Le habían encargado una tarea simple y concreta, y debía ejecutarla con la mayor precisión y eficacia posible. Una tarea limpia y fina. Tampoco es que fuese la primera vez, con lo cual la técnica y el procedimiento operaban en él de modo mecánico y certero. A sabiendas, lo esencial era no dejar ni el más mínimo detalle librado al azar. Tampoco es que contase con demasiadas variables a tener en cuenta, ya que todo el proceso previo estaba a cargo de su jefe, el señor P., y, a decir verdad, a él tampoco le representaba mayor diferencia. Por el contrario, prefería saber lo justo y necesario para llevarla a término exitosamente.
Al fin y al cabo, este era un trabajo como cualquier otro, en el cual cumplir horarios, respetar el protocolo, brindar el servicio deseado, reportarse, para luego volver a casa, encender la televisión y tomarse una cerveza bien fría en el sillón del living. Se trataba de un trabajo discreto, podría decirse, el cual encajaba a la perfección con su carácter inconspicuo y sobrio. Preguntaba poco, generaba confianza y, de esta manera, cumplía con las expectativas de su jefe, sin planteos ni cuestionamientos. Para ello lo habían contratado, ni más ni menos. Un trabajo que venía a resarcir la seguidilla de ocupaciones nefastas que le habían tocado en suerte durante los últimos años. Y, ante todo, la paga superaba ampliamente sus necesidades. En lo que a él respecta, debía limitarse a leer y analizar la escueta información que le proveía el señor P. con una semana de anticipación, trazar un simple plan de acción en el cual considerar las circunstancias y asegurarse un modus operandi rápido, efectivo y, sobre todo, prolijo.
Esa día, como de costumbre, amaneció en su casa del conurbano. Se dirigió a la estación de trenes a diez cuadras de distancia, luciendo su único e impecable traje negro, que se aseguraba tener listo el día anterior. Su jefe se encargaba de los gastos de tintorería, lo cual ya era una ventaja. Cargaba un portafolio de cuero negro, de tamaño mediano, haciendo juego con un par de zapatos en punta. Ambos de marca italiana. Como era de esperar, se trataba de una regalía del oficio. Podríamos inferir que su aspecto causaba cierta curiosidad en el resto de los pasajeros, en su mayoría obreros o empleadas domésticas que vivían en su mismo barrio y viajaban a la capital en el tren de las siete. Sin embargo, hasta en semejante escenario, su presencia pasaba completamente desapercibida. O, al menos, nadie demostraba lo contrario. Viajó sentado, como de costumbre, hasta llegar a la tercera estación en la que debió cederle el asiento a una joven embarazada. El resto del trayecto sucedió sin mayores imprevistos.
Llegó puntual a la estación central y, tras cruzar la plaza, se subió a un ómnibus de línea que atravesaría el sur de la capital con bastante demora y dificultad. Sin embargo, cinco minutos antes de lo pautado ingresó al garaje de la calle Perón donde lo esperaba otro empleado. Se saludaron y tras cruzar unas breves palabras, este último le entregó las llaves del Sedan negro allí estacionado. El auto olía a limpio y los asientos de cuero brillaban por el lustre. El reloj marcaba las 8:47. Asintió hacia sus adentros, reasegurándose que todo venía desarrollándose según lo esperado. Encendió la radio y, en lugar de sintonizar el dial que solía escuchar por las mañanas, decidió darle una oportunidad al disco compacto. Lo pausó dos minutos después de ver que se trataba de un concerto de piano, el cual coincidía con los, según él, extravagantes gustos de su jefe. Aún sin conocerlo en demasía, había podido reconocer en éste un curioso interés por la música clásica y las delicatessen de origen francés que debían de ser gentilezas de sus exclusivos clientes.
Antes de llegar a mitad de cuadra, detectó un lugar libre donde estacionar, intención que se vio coartada por el hecho de que un auto pequeño se cruzó delante del suyo, logrando ocupar con soltura y sin permiso dicho espacio. La situación le produjo cierto malestar e incomodidad. Sin embargo, al continuar la marcha, no pudo evitar, a través del espejo retrovisor, la imagen de una mujer alta, levemente desgarbada, de larga cabellera rubia al viento, trepada a 15cm de altura, vistiendo una sugerente minifalda gris, bajar del auto azul de origen japonés. La escena se le antojó en cámara lenta y quedó impactado por semejante anónima belleza. Se sintió disperso, algo que pocas veces solía sucederle. Ansioso, inquieto. Recordó en un suspiro la última vez, hacía ya muchos años, que había tomado a una mujer en sus brazos. Incluso pudo percibir a lo lejos el perfume que se desprendía de su cuello, el cual le trajó reminiscencias de aquella última amante. A los pocos segundos, se obligó a volver en sí: no podía darse el lujo de perder tiempo. 9:17. Cada segundo valía oro y nadie mejor que él para hacer semejante aseveración. El semáforo lo detuvo. Un minuto menos, se dijo para sus adentros. En la cuadra siguiente, logró encontrar un espacio libre donde estacionar. Retomó la calma y repasó mentalmente los pasos a seguir, el tiempo, las distancias a recorrer, y otros detalles no menores.
Bajó del auto, cruzó la calle, se acomodó la corbata de seda y sostuvo con firmeza el portafolio negro. Caminó con pasos largos hacia el edificio de mitad de cuadra, una moderna estructura que opacaba al resto de las edificaciones grises y mal conservadas de ese lado de la ciudad. Una vez en el lobby, se dirigió al portero de la mesa de entrada, enseñándole a lo lejos, con sobrada seguridad, una credencial plastificada. Llegó al ascensor del fondo. Y una vez allí, una parva de oficinistas se abalanzó en su interior, dejándolo sumido en sus pensamientos. Ciertamente la situación de minutos atrás lo había desviado, descolocado. El segundero de su reloj pulsera vibraba a la par de sus latidos y esta vez no pudo disimular el sudor en sus manos. Decidió tomar la escalera, algo que ciertamente hubiese preferido no hacer. Sin embargo, el tiempo apremiaba. 9:26. Una vez llegado al segundo piso, tocó el timbre; con la certeza de lo que sucedería a continuación. Nada que fuese muy distinto al mecanismo de avanzada precisión de un reloj suizo. Algo que había realizado muchas más veces de lo imaginado. 9:29.
Sin preludio, sin anuncio, sin el más mínimo contacto visual, la puerta se abrió y se oyó el silente disparo. 9:30. De esta forma, consumaba la tarea que se le había asignado. Un trabajo limpio, preciso, certero, realizado con calculada frialdad. Lo único que no llegó a calcular jamás, fue el cuerpo de una mujer alta y desgarbada, de larga melena rubia, vistiendo una sugerente minifalda gris, desplomarse bajo el marco de la puerta 211.