30 abr 2010

In memoriam (Alejandra Pizarnik)





He tenido muchos amores –dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos (Alejandra Pizarnik)

¡Ay, Alejandra! Yo, al igual que vos, no recuerdo cómo ni cuándo nació mi fijación por los espejos. Se que tuvo diferentes momentos. Pasó de la etapa hedonista adolescente a huir asustada de la propia imagen, hasta alcanzar su antípoda de la madurez que responde al mandato socrático “conócete a ti mismo”. Pienso en esa terrible manía de buscar en mi reflejo alguna pista acerca de mi yo. ¿Yo soy…

… mi boca?  Señal de pieles recorridas con labios y saliva, de texturas, sabores y formas de deliciosos manjares que se aglutinan en ella toda. Puerta de salida de la Palabra, de invocaciones, versos, susurros, suspiros, sonrisas, gemidos y jadeos que provienen de mi oscura y ronca garganta. Pero también, vía de escape de plegarias, lamentos, quejidos y sollozos, hasta abandonarse en el más puro silencio donde dejarse decir.
… mis orejas? Guarida de secretos que huyen y confesiones que vienen a quedarse; de voces que impactan por vez primera o regresan como el rumiar del viento; de ecos que resuenan presencias y ausencias; de músicas antes jamás oídas y por siempre amadas. Pero hueco también de la herida que se clava como un cuchillo en la memoria, del vértigo, del desequilibrio, y de la muerte que nos murmura al oído.
…mis manos? Santuario donde percute lo que pasó, lo que va pasando, y lo que pasará. Cuna donde ha dormido la sal del mar, la savia de las hojas, la delicada gota de lluvia, el sudor de la mano amiga, el cosquilleo de la pluma, el lomo peludo de mis gatos, así como los sueños y las esperanzas todas.
… mi cuello? El tótem familiar, donde cada historia vivida y sangrada se repliega en cada vértebra. Donde se estrangulan los miedos, los caminos andados y desandados, las desdichas, los desencuentros, las cargas, las fuerzas, y las nadas. La reminiscencia y el recuerdo de ser quién fui y quién vengo siendo desde ayer y desde hace siglos, inexorable e insalvablemente.
…mis mejillas? Senderos por donde resbalan las mil y un lagrimas mudas. Peñascos que se elevan ante las mil dos carcajadas furtivas. Muralla donde se astillan besos y mordidas, pero donde también impacta la palma de la mano o ametralla el tornado ante la soberbia, el orgullo, y la ira.
…mi piel? Mapamundi de pliegues, de formas cóncavas y convexas que responden al contoneo del tiempo y el espacio. Tela que recubre cavidades que son huellas hechas de luces y sombras, y variados claroscuros. Metros de varios deseos mudos, y otros cantados; de fisuras y desgarraduras que conforman rostros y nombres. Surcos donde la noche desanuda su bagaje.
… mis ojos? Persiana de intimidades que se revelan a media luz. El vaivén de un gong que va de la candidez y la transparencia, a la más pavorosa, pero genuina, extrañeza. Islas gemelas donde encuentra hogar el alma del otro, pero donde también naufragan las esperas y las angustias. Ventana que abre de par en par las infinitas posibilidades del ser.

