29 oct 2010

El descanso de la escalera

Su fascinación por el descanso de la escalera del ala derecha del Palacio de Justicia comenzó cuando bien de pequeño. En esos años, en el que cada escalón de frío mármol de Carrara triplicaba en tamaño a sus pies, el laberíntico trayecto entre el arranque de la escalera y el primer rellano, le demoraba entre dos y tres minutos. Y él los contaba con el entusiasmo y la ansiedad de aquél que, de adelante hacia atrás, tacha los días que lo separan del encuentro con la persona amada.

Una vez llegado al primer descanso, situado en un abrupto recodo, frenaba y tomaba aire. Inhalaba y exhalaba con lentitud, mientras el universo en derredor se salía, casi imperceptiblemente, un grado de su eje, girando levemente y en pausa. En esa instancia, el descanso de la escalera lo absorbía por completo; y, al absorberlo, lo liberaba del resto. Lo hacía, paradójicamente, libre y esclavo a la vez: aquello que, a su precoz edad, entendía por “mundo”, dependía exclusivamente de aquél paraje.

Se podría decir que el rellano de la escalera del ala derecha de aquella construcción gris y sombría, diseñada mucho antes de la existencia del ascensor, en poco y en nada se diferenciaba del de la escalera del ala izquierda. Sin embargo, en cada visita, como movido por una curiosa inercia, se dirigía a ese caprichoso descanso, que ya no era tanto de la escalera sino de él mismo. O, mejor, se veía arrastrado hacia aquél tiránico descanso de la escalera que, a esta altura, ya lo poseía por necesidad y urgencia.

Fue (aunque involuntariamente) gracias a su padre que descubrió la microfísica oculta detrás de aquella majestuosa pieza de ingeniería, y logró descifrar la perfecta combinación matemática que daba sentido a dicho reducto de 20 cm2 el cual, en los años por venir, agitaría en él una hipnótica atracción. Pronto se encontró abstraído de cualquier actividad mundana como atarse los cordones, lavarse los dientes cada mañana, responder a las preguntas de la maestra en clase, o llevarse el tenedor a la boca. Y ya sabía, muy dentro de sí, que el causante de dicha libertad, de dicho despertar, era ni más ni menos que el rellano de la grandiosa escalera de mármol jaspeado del ala derecha del Palacio de Justicia.

Su padre, quien ejercía el cargo de fiscal de distrito, acompañaba y alentaba cada uno de sus pequeños grandes pasos, que habían dejado de ser pasos para convertirse en escalones. Entonces, de la mano de éste, llegaba al ansiado primer rellano, tan simétrico como misterioso. Una vez allí, la transmutación, la síntesis completa, la transmigración, o como elijan llamarlo, tenía lugar. Desde ese mismísimo espacio suspendido en el tiempo, él tenía la maravillosa revelación de la mecánica de esa meseta, de su función esencial de ser puente enlazador entre dos cuerpos de escalones conformados por una losa en estado horizontal seguida de una losa en posición vertical, o viceversa, según cómo se mire. Nadie, ni siquiera su padre allí presente y a su lado, entendería qué se siente ser el descanso de la escalera de mármol del Palacio de Justicia; de ser un respiro, un hálito entre dos caminos ascendentes; de ser una intersección entre dos variables: lo que fue y lo que ha de venir.

