja de 30 cm., según la abuela Memé, a quien nunca llegué a preguntarle porqué lo llamaba así. Puede que sea un invento mío – es decir, una (re)creación del lenguaje heredada de mi madre- ; o puede tratarse de una palabra tomada de algún dialecto del sur de Italia; o, incluso, un concepto que supo construirse en el imaginario de mi hogar). En fin, ¿ha tenido usted el privilegio de afilar la “chaira” que solía colgarse detrás de la puerta de la cocina? Un minuto: ¿no es la “chaira” lo que utiliza usted para afilar? Ahora que lo pienso bien, creo que es eso mismo. Sí. Usted solía afilar los cuchillos de mango rojo oscuro de mi abuelo paterno ¿Cuánto ha cobrado por ese trabajo? ¿Cuánto solía cobrar por esos trabajos? Y en vistas a los aconteceres actuales, ¿se ha visto afectado su oficio por la cruel globalización? ¿Y qué me dice de la devaluación, de la recesión, eh?

¿Sigue usted teniendo los mismos clientes de hace ya quince o veinte años? Aquellos vecinos de cuadra que me vieron infinidad de veces arrastrar la bicicleta de mi hermana con ella arriba llegando con esfuerzo a los pedales, o yendo los sábados a la tarde a hacer los mandados a La Simbólica de mitad de cuadra? ¿Usted me recuerda en esos paseos? Creo que nunca nos cruzamos. No. Usted solía pasar por la cuadra a la hora de la siesta. Y esa hora, puede usted facilmente adivinarlo, era sagrada en la familia Catania.

Usted no podría reconocerme jamás. Y yo tampoco. Pero yo sí lo conozco. Conozco su voz, su llamado, su interpelación, su pedido, su súplica, su deseo, su insistencia. Podría jurar y perjurar que conserva usted la misma voz de siempre. El tiempo no ha afectado sus cuerdas vocales, por eso puede estarse tranquilo. Porque sí… su voz es ciertamente cristalina y claramente familiar, cercana, íntima. La misma se me ha grabado a fuego en la memoria, así como las tablas de multiplicar recitadas por mi maestra de quinto grado a coro con mis compañeritos de clase.

Pero, ¿es acaso su voz? ¿Es esa voz la misma de siempre? ¿Es usted el mismo de siempre? ¿O su voz es la de su hijo? ¿O quizás la de su nieto? Porque yo juro y perjuro que esa voz no ha cambiado en lo más mínimo. El llamado sigue siendo el mismo. El tono, el timbre, la intención, la entonación, la pronunciación. Hasta el eco sigue siendo el mismo. Yo me digo: o esa voz es la suya – si usted está vivo, claro está –, o es la de un familiar cercano que ha heredado su oficio. ¿Vio usted cómo el tono de voz, el timbre, se repite, se imita, casi a la perfección de generación en generación? A mi ese “¡afilador!”, seguido de ese característico chirrido o silbido o rugido que proviene de, a mi humilde entender, un instrumento de viento que bien podría ser una armónica o una ocarina, o qué se yo, se me hace igual, idéntico, al de hace unos quince o veinte años atrás. O más incluso. Porque se dice que tenemos memoria (no se si esta afirmación vale también para la memoria auditiva) a partir del año de edad ¿O es a los tres? No recuerdo bien. Pero su voz sí la recuerdo.

Su voz rebota endemoniadamente en mi cabeza los martes y jueves a las nueve y media de la mañana, aproximadamente. También suelo escuchar el eco de su llamado, el resonar (ya que no me encuentro físicamente ni en mi actual casa ni en la casa de mi infancia), los miércoles pasadas las dos de la tarde. Tienen que ser las dos porque ese era el horario en que mi abuelita Memé y María – la chica que hacía la limpieza en casa – solían mirar la novela de Grecia Colmenares. Esa que ya no pasan más, claro está. Por lo cual no se si pasa usted a las dos de la tarde, o a las tres, o a las cuatro. Como está todo de peligroso en los barrios, quizás ya ni siga pasando a esa hora. Pero en mi cabeza el eco de su “¡afilador!”, seguido del silbido intermitente, suena los miércoles después del almuerzo.