Un trabajo como cualquier otro

Le habían encargado una tarea simple y concreta, y debía ejecutarla con la mayor precisión y eficacia posible. Una tarea limpia y fina. Tampoco es que fuese la primera vez, con lo cual la técnica y el procedimiento operaban en él de modo mecánico y certero. A sabiendas, lo esencial era no dejar ni el más mínimo detalle librado al azar. Tampoco es que contase con demasiadas variables a tener en cuenta, ya que todo el proceso previo estaba a cargo de su jefe, el señor P., y, a decir verdad, a él tampoco le representaba mayor diferencia. Por el contrario, prefería saber lo justo y necesario para llevarla a término exitosamente.
Al fin y al cabo, este era un trabajo como cualquier otro, en el cual cumplir horarios, respetar el protocolo, brindar el servicio deseado, reportarse, para luego volver a casa, encender la televisión y tomarse una cerveza bien fría en el sillón del living. Se trataba de un trabajo discreto, podría decirse, el cual encajaba a la perfección con su carácter inconspicuo y sobrio. Preguntaba poco, generaba confianza y, de esta manera, cumplía con las expectativas de su jefe, sin planteos ni cuestionamientos. Para ello lo habían contratado, ni más ni menos. Un trabajo que venía a resarcir la seguidilla de ocupaciones nefastas que le habían tocado en suerte durante los últimos años. Y, ante todo, la paga superaba ampliamente sus necesidades. En lo que a él respecta, debía limitarse a leer y analizar la escueta información que le proveía el señor P. con una semana de anticipación, trazar un simple plan de acción en el cual considerar las circunstancias y asegurarse un modus operandi rápido, efectivo y, sobre todo, prolijo.
Esa día, como de costumbre, amaneció en su casa del conurbano. Se dirigió a la estación de trenes a diez cuadras de distancia, luciendo su único e impecable traje negro, que se aseguraba tener listo el día anterior. Su jefe se encargaba de los gastos de tintorería, lo cual ya era una ventaja. Cargaba un portafolio de cuero negro, de tamaño mediano, haciendo juego con un par de zapatos en punta. Ambos de marca italiana. Como era de esperar, se trataba de una regalía del oficio. Podríamos inferir que su aspecto causaba cierta curiosidad en el resto de los pasajeros, en su mayoría obreros o empleadas domésticas que vivían en su mismo barrio y viajaban a la capital en el tren de las siete. Sin embargo, hasta en semejante escenario, su presencia pasaba completamente desapercibida. O, al menos, nadie demostraba lo contrario. Viajó sentado, como de costumbre, hasta llegar a la tercera estación en la que debió cederle el asiento a una joven embarazada. El resto del trayecto sucedió sin mayores imprevistos.
Llegó puntual a la estación central y, tras cruzar la plaza, se subió a un ómnibus de línea que atravesaría el sur de la capital con bastante demora y dificultad. Sin embargo, cinco minutos antes de lo pautado ingresó al garaje de la calle Perón donde lo esperaba otro empleado. Se saludaron y tras cruzar unas breves palabras, este último le entregó las llaves del Sedan negro allí estacionado. El auto olía a limpio y los asientos de cuero brillaban por el lustre. El reloj marcaba las 8:47. Asintió hacia sus adentros, reasegurándose que todo venía desarrollándose según lo esperado. Encendió la radio y, en lugar de sintonizar el dial que solía escuchar por las mañanas, decidió darle una oportunidad al disco compacto. Lo pausó dos minutos después de ver que se trataba de un concerto de piano, el cual coincidía con los, según él, extravagantes gustos de su jefe. Aún sin conocerlo en demasía, había podido reconocer en éste un curioso interés por la música clásica y las delicatessen de origen francés que debían de ser gentilezas de sus exclusivos clientes. 
Antes de llegar a mitad de cuadra, detectó un lugar libre donde estacionar, intención que se vio coartada por el hecho de que un auto pequeño se cruzó delante del suyo, logrando ocupar con soltura y sin permiso dicho espacio. La situación le produjo cierto malestar e incomodidad. Sin embargo, al continuar la marcha, no pudo evitar, a través del espejo retrovisor, la imagen de una mujer alta, levemente desgarbada, de larga cabellera rubia al viento, trepada a 15cm de altura, vistiendo una sugerente minifalda gris, bajar del auto azul de origen japonés. La escena se le antojó en cámara lenta y quedó impactado por semejante anónima belleza. Se sintió disperso, algo que pocas veces solía sucederle. Ansioso, inquieto. Recordó en un suspiro la última vez, hacía ya muchos años, que había tomado a una mujer en sus brazos. Incluso pudo percibir a lo lejos el perfume que se desprendía de su cuello, el cual le trajó reminiscencias de aquella última amante. A los pocos segundos, se obligó a volver en sí: no podía darse el lujo de perder tiempo. 9:17. Cada segundo valía oro y nadie mejor que él para hacer semejante aseveración. El semáforo lo detuvo. Un minuto menos, se dijo para sus adentros. En la cuadra siguiente, logró encontrar un espacio libre donde estacionar. Retomó la calma y repasó mentalmente los pasos a seguir, el tiempo, las distancias a recorrer, y otros detalles no menores.
Bajó del auto, cruzó la calle, se acomodó la corbata de seda y sostuvo con firmeza el portafolio negro. Caminó con pasos largos hacia el edificio de mitad de cuadra, una moderna estructura que opacaba al resto de las edificaciones grises y mal conservadas de ese lado de la ciudad. Una vez en el lobby, se dirigió al portero de la mesa de entrada, enseñándole a lo lejos, con sobrada seguridad, una credencial plastificada. Llegó al ascensor del fondo. Y una vez allí, una parva de oficinistas se abalanzó en su interior, dejándolo sumido en sus pensamientos. Ciertamente la situación de minutos atrás lo había desviado, descolocado. El segundero de su reloj pulsera vibraba a la par de sus latidos y esta vez no pudo disimular el sudor en sus manos. Decidió tomar la escalera, algo que ciertamente hubiese preferido no hacer. Sin embargo, el tiempo apremiaba. 9:26. Una vez llegado al segundo piso, tocó el timbre; con la certeza de lo que sucedería a continuación. Nada que fuese muy distinto al mecanismo de avanzada precisión de un reloj suizo. Algo que había realizado muchas más veces de lo imaginado. 9:29.
Sin preludio, sin anuncio, sin el más mínimo contacto visual, la puerta se abrió y se oyó el silente disparo. 9:30. De esta forma, consumaba la tarea que se le había asignado. Un trabajo limpio, preciso, certero, realizado con calculada frialdad. Lo único que no llegó a calcular jamás,  fue el cuerpo de una mujer alta y desgarbada, de larga melena rubia, vistiendo una sugerente minifalda gris, desplomarse bajo el marco de la puerta 211.