El apretón de la mano de su progenitor lo volvía en sí, y su sonrisa lo invitaba a dar un paso adelante, el cual significaba abandonar con cierta inestabilidad, la sagrada comunión, la armónica sintonía. Cada nuevo escalón hacia arriba, que se le hacía parte de una rugiente cascada, era dejar atrás y en el olvido, ese microcosmos en el que él y el descanso de la escalera eran uno y lo mismo. Al volver su vista, con la resignación propia de las pérdidas inevitables, era testigo de cómo cada granito de mármol jaspeado desaparecía, se hacía trizas, se hacía parte del fino aire; y eso, para él, era tan antinatural como perder su pulso vital, o una célula de su cuerpo, o un latido de su corazón, o un pestañar. Se mareaba ante el vacío a sus espaldas: ni rastros ni pistas del rellano podían atisbar sus desesperanzados y abatidos ojos. Pero la firmeza y la seguridad de su padre, que sólo podían provenir de aquel que es un adulto y que, por tanto, no suele detenerse en nimiedades como estas, lo obligaba a poner un paso detrás del otro, para así multiplicarlos por diez hasta alcanzar la meta: el segundo piso del Palacio de Justicia.

Esta rutina, que ambos hubieron de llevar a cabo, se extendió por los próximos cinco años, una vez por semana, exceptuando vacaciones, ferias, y feriados. Y cada episodio se sucedió de igual manera, sólo que con los años, la velocidad de su pisada ante cada peldaño hubo de acelerarse fatigosamente. No así esa ínfima fracción de tiempo, donde él y el descanso de la escalera entraban en completa simbiosis: donde eran uno o lo mismo.

Hasta que un día, poco se sabe exactamente cuándo, ante el umbral del segundo piso, el padre tuvo un fatal descubrimiento. Parado de espaldas al cuerpo de escalones, sus piernas quedaron postradas, su columna adoptó una postura rígida, apoderándose de él una sensación de férreo terror. Su mano ya no sostenía la mano de su hijo, su brazo ya no se rozaba con el suyo. Miró hacia atrás, con la esperanza de que éste se hubiese atrasado en el camino, o se hubiese distraído. Pero no. Descubrió, con angustia y desazón, no sólo el vacío de esa porción de monumental arquitectura, sino una ausencia más real y tangible. Su hijo, su pequeño hijo, había desaparecido. Ante su incrédula mirada se extendía la más simple y llana nada, el desnudo y silente abismo del que una vez fuese el descanso de la escalera de mármol del ala derecha del Palacio de Justicia.