Los lunes no. Los lunes y viernes usted no trabaja, ¿verdad? ¿Recorre otros barrios esos dos días? ¿O trabaja usted en un local? Si es que es válida esta denominación en la jerga de su oficio. Sírvase bien corregirme, por favor. ¿O es que tiene que entregarle la bicicleta a un afilador colega? Porque no. Lunes y viernes usted no afila. Al menos no afila por el barrio. El barrio de mi infancia. ¿Quiere que le diga más? Los sábados usted es el accidental responsable de despertarme o despabilarme, tanto aquellas mañanas en las que me levantan los primeros rayos del sol, como aquellas en las que los mismos rayos me invitan a meterme en la cama. Debo confesarle, con cierto pudor, que hay mañanas en las que blasfemo su nombre (ese que no me se) y maldigo su cara (que tampoco conozco). Grito con rabia su oficio hacia mis adentros (sumado a un par de insultos de los más gastados). Lo ninguneo, lo bastardeo, lo aborrezco. Para luego volverme a dormir. Por esto le pido mis más sinceras disculpas, señor afilador. Porque reconozco y ennoblezco la importancia capital de su labor cada vez que mis “Tramontina Polywood”, por usted antes afilados, hacen lo suyo con una porción de carne asada, o de pollo a la parrilla un domingo al mediodía. O cuando el filo de la tijera de metal se desliza con suavidad y eficacia por sobre una tela de jean.

Se preguntará usted qué me ha convocado a escribirle, a dirigirme a usted. Ni yo misma lo se bien. Todo esto surgió por iniciativa de la profesora de un taller de escritura creativa al cual asisto. Y al mencionar la palabra “oficio”, yo pensé inmediatamente en usted. Y esto me retrotrajo a mi infancia, y una cosa lleva a la otra, ¿vio? Lo recordé a usted que
– parafraseando a Borges – es un afilador que, en verdad y en virtud, es todos los afiladores. Porque yo lo “conozco” y, por ende, conozco a todos los afiladores del mundo. ¿Es que existen colegas suyos en países como Bélgica o India, Corea del Norte o Irlanda? No lo se. Pero usted, mi afilador, es todos los afiladores.

Y eso que jamás podría reconocerlo en una fila de hombres haciendo la cola en un banco, o entre una parva de gente que viaja amontonada en el Roca en hora pico. Jamás podría reconocerlo. Nunca jamás. Pero su voz, su llamado... eso sí, claro que sí. Y estoy convencida, déjeme decirle, que en mi casa – ya no la de mi infancia ni la actual, sino mi casa del futuro – en unos diez años quizás – o menos, eso nunca se sabe a ciencia cierta –, en esos horarios y momentos en los que uno menos lo espera, lo recibiré en el umbral, usando un delantal, las manos manchadas de harina o huevo, con la “chaira” de la abuela en mano y, finalmente (¡sí, por fin!), conoceré su cara, señor afilador.

Con respeto y cariño,

AVC

Nacimiento



Ojos grises y pestañas larguísimas. Igual a las del padre. La nariz puntiaguda, herencia de la familia materna. Escaso pelo en la cabeza, esa pelusita brillante. El llanto como el de un gato bebé. Su cuerpecito aún rosado, y su temperatura tibia: regocijo en mi regazo.

- ¿Horario de nacimiento? – 23 horas

- ¿Peso?- 3, 500 Kg.

- ¿Medida? - 44 cm

- ¿Parto? – Natural

Buenos Aires en 100 palabras



Hay un rincón de esta ciudad que se me aparece en sueños. Donde se escucha el silencio en medio del bullicio, y un edificio en forma de cubo mágico y lleno de libros, le da sombra.

Hay una esquina por la que Borges no se atrevió a pasar… y yo tampoco. Hay un jacarandá enorme en medio de la avenida, que regala flores en primavera y cobija perros en invierno.