17 abr 2010

Biografía a 9 manos/ voces

Ana Victoria Catania nació un día de mediados de octubre del año 1977 en el barrio porteño de La Boca. Hija de un comerciante de electrodomésticos, de origen napolitano, y de una costurera oriunda de un pueblo del sur de Polonia, realizó sus estudios primarios y secundarios en escuelas barriales, donde compartió el aula con algunos alumnos que a la postre y, al igual que ella, se convertirían en destacados representantes del mundo artístico local e internacional. Ya de muy niña, Ana Victoria, encandilaba a sus docentes con sus manifestaciones artísticas frente a todo el alumnado. Sus largas e intrincadas trenzas y su notable aspecto varonil, producían una combinación muy llamativa para la audiencia de sus espectáculos.
Siempre mascando chicle desfachatadamente, luciendo sus habituales jeans gastados y agujereados, empezó a escalar posiciones dentro de la escena local hasta convertirse en una verdadera comediante. La televisión no era su medio, así que influenciada por su pater napolitano, decidió audicionar para un comercial radial, del cual fue elegida para interpretar la famosa voz croquelada del ¨Fumar es perjudicial para la salud¨.
Ella no podía creer en su suerte. Se preguntaba, ¿cómo una frase tan simple la había llevado a dar el gran salto? Anteriormente, había recitado a todos los clásicos de memoria, con interpretaciones dignas de admiración por parte del entorno artístico. Había trabajado con pasión y esmero para convertirse en una gran actriz dramática. Pero, sorpresivamente, la fama había llegado de la mano de una publicidad que el gobierno de la ciudad lanzara con el fin de instaurar la ley que prohibía fumar en espacios cerrados. Al principio, trató de autoconvencerse que esto la ayudaría a darse a conocer; pero cuando se percató que sólo era convocada para decir, con su particular voz: Fumar es perjudicial para la salud, comenzó a caer en una profunda crisis depresiva.
Sus compañeros no sabían cómo contenerla, y cayeron en la cuenta que este era un caso de ayuda profesional el día en que llamaron a su casa y, al contestar el teléfono, ella pronunció la terrible y fatídica frase: Fumar es perjudicial para la salud. Y esto no es todo. Sino que además, comenzó a reproducir mecánica e incesantemente slogans de todo tipo, tales como ¨poderoso el chiquitin¨, el cual repetía al cruzarse niños por la calle. Sus hermanos mayores decidieron que lo mejor para ella sería entrar en una institución ¨amigable¨ donde la ayudarían a superar el karma de los slogans. Un 16 de septiembre de principios del 2000, ingresó en la sala 4 del Hospital Borda, donde viviría los que serían los siete años más felices de su vida. En la radio apodada ¨La Colifata¨, la cual transmitía desde el nosocomio, Ana se destacó desde el comienzo. Hasta el día en que Lalo Mir, prestigioso locutor de radio, la escuchó y la invitó a sumarse a su programa matutino como columnista. De ahí en más despegó definitivamente, a punto tal que destronó a todos los cómicos del Stand Up porteño. Hasta la trágica noche del bicentenario a la que había sido invitada: creyéndose Alfonsina Storni, la humorista treintañera originaria de La Boca se ahogó en el inodoro del edificio de la esquina de Callao y Riobamba, donde 800 personas habían concurrido sólo para ella.