5 oct 2010

Fuck you, Oscar Wilde

Salgo de casa y es de mañana. Es de mañana o los pajaritos cantan. Quizás sean las seis, la una, o las diez. No lo se.
Camino una, dos… camino tres cuadras.
Cruzo la avenida casi sin mirar. Ni a uno, ni al otro lado.
Sí, ya sé que vos hubieses hecho lo mismo. Vos y tu bastón (O vos y tu galera).
Hubieses hasta frenado un carruaje pituco con tu santa reverencia de dandy, así bien fino y bien puto. ¡Chapeaux!
Pero a mi me puede pasar uno por encima que total el mundo seguirá girando, ¿no? Y ese universo en el que todas mis cotidianeidades – simples y llanas – pertenecen, se esfumará sin un porqué. La muerte lisa, pura, redonda, desnuda, absurda, pero más real que lo real, caerá sobre mi como un rayo.
Llego a la esquina. Doblo a la derecha. Como una autómata, acelero el paso. Soy una mezcla de robot con loba en celo.
Camino siete… Sí, tenés razón: siete no. Camino nueve cuadras. Bien contadas las tenés, ¿eh?
Yo las cuento con los dedos entumecidos, estupefactos del frío dentro del bolsillo del saco marrón. Es que las cuadras (y el tiempo) no se me pasan más.
¿Que no sabés de qué saco te hablo? Uno que no es muy diferente al tuyo. Al tuyo azul, ¡ah, ¿no es azul?! Bueno, negro. Negro noche, suave, de pana.
Ya te acordás del mío marrón, ¿no? Ese que llevaba puesto la noche del bar, de la que te escribí un par de días atrás.  Sí, la noche esa del bar y del estúpido de la barra. Ese que me dice al oído:
“Con ese saco pareces El Principito”.
“¿Quién?”, le pregunto haciéndome la tonta o, mejor, queriéndome asegurar que se trataba efectivamente de un real y vivo estúpido.
El Principito, nena”.
Entonces sobrevuela el cachetazo de mi palma derecha y se estampa en su mejilla izquierda. Así de prepo, sin previo aviso. ¿O desde cuándo tengo que prologar mi arrebato?
¿Que si estaba borracha?
Y sí, puede que sí. Pero no más que él. No da para usar un sagrado nombre en vano. Bueno, tenés razón: yo nombro el tuyo cada dos por tres. Sin permisos, sin licencias, sin porqués.
Doblo a la derecha. Hago media cuadra y llego a la cortada de adoquines. Bien podría ser un callejón cualquiera de una cuadra cualquiera de tu Dublín matinal: frío, gris, maloliente, inmoral. Pero no.
Me doy vuelta y ahí estás vos. No, ya se que no estabas vos, vos. Vos físico. Pero estaba tu aura, tu química, tu qué se yo. Estabas vos y tu frase del día.
“Fuck you, Oscar Wilde”, pensé.
Sí, ya se que no es necesario que te recuerde por milésima vez cómo te llamás. Ya suficiente tenés con cargar el nombre ese.
A ver, acércame el cuaderno ahora, ¿querés? No, en el cajón de la izquierda ¡Y qué se yo cuándo lo cambié de lugar! Al fin y al cabo vos (o tu voz) me sugirió estas mutaciones.
(¿O será que la izquierda es el lado del inconsciente? Algo así leí alguna vez en alguna parte. No, yo tampoco creo mucho en eso.)
Abrílo en cualquier página. Ahora, cerrá los ojos ¡Bien!
Me gusta cuando haces así: es como si decidieras el destino del mundo. Como si por capricho y por audacia, eligieras sobre la faz del gran globo terráqueo:
“China ataca Kamchatka”
O como si fueses un prestidigitador preparando un número de cartas. Un farsante, pero encantador prestidigitador, que pasa las cartas rápidamente, con evidente seguridad en sí mismo, mientras me dice:
“Elegí una, la que quieras”.
Cuando en realidad me dejas precisamente la que has escogido en la mano. Las cartas ya están arrojadas, ¿verdad? Pero nosotros nos las jugamos, es cierto. Como siempre, tenés razón. Sí.
Bueno, a ver.. ¿cuál es la frase del día? Dale: largala, soltala, hacela volar por los aires de mi habitación. O mejor dejame creer que la elijo yo. A ver…
Este capítulo debería llamarse: “Confucio dice” no, “Oscar Wilde dice”. Y Oscar Wilde hoy nos dice:
“Illusion is the first of all pleasures”.
¡Ah, claro! Mirá con qué lujo, con qué elegancia, con qué desparpajo, con cuan poco pudor y reparo me tratas de ilusa en el más fino british style. De ilusa y de calentona ¡Dios mío!
En fin, así como estás ahora, así te me apareciste en medio de la cortada. Ayer.