Hay un bar en la calle de los cines y teatros donde se pide café con leche y medialunas, y donde hay billar y caña para los visitantes de noches estrelladas.

Dadá II

Melancolía manía

Promesas leyenda

Noche de verde felicidad

Dios misterio

Juego caballero…

horror

Caperucita


C se prepara para ir a bailar en la que será su no primera vez en dieciséis años. Se mira al espejo mientras se pasa pacientemente la planchita de pelo regalo de quince de la tía G. Luego se abulta las pestañas con rimmel bien negro, negro noche, hasta dejarlas grumosas. Esta noche estrena el pintalabios que combina a la perfección con su esmalte de uñas rojo pasión, adquisición de una tarde de sábado en el “Boli Shopping” de Camino Negro. En la tele de la piecita de al lado, un travesti entrado en años canta Resistiré en Crónica. Y C tararea la ya pegadiza melodía.

“Llevate el saquito blanco de la Pame, nena, que a la vuelta levanta viento de tormenta”. El pedido de la madre interrumpe su canto.


“Ah, y haceme el favor de bajarte la pollera”, vuelve a exclamar desde la cocina, sin sacarse el pucho de la boca, mientras acuna al hermanito bebé de C quien la escucha a medias, con la puerta entreabierta de un baño lleno de vapor y olor a colonia barata, mezclado con fijador para el pelo. De mala gana, frente al espejo, la nena se baja la pollera roja de un tirón. Pero no hay caso. Baja la vista a su bajo vientre: o deja al descubierto su ombligo portador de piercing brillante, o exhibe sus suculentos muslos morenos. Opta por lo primero, mientras se coloca las manos en su estrecha cintura, arquea las cejas y observa hipnotizada sus enrojecidos labios no vírgenes. El largo pelo de brillante azabache cae suavemente por su espalda, haciéndole cosquillas. Juega a recogérselo en un rodete imaginario, para luego arrepentirse con un puchero de labios carnosos que regala al espejo. Lo vuelve a dejar caer, (sedoso como en las para ella lejanas modelos de Pantene) acariciándole la raya de la cola. Uno de sus dedos juega con la punta de su lengua tan no virgen como esa mismísima boca hecha para el crimen. Cierra los ojos pesados de rimmel negro y escucha distraída la voz de su madre, una voz que se hace cada vez más distante, sumergiéndola en un sonrojado ensueño…

“Tomate el 318 y bajate antes de llegar al puente, enfrente de los Evangelistas. No te bajes en la parada de la esquina de la casa de la abuela que están esos pibesfumapaco, Dios los libre y los guarde. Mejor que hagas una parada más, querida, mirá que es peligroso. Dejale a la abue esta bolsa con los mandados. Decile que le compré unos bifes y unos tomates para la ensalada, y que no se olvide de tomar la pastilla antes de irse a la cama. Sé buenita, dale, dejale todo en la cocina. Tomá, abrí con mis llaves que ahora le aviso que salís para allá.”

C sale del baño a las apuradas, mete un bollito de billetes de 5 pesos en una cartera negra y se pone los tacos. Decide cruzarse la carterita, marcando aún más sus turgentes pechos adolescentes. La madre le ata el saquito blanco a la cintura, “tapate el culo, nena, que si tu padre te ve así, te mata”. Le entrega la bolsa y, dándole un beso en la cabeza, vuelve a caer en la cuenta, como cada sábado a la noche, de que ya no es más una nena. Pero no puede evitarlo: “Llamáme cuando estés en la puerta. No te olvides, eh. ¡Ah! Y volvete en remis, mamita. Sino llamalo al Dani que te pase a buscar cuando salga de su turno.”

C sale de la casa chancleteando los tacos con hebilla de su hermana mayor, hasta que se acostumbra a la altura. Cierra la puerta y la voz de su madre al teléfono va quedando en el olvido, “Ahí va la nena, vieja. Te lleva todo. Sí… entra con mis llaves, quedate tranquila… sí… fijate que no se vaya más pintorrajeada de lo que salió de acá..."

