19 jul 2010

Funeral (primera voz)



Lo observo metido ahí dentro. En ese cajón de madera tan frío, estrecho y artificial como él resultó ser. Y pensar que hasta hace un poco más de 48 horas este hombre se me hacía el salvador de todos los sueños truncos de mi vida de adulta, de mis ilusiones fallidas; así como el sanador de las heridas del pasado, y la cura de los sinsabores del presente. Aquel mismo que a mis cincuenta y pico me hacía soñar despierta con cada historia de sus viajes por el mundo, con cada promesa de un futuro juntos en quién sabe qué rincón del planeta. Aquel que me abriese una ventana hacia otras realidades, que tiempo atrás fuesen meras fantasías para una mujer como yo, una simple pueblerina excedida en años pero aún virgen en ciertos terrenos ¿Cómo no habría de caer rendida ante su andar de caballero, su mirada de galán de telenovela, sus elegantes modales de hombre de ciudad, su cantar porteño al hablar, mezcla de sofisticación y desparpajo? ¿Quién podría culparme de haberme enamorado de sus poemas de Neruda recitados al oído, o de las rosas amarillas que religiosamente me enviaba cada quince días, el día previo a su llegada desde el otro lado del río; desde el otro cercano, pero para mi remoto, lado del río? Qué paradoja haber debido cruzarlo hoy para estar aquí.
La gente a mi alrededor deberá estar preguntándose quién es esta mujer ante el cajón parada y conteniendo las lágrimas. Probablemente se estén preguntando de dónde ha venido, luciendo ese sencillo solero de verano (el único pasable que encontré en el ropero, ya que los que él alguna vez me regalase, aquellos vestidos y polleras de marcas de Shopping, fueron a parar al incinerador). Poco me importa lo que piensen los demás. La gente siempre será libre de pensar y decir lo que quiera. Como nada me importó que mi familia se opusiera a nuestra relación, haciéndome llegar comentarios sarcásticos y mal intencionados. Pensamientos del tipo, ¿qué puedo haberle visto un tipo así a ella? No puedo negar que esa misma duda me invadió a mi al principio, ¿qué pudo haber visto en mi un hombre a quien superaba en casi una decena de años, un hombre con un título bajo el brazo, con millas y experiencias andadas? Sin embargo, ¿cómo evitar entregarse a la ilusión del amor en boca de un experto encantador? Y qué decir de las intensas caricias prodigadas por esas suaves y finas manos que dejaban en el olvido las toscas manos de mi difunto marido, que Dios lo tenga en la gloria.
¿Quién diría algo en mi contra? ¿Quién podría alguna vez juzgarme? Aunque se que a mi vuelta todos me reprocharán con la soberbia de los que nada entienden: “te lo advertimos”, o “deberías haberlo sabido”. Aún recuerdo las palabras de la tía Angélica la noche de aquel carnaval en que se lo presentase a mi familia: “Este gringo me huele mal”. Para ese entonces, la tía solía soñar con ratas, y decía que eso era de mal agüero, que significaba traición en puerta ¡Qué lejos estaba yo de creer algo así! Paparruchadas de vieja, pensé. Y mi corazón siguió inundándose de placer y de amor, con cada encuentro en principio furtivo, para luego devenir en convivencias de una semana cada quince días: lloviera o diluviara, bajo el sol abrasador del verano o ante las primeras heladas de los inviernos de junio y julio. Semana tras semana. Mes tras mes. Y así cinco años transcurridos. Noches enteras, de luna llena y de luna nueva, en la que me entregaba a sus protectores brazos hasta quedarme dormida con el fluir de sus hipnóticas palabras ¡Qué ilusa fui, Dios mío!
Y en este preciso momento, te hablo a vos. Sí, a vos ahí dentro. Al de esa develada falsa sonrisa (que ni el maquillaje de la muerte puede disimular), la cual alguna vez me haya parecido sincera. Y todo esto me provoca arcadas, me da un asco terrible, un asco visceral, que en nada se compara a lo que sucedió la mañana de dos días atrás. Luego de hacer el amor, y sin que llegara a cebarte unos mates, saliste a correr por la plaza, como era tu costumbre cada último día en casa. Costumbre que siempre odié en secreto, ya que te suplicaba sin palabras que nuestro abrazo matutino durara lo suficiente para hacer la vigilia de quince días de espera más tolerable, más masticable. Sin embargo, esa mañana en particular (esa salvífica mañana del adiós) no reproché tu estúpida rutina, no me pesó ni me dolió en lo más mínimo. Te besé suavemente en los labios (¿recordás?) con el mismo amor y la misma dulzura de siempre, a pesar de la silenciosa desgarradura que venía quemándome desde hacía un día, sin que vos nada supieras. Estaba convencida que cruzar esa puerta, llegar hasta la esquina, doblar a la derecha en dirección a la plaza, era lo que bastaba para que sacaras el teléfono celular del bolsillo de tu campera deportiva e hicieras ese imperioso llamado. Marcarías, pues, el número de ella, y le dirías a la distancia las mismas cosas que a mi, aunque tal vez otras. Las mismas promesas y las mismas excusas ¿Quién sabe? Poco importa. Lo que sí importa es que esa mañana en particular, al despedirte de mi, jamás sospechaste que  las pastillas que habías tomado la noche anterior (aquellas que el médico te recetara tras tu último pico de presión), eran simples placebos que horas después dejarían de darle cuerda a tu egoísta, calculador, frío y manipulador corazón.