Aunque sonaría mejor: en medio de un callejón de tu sucia, inmunda, maloliente, degenerada y fría Dublín matinal. Pero no. Perdón por arrastrarte a mi suburbio del sur del gran Buenos Aires.
Entonces, me hago la que no te escucho nada. Sí, ya sé que tu voz es omnipresente: que todo lo ve, que todo lo siente, que todo lo sabe.
Pero me hago la boluda. Y toco el timbre nomás. En la casa de rejas rojas y ladrillo a  la vista en medio de la cortada de empedrado.
Toco una vez. Me aferro al timbre como si fuese el del antro de un dealer.
Porque yo acabo de entrar en pleno síndrome de abstinencia ¡Sí, señor!
Y me rechinan los dientes, se me aflojan las piernas, las células no me responden: las células dejan de comunicarse entre ellas, mientras esperan el shock adrenalínico que les devuelva su energía vital.
Siento un cosquilleo en todo el cuerpo, como si un enjambre de abejas me caminara por sobre la epidermis. O un ejército de hormigas rojas.
Dejo de respirar. Lo juro. Te juro. Por una milésima de segundo, el pecho se me encoje y no respiro. No inhalo, no exhalo aire ¡Me muero!
Soy un nudo en el estómago.
Eso soy: un retorcido nudo en las tripas
Después, se me acelera el corazón, “tic”, “tac”, “tic”, “tac”, “tic”, “tac”.
Creo que transpiro. Sí, transpiro. También me mojo (creo que me mojo).
Las vísceras me gruñen. El síndrome de abstinencia se hace tan intolerable como el placer mismo. ¡¿Por qué?!
Supongo que les debe suceder exactamente igual a los que se pican las venas.
Ah, sí, vos bien sabes de esa cosa llamada deseo. Pero yo: yo apenas tengo diecinueve. No se nada de la vida. Pero esto sí que carajo duele. Y se siente en cada centímetro del cuerpo.
Vuelvo a tocar timbre. ¡Riiing!  La saliva se acumula en mi boca.
Y sale él. Sí, ¿por qué no habría de salir?
Con el segundo ¡Riiing! en do sostenido.
Sale en pantalón corto blanco, remera blanca y descalzo, comiéndose una banana.
¿No tiene frío este boludo?, pienso.
Sí, una banana. Te juro. Una banana con la cáscara colgando.
Ahora el estómago se me revuelve de vergüenza. ¡Comer una banana en plena mañana! ¿Es que es de mañana? No se. Ni yo me sé qué hora es.
Pero él parece dormido. De lejos le veo las lagañas. Y está despeinado. Aunque siempre está despeinado (¡y qué bien le sienta!).
Por un minuto, tan breve como el silencio, siento asco de la banana, siento repulsión de él, y de mi. Ilusa. Estúpida. Incrédula.
No es necesario que me lo recuerdes. No, no, no. Ya lo sé. ¡Puta! Que me lo tenés que repetir nomás:
Illusion is the first of all pleasures”.
Ilusa, necesitada, caliente, perdida. ¿Dónde está mi estimulante del día? Vamos, ¿dónde está mi dosis?
Él se demora en abrir, simula no encontrar la llave. Me hago la que espero con paciencia. La que miro a los costados. No quiero que nadie me vea acá, así.
El perro San Bernardo aparece detrás de él. Le cuelga un halo de baba. Espesa, pesada, cae en la baldoza. Hace ¡plaf! en la baldoza fría como los dedos de mis pies.
“Hola”, beso en la mejilla
“Hola”, apoyo la mejilla
Acaricio al perro. Le toco las orejas, Juego con sus orejas desproporcionadas con respecto a su cara. Me mira con sus ojos tristes de siempre.
Pienso si no serán el mismísimo reflejo de mis ojos. Quizás sea solo cansancio. O resignación. Vaya uno a saber qué.
El perro se olvida rápidamente de mi y vuelve a entrar. Él hará lo mismo un par de horas después. Lo sé. Sí, sé que vos también lo sabés.
“¿No te estás cagando de frío así?, yo.
“Entremos”, él.
Y se cierra la puerta detrás suyo.
En la cocina hay olor a café recién hecho, a pelo de perro San Bernardo, y a su perfume de siempre. Hoy igual que siempre.
Es él que se acerca de atrás. Me abraza. Y el saco marrón se encoge tanto como mi corazón, o como mis venas, o como mis células, o como mis tripas. Pero el sexo se abre y se expone. Se vulnera.
“¿Subimos?”
Y yo, yo me aflojo los botones del saco marrón, y me doy media vuelta. Entonces ahí, frente a su boca, todo tiene sentido.
Al menos esa ínfima porción de tiempo cobra sentido en mi microcosmos, simple, llano, redondo, puro, desnudo, absurdo.
¿Me escuchás? ¿Seguís ahí, Oscár? ¿Dónde te metiste ahora? ¡Volvé, Oscár!