Da vuelta la esquina. Los negocios de alrededor del cementerio de Lomas van cerrando sus puertas, y empieza a levantar una brisita de tormenta veraniega que le eriza los pelos del brazo. Llega a la parada del 318, luciendo su sugerente musculosa blanca y esa  minifalda roja, bajo una luna llena que ilumina su metro 63 con tacos. Delante suyo, una parejita se besuquea con mucho ruido y ella se inquieta levemente.

“¿Dónde dice que va la hermanitadelaPame?”, una voz que se asemeja a un aullido afónico le habla al oído. Se da vuelta y, en el momento en que lo hace, un bretel de la musculosa se desliza por su hombro desnudo. Un pibe alto y flaco, de unos veintitantos, fija la mirada en su generoso escote.
“¡Qué grandecita está la nena, eh! Vó no me conocé, soy amigo de tu hermana”. Se limpia una mano en su vaquero lleno de manchas de grasa y aceite, mientras que con la otra se acerca una botella de cerveza a la boca. C no puede evitar mirarle la entrepierna, una incómoda costumbre que tiene desde pequeña.

“¿Queré birra? ¿Dónde me decíque vá?”, le pregunta antes que C llegue a contestar la primera pregunta, cuya respuesta iba a ser un “no” sin un “gracias”.
“A lo de mi abuela”, le contesta en un suspiro, mirando de costado con aires de chica-grande interesante, mientras se acomoda torpemente el bretel caído.
“¡¿Así vestida?! ¿Qué dicen tus viejos que salgas así tan trolita y tan linda, nena?”, lanza una burlona carcajada dejando escapar un aliento dulcemente asqueroso.

C se da media vuelta esquivando su seductora y lasciva mirada. La chica de la parejita de adelante la mira con desgano, pero no hace ni dice nada. Su mirada habla por ella, “y sí, pendeja, si salís a la calle vestida así, bancátela.”

Llega el colectivo y suben los tres, dejando al muchacho alto, de rasgados ojos verdes y enormes rulos negros, ensimismado en la imagen del culo de C subiendo en cámara lenta al 318.

“Con la botella no subís pibe, no jodás”, le grita el chofer.

C ocupa el primer asiento que encuentra libre y, por la ventanilla, observa los ojos enfurecidos del extraño y su extasiada boca de lobo vorazmente hambriento. Se arrepiente de haber cruzado palabra con él, pero no puede no caer presa de una curiosa excitación fatal. A las pocas cuadras, vuelve a sentirse a salvo y se olvida de todo.

Pide parada en la esquina de la casa de la abuela, haciendo caso omiso a las palabras de su madre. Se siente a punto de explotar de una mezcla extraña de ansiedad y miedo. Se le tuerce el taco y putea por lo bajo, caminando cada vez más rápido. Abre la puerta.

“Abue, acá estoy. Te dejo la bolsa del mandado en la cocina”, se anuncia  al cruzar el umbral. El cuzquito blanco y negro está acurrucado detrás de la mesa ratona del teléfono.

“¿Qué le pasa al Pichi? Vení Pichi. Abue, ¿estás en el baño?" insiste C mientras alza al perrito que no deja de temblar. Está todo meado. Esta vez, la nena putea en voz alta mientras se dispone a secar el piso con un trapo rejilla. Su abuela no contesta.

La radio está sintonizada en el programa de cumbias correntinas que la abuela M escucha antes de cenar. A C le gustan esas canciones pero procura que los pibes del barrio no se enteren porque “en Poupèe no pasan esa mierda de provincia, ¿entendé?”. Ensaya unos pasitos de baile frente al espejo, mientras apoya la bolsa en la mesada de la cocina. Camina taconeando hasta la habitación de la abuela y una voz extrañamente familiar la sorprende por detrás:
“¡Qué culo más perfecto que tené, pendeja! Y esas tetas, por Dió, ¡qué tetas más grandes tené!”
Un par de manos enormes como garras, manchadas con aceite de taller, pero milagrosamente hechas a la medida de sus pechos, la cubren toda mientras el aliento a cerveza le pega en la nuca. Los dientes se hincan en el lóbulo izquierdo de C, quien se sobresalta y ruega con lágrimas que comienzan a asomarse,“¿Dónde está mi abuelita?"