Besugo

Che, tengo un plan.
- ¿A ver cuál, sabelotodo?
- Shhh, baja la voz que se escucha todo acá.
- Bueno, dale… a ver, largá, loco
- Vos le subís la bandeja con la comida, y le das charla hasta que se quede dormido.
- ¿Y de qué carajo se supone que le hable, eh?
- ¡Qué se yo!… Del mundial: qué cagada lo de Argentina; del Bailando por un sueño: que qué huevón Fort, que qué ojete tiene Pampita; de los putos que se ahora se quieren casar.
- ¿Vos me estás cargando, chabón?
- ¿Qué tiene de malo? Si todos se enganchan con esas pelotudeces. Y más los viejos. Y vos tenés pelotudeces de sobra en esa cabeza podrida tuya.
- ¡Callate! Dejá de decir pavadas.
- ¡Ah, guarda, que ahora el señorito se hace el inteligente, el intelectual! ¡Andá!
- Bueno, vivo de América… Entonces llevale VOS la comida, y hablale VOS del culo de Pampita. Al fin y al cabo, es TU abuelo, no el mío, chabón.
- ¡Por eso, boludo! Vos vas onda de anzuelo, y yo entro después…
- ¿Después cuándo?
- Después cuando se duerma. ¿Estás sordo, che? ¿No escuchaste lo que te acabo de decir?
- ¿Y cómo estás taaan seguro de que se va a quedar dormido inmediatamente después de comer?
- ¿Vos sos imbécil o te hacés? No viste el calor de mierda que hace en este pueblo del orto. El viejo come el pollito hervido y las verduritas que le prepara Mari. Y después se duerme una siesta así de toque. En un abrir y cerrar de ojos.
- ¿Cuánto es de toque? Porque yo no se cuánto tiempo le pueda dar charla de fútbol, de Tinelli, de los putos… ¡que se me agotan los temas rápidos, chabón! ¡No estoy para el programa de Rial, che!
- Vos dejalo que morfe tranquilo y dale charla que se cansa rápido. Unos diez o quince minutos. Y se te queda dormido como un bebé.
- ¿Y si no me quiere hablar? ¿Y si me dice que salga de la pieza? ¿Y si sospecha algo? ¿Entonces qué, eh?
- Te va a hablar, tranquilo. Si hasta habla con las paredes el viejo. Después se cansa de darle a la lengua y empieza a roncar. Llevale un faso para que se fume después de comer.
- No tengo ninguno, chabón ¿O no te acordás que te los fumaste vos ayer? Me bajaste todo el atado, vivo. Y ni un peso pusiste.
- ¿Querés que vayamos a comprar fasos y birra, eh? ¿Querés o no?
- Sí, obvio, boludo. Que no se aguanta más estar metido entre estas cuatro paredes con 40 grados a la sombra ¡Que esto parece el infierno! Salvo por la puta de tu prima que se pasea en bolas por la casa.
- ¡Callate, pajero! Deja de boludear y hacé lo que te digo, ¿querés?
- ¿Y vos qué, a ver? ¿Vos qué?
- Yo te espero en la pieza de al lado. Cuando vos dejas de hablar, me meto y…
- Mejor te tiro una palabra clave ni bien vea que se quedó palmado. Y ahí entrás.
- ¡Al fin! Algo tenés en esa cabezota tuya. Tantas pajas en tu vida por no ponerla no te hicieron nada mal, eh. ¡¿Qué me cuentan?!
- ¡Callate, boludo! Cómo si vos la pusieras siempre. ¿Qué te parece si digo ehh… “besugo”? Digo “besugo” así de fuerte, y vos entrás a la pieza.
- ¿”Besugo”? !¿Cómo carajo vas a meter la palabra “besugo” en una charla de fútbol y tetas?! ¡Vos sí que estás fumado, chabón!
- ¡Por eso mismo! No hay posibilidades de fallar. No va a sospechar nada. “Besugo” no falla, ¿entendés? Lo digo y vos entrás. Y, bueno… ahí dejo todo en tus manos, sabelotodo.
- Bueno, dale. Total ya estamos jugados. Andá a la cocina y decile a Mari que te prepare la comida y le subís la bandeja que el viejo ya debe estar quejándose.
- Dale. Y vos subís después. Mirá que espero quince minutos como máximo, eh. Porque si me sale con esto de ponerle la chata o que se yo qué mierda más, salgo disparado, eh.
- Boludo, no se está muriendo. Está mejor que vos y yo juntos. Andá, dale. Subí. Y acordate: “besugo”.
- Sí, “besugo”…

- Y abuelo, ¿cómo andamos hoy? ¡Mire qué día tan lindo! (Aunque haga un calor de puta madre). ¿Y este olorcito? Mmm… mire qué rico el pollito con verduras que le preparó la Mari. ¿Y qué me dice de la Francese y su culo, que se fueron del Bailando, eh?
- Escuchame, pibe. Decile al boludo de tu amigo, sí… al má fan culo de mi nieto, que si está pensando en sacarme las llaves del Torino que se vaya olvidando, eh. Qué mirá que con este cuchillito les corto a los dos los diez deditos de principiantes, esos veinte dedidos de boluditos, y me los mando, eh ¿Me hacés el favor? Andá y decile, ¿querés?