19 jul 2010

Funeral (primera voz)



Lo observo metido ahí dentro. En ese cajón de madera tan frío, estrecho y artificial como él resultó ser. Y pensar que hasta hace un poco más de 48 horas este hombre se me hacía el salvador de todos los sueños truncos de mi vida de adulta, de mis ilusiones fallidas; así como el sanador de las heridas del pasado, y la cura de los sinsabores del presente. Aquel mismo que a mis cincuenta y pico me hacía soñar despierta con cada historia de sus viajes por el mundo, con cada promesa de un futuro juntos en quién sabe qué rincón del planeta. Aquel que me abriese una ventana hacia otras realidades, que tiempo atrás fuesen meras fantasías para una mujer como yo, una simple pueblerina excedida en años pero aún virgen en ciertos terrenos ¿Cómo no habría de caer rendida ante su andar de caballero, su mirada de galán de telenovela, sus elegantes modales de hombre de ciudad, su cantar porteño al hablar, mezcla de sofisticación y desparpajo? ¿Quién podría culparme de haberme enamorado de sus poemas de Neruda recitados al oído, o de las rosas amarillas que religiosamente me enviaba cada quince días, el día previo a su llegada desde el otro lado del río; desde el otro cercano, pero para mi remoto, lado del río? Qué paradoja haber debido cruzarlo hoy para estar aquí.
La gente a mi alrededor deberá estar preguntándose quién es esta mujer ante el cajón parada y conteniendo las lágrimas. Probablemente se estén preguntando de dónde ha venido, luciendo ese sencillo solero de verano (el único pasable que encontré en el ropero, ya que los que él alguna vez me regalase, aquellos vestidos y polleras de marcas de Shopping, fueron a parar al incinerador). Poco me importa lo que piensen los demás. La gente siempre será libre de pensar y decir lo que quiera. Como nada me importó que mi familia se opusiera a nuestra relación, haciéndome llegar comentarios sarcásticos y mal intencionados. Pensamientos del tipo, ¿qué puedo haberle visto un tipo así a ella? No puedo negar que esa misma duda me invadió a mi al principio, ¿qué pudo haber visto en mi un hombre a quien superaba en casi una decena de años, un hombre con un título bajo el brazo, con millas y experiencias andadas? Sin embargo, ¿cómo evitar entregarse a la ilusión del amor en boca de un experto encantador? Y qué decir de las intensas caricias prodigadas por esas suaves y finas manos que dejaban en el olvido las toscas manos de mi difunto marido, que Dios lo tenga en la gloria.
¿Quién diría algo en mi contra? ¿Quién podría alguna vez juzgarme? Aunque se que a mi vuelta todos me reprocharán con la soberbia de los que nada entienden: “te lo advertimos”, o “deberías haberlo sabido”. Aún recuerdo las palabras de la tía Angélica la noche de aquel carnaval en que se lo presentase a mi familia: “Este gringo me huele mal”. Para ese entonces, la tía solía soñar con ratas, y decía que eso era de mal agüero, que significaba traición en puerta ¡Qué lejos estaba yo de creer algo así! Paparruchadas de vieja, pensé. Y mi corazón siguió inundándose de placer y de amor, con cada encuentro en principio furtivo, para luego devenir en convivencias de una semana cada quince días: lloviera o diluviara, bajo el sol abrasador del verano o ante las primeras heladas de los inviernos de junio y julio. Semana tras semana. Mes tras mes. Y así cinco años transcurridos. Noches enteras, de luna llena y de luna nueva, en la que me entregaba a sus protectores brazos hasta quedarme dormida con el fluir de sus hipnóticas palabras ¡Qué ilusa fui, Dios mío!
Y en este preciso momento, te hablo a vos. Sí, a vos ahí dentro. Al de esa develada falsa sonrisa (que ni el maquillaje de la muerte puede disimular), la cual alguna vez me haya parecido sincera. Y todo esto me provoca arcadas, me da un asco terrible, un asco visceral, que en nada se compara a lo que sucedió la mañana de dos días atrás. Luego de hacer el amor, y sin que llegara a cebarte unos mates, saliste a correr por la plaza, como era tu costumbre cada último día en casa. Costumbre que siempre odié en secreto, ya que te suplicaba sin palabras que nuestro abrazo matutino durara lo suficiente para hacer la vigilia de quince días de espera más tolerable, más masticable. Sin embargo, esa mañana en particular (esa salvífica mañana del adiós) no reproché tu estúpida rutina, no me pesó ni me dolió en lo más mínimo. Te besé suavemente en los labios (¿recordás?) con el mismo amor y la misma dulzura de siempre, a pesar de la silenciosa desgarradura que venía quemándome desde hacía un día, sin que vos nada supieras. Estaba convencida que cruzar esa puerta, llegar hasta la esquina, doblar a la derecha en dirección a la plaza, era lo que bastaba para que sacaras el teléfono celular del bolsillo de tu campera deportiva e hicieras ese imperioso llamado. Marcarías, pues, el número de ella, y le dirías a la distancia las mismas cosas que a mi, aunque tal vez otras. Las mismas promesas y las mismas excusas ¿Quién sabe? Poco importa. Lo que sí importa es que esa mañana en particular, al despedirte de mi, jamás sospechaste que  las pastillas que habías tomado la noche anterior (aquellas que el médico te recetara tras tu último pico de presión), eran simples placebos que horas después dejarían de darle cuerda a tu egoísta, calculador, frío y manipulador corazón.