El extraño le levanta la pollerita roja por detrás y la arroja a la cama matrimonial, sujetándola fuerte de su larga cabellera negra, mientras ella libera gritos de socorro y placer. Le apoya la pija grande y dura en su espalda, mientras recorre el cuello con una lengua áspera mezcla de cerveza y cigarrillo. El cuzco se trenza a la pierna del extraño cual perro cazador, pero el pibe alto y flaco se lo saca de encima de una patada, dejándolo a un costado, quejándose de dolor.
 “Así te quería tener, pendejita”, le susurra al oído mientras manosea su preciado culo con una mano y comienza a quitarle el corpiño de encaje rojo con la otra.

“¿Dónde está mi abuelita? ¿Qué le hiciste?”, grita C con todas sus ganas pero, curiosamente, sin ejercer resistencia. Contiene las lágrimas, y se entrega de a poco.
“A tu abuelita me la comí, nena. Sí, me la devoré. Estaba bien rica, aunque seguro tu conchita está más jugosa y mojadita. Dejame que…”

“¡Nenaaaaaa!, ¡¿qué estás haciendo?! ¡Me podes decir qué estás haciendo!” La puerta del baño se abre de un golpe. El bebé desborda en llanto al unísono con el grito de la madre que lo carga en brazos, parada boquiabierta en la puerta del baño . El vapor y el sopor dejan entrever el cuerpo redondeado de C frente al espejo, retorciéndose de desvergonzado placer, sus ojos de rimmel corrido entrecerrados y los dientes presionando suavemente sus carnosos labios. Los cachetes se sonrojan cada vez más, mientras sus uñas rojo pasión se mueven sincrónicamente en esa oscura humedad adolescente. Su ombligo brillante queda al desnudo y sus muslos morenos se contraen en violentos espasmos.

“¡Pero a vos te parece! ¡Dónde se vió algo así! Y después salis a la calle vestida como una puta. Vos no salís nada hoy, nena, no te vas un carajo”. Le pega un cachetazo en el culo que la dispara del baño a la piecita de al lado, mientras Zulma Lobato sigue cantando en Crónica y los pibes del barrio salen para ir a bailar.

In Memoriam





Dicen los que dicen saber (y los que dicen creer) que al momento de morir, imágenes de nuestra vida se suceden a modo de flashback, como retrospectiva de aquellas situaciones más trascendentes, de aquellos recuerdos placenteros, y de los no tanto. Hay quienes se refieren a un túnel que conduce a un enceguecedor haz de luz; también he leído por ahí acerca de una supuesta montaña rusa que a velocidad cósmica nos dispara al silencio más ensordecedor. Y es entonces cuando aparece en sus bocas la palabra “Paz” o “Dios” o, incluso, “Nirvana”, como si todos supiésemos muy bien de lo que estamos hablando. Yo no soy creyente. No. Pero la mitad de mi vida ha transcurrido en salas de cine, por lo cual la teoría cinética del flashback de imágenes con banda de sonido incluida, me resulta mucho más atractiva y familiar. Es imposible saber a ciencia cierta qué escenas de sus días se le proyectaron a Fermín al momento de su deceso. Pero cuando su octogenaria madre, Etelvina García de Silveyra, me comunicó la mañana del miércoles que el lunes 5 a las 17:42, Fermín Ricardo fallecía a los cincuenta y nueve años de edad de una insuficiencia pulmonar luego de una semana de agónica espera en el Hospital Municipal de Rojas, por mi aún dormida mente se agolparon una serie de fotos en movimiento de esos quince años en los cuales ambos compartimos el mismo escenario, la misma escenografía y la misma música.