Besugo

Che, tengo un plan.
- ¿A ver cuál, sabelotodo?
- Shhh, baja la voz que se escucha todo acá.
- Bueno, dale… a ver, largá, loco
- Vos le subís la bandeja con la comida, y le das charla hasta que se quede dormido.
- ¿Y de qué carajo se supone que le hable, eh?
- ¡Qué se yo!… Del mundial: qué cagada lo de Argentina; del Bailando por un sueño: que qué huevón Fort, que qué ojete tiene Pampita; de los putos que se ahora se quieren casar.
- ¿Vos me estás cargando, chabón?
- ¿Qué tiene de malo? Si todos se enganchan con esas pelotudeces. Y más los viejos. Y vos tenés pelotudeces de sobra en esa cabeza podrida tuya.
- ¡Callate! Dejá de decir pavadas.
- ¡Ah, guarda, que ahora el señorito se hace el inteligente, el intelectual! ¡Andá!
- Bueno, vivo de América… Entonces llevale VOS la comida, y hablale VOS del culo de Pampita. Al fin y al cabo, es TU abuelo, no el mío, chabón.
- ¡Por eso, boludo! Vos vas onda de anzuelo, y yo entro después…
- ¿Después cuándo?
- Después cuando se duerma. ¿Estás sordo, che? ¿No escuchaste lo que te acabo de decir?
- ¿Y cómo estás taaan seguro de que se va a quedar dormido inmediatamente después de comer?
- ¿Vos sos imbécil o te hacés? No viste el calor de mierda que hace en este pueblo del orto. El viejo come el pollito hervido y las verduritas que le prepara Mari. Y después se duerme una siesta así de toque. En un abrir y cerrar de ojos.
- ¿Cuánto es de toque? Porque yo no se cuánto tiempo le pueda dar charla de fútbol, de Tinelli, de los putos… ¡que se me agotan los temas rápidos, chabón! ¡No estoy para el programa de Rial, che!
- Vos dejalo que morfe tranquilo y dale charla que se cansa rápido. Unos diez o quince minutos. Y se te queda dormido como un bebé.
- ¿Y si no me quiere hablar? ¿Y si me dice que salga de la pieza? ¿Y si sospecha algo? ¿Entonces qué, eh?
- Te va a hablar, tranquilo. Si hasta habla con las paredes el viejo. Después se cansa de darle a la lengua y empieza a roncar. Llevale un faso para que se fume después de comer.
- No tengo ninguno, chabón ¿O no te acordás que te los fumaste vos ayer? Me bajaste todo el atado, vivo. Y ni un peso pusiste.
- ¿Querés que vayamos a comprar fasos y birra, eh? ¿Querés o no?
- Sí, obvio, boludo. Que no se aguanta más estar metido entre estas cuatro paredes con 40 grados a la sombra ¡Que esto parece el infierno! Salvo por la puta de tu prima que se pasea en bolas por la casa.
- ¡Callate, pajero! Deja de boludear y hacé lo que te digo, ¿querés?
- ¿Y vos qué, a ver? ¿Vos qué?
- Yo te espero en la pieza de al lado. Cuando vos dejas de hablar, me meto y…