Fermín llegó a la estancia de mi padre, Juan Eduardo O `Farrell, cargando sus recién estrenados dieciséis junto a un viejo bolso de cuero que aún conservaba el polvo rojo de su tierra misionera. En ese entonces yo tenía doce (pero simulaba unos tres o cuatro más) y casi que lo doblaba en altura (o al menos esa era mi percepción). Recuerdo la gracia que me hacía su tonada provinciana, así como su costumbre mañanera de tomar mate reclinado contra las hornallas; la curiosidad que me despertaba su piel curtida por el sol y ese pelo lacio y negro que no dejaba de crecer, y que mi madre insistía en cortar las noches de luna menguante.

Mi juego preferido comenzaba religiosamente pasadas las cuatro de la tarde (al regresar de la escuela) cuando me disponía a espiarlo, desde una lejana cercanía, arrear las ovejas, ordeñar las vacas, y limpiar los establos, manteniendo en todo momento una envidiable celeridad (que lejos estaba de mi carácter ansioso e inquieto), como si se tratase de una ceremonia sagrada que yo osaba interrumpir con mi impertinente presencia. De ahí que Fermín no pudiera evitar hacerme partícipe de su rutinario ritual en un pacto secreto que hicimos bajo el único ombú de la estancia, en el cual me nombrara su mano derecha y cómplice. Lo mantuvimos velado hasta el momento en que los cayos en mis manos y mi cada vez más pobre rendimiento escolar lo hicieron evidente. Por mi parte, logré convertirlo a regañadientes en discípulo fiel, introduciéndolo en el realismo mágico de Quiroga, cuyos cuentos lo hacían soñar despierto con su litoral natal. E incluso llegué a enseñarle algunas frases políticamente correctas (y otras no tanto) en la lengua de Joyce.

Fermín trabajó para mi familia durante quince años, siendo testigo del nacimiento de mis hermanas mellizas, María Isabel y Guillermina; de la temprana muerte de mi madre, Victoria Iraola de O` Farrell; del casamiento de Eduardo Augusto, mi hermano mayor; y del mío propio (a mis escasos e inexpertos veintiséis) con René Cullen, quien me llevara a radicarme en tierras extranjeras por espacio de diez años. Durante ese tiempo de exilio obligado, nos intercambiamos esquelas: Fermín solía describirme con cuidada precisión la sucesión de días de trabajo solícito en Rojas (ahora en la estancia de los González Iraola, primos hermanos de mi madre), mientras que por mi parte lo deleitaba con mis andanzas de esposa no tan solícita de prestigioso director de cine francés, al otro lado del vasto océano.
 Fermín dejó la estancia cuando los chicos nos habíamos hecho inevitablemente grandes, y cuando la terrible sequía del `76 obligara a mi padre a abandonar la utópica idea de vivir de la soja y radicarse, muy a su pesar, en el departamento de Belgrano R. El viejo O `Farrell siempre remarcó el temple y la firmeza de Fermín, y solía ufanarse de tener el peón más hábil al momento de domar potros y cultivar los higos más sabrosos de la Pampa húmeda.
 A la avanzada edad de treinta y dos, Fermín contrajo nupcias con Mercedes, una joven oriunda de Santa Rosa, que rasguñaba los veinte, y a quien conociera en la estancia de los González Iraola. Fue ella su única compañera, a falta de aquellos hijos que nunca llegaron, y quien se mantuvo estoicamente a su lado hasta los últimos días. La conocí en el año `87 en un viaje relámpago que realicé a Rojas para tasar los últimos lotes de tierra de la estancia de mi padre, recientemente fallecido. Ese fue el día en que visité a Fermín, y en el cual, muy a pesar del cariño que nos sentíamos, nos desconocimos por completo (veinticinco años de vida adulta suelen oscurecer más de lo que puedan llegar a iluminar), hasta el momento exacto en el que el fluir de anécdotas e historias compartidas, mate mediante, nos volvieron a convocar y a reencontrar.

Fue él mi único amigo en tiempos de adolecer y descubrir: brillantes, inocentes, vírgenes, despreocupados, como aquellas tardes de siesta de besos robados bajo la sombra del gran ombú de la estancia.

Silveyra, Fermín Ricardo, q.e.p.d, falleció el 5-10-2009. Teresa O `Farrell de Cullen despide a Fermín con gran tristeza.