- Mejor te tiro una palabra clave ni bien vea que se quedó palmado. Y ahí entrás.
- ¡Al fin! Algo tenés en esa cabezota tuya. Tantas pajas en tu vida por no ponerla no te hicieron nada mal, eh. ¡¿Qué me cuentan?!
- ¡Callate, boludo! Cómo si vos la pusieras siempre. ¿Qué te parece si digo ehh… “besugo”? Digo “besugo” así de fuerte, y vos entrás a la pieza.
- ¿”Besugo”? !¿Cómo carajo vas a meter la palabra “besugo” en una charla de fútbol y tetas?! ¡Vos sí que estás fumado, chabón!
- ¡Por eso mismo! No hay posibilidades de fallar. No va a sospechar nada. “Besugo” no falla, ¿entendés? Lo digo y vos entrás. Y, bueno… ahí dejo todo en tus manos, sabelotodo.
- Bueno, dale. Total ya estamos jugados. Andá a la cocina y decile a Mari que te prepare la comida y le subís la bandeja que el viejo ya debe estar quejándose.
- Dale. Y vos subís después. Mirá que espero quince minutos como máximo, eh. Porque si me sale con esto de ponerle la chata o que se yo qué mierda más, salgo disparado, eh.
- Boludo, no se está muriendo. Está mejor que vos y yo juntos. Andá, dale. Subí. Y acordate: “besugo”.
- Sí, “besugo”…

- Y abuelo, ¿cómo andamos hoy? ¡Mire qué día tan lindo! (Aunque haga un calor de puta madre). ¿Y este olorcito? Mmm… mire qué rico el pollito con verduras que le preparó la Mari. ¿Y qué me dice de la Francese y su culo, que se fueron del Bailando, eh?
- Escuchame, pibe. Decile al boludo de tu amigo, sí… al má fan culo de mi nieto, que si está pensando en sacarme las llaves del Torino que se vaya olvidando, eh. Qué mirá que con este cuchillito les corto a los dos los diez deditos de principiantes, esos veinte dedidos de boluditos, y me los mando, eh ¿Me hacés el favor? Andá y decile, ¿querés?

15 jun 2010

Mi llegada a la maravillosa tierra del revés





Cuando crucé el puente que separa mi país de la maravillosa tierra del revés, llegué a la pequeña puerta de la gran muralla, la cual era custodiada por el guardián que duerme de día y vigila de noche dando, según dicen, ronquidos semejantes a los de una ballena azul. Como si las ballenas roncaran, pensé yo. Me era muy difícil imaginar un animal que pudiese roncar en las profundidades del mar. Lo cierto es que el guardián de la muralla vigilaba la entrada despierto pero dando largos y graves ronquidos. Después de casi un día entero de caminar en zigzag llegué agotado, y con un hambre que hacía gruñir mis tripas, a la puerta de la gran muralla, y el guardián me recibió de lo más contento. Y yo también lo estaba. Hasta que su extraño pedido borró de un soplido mi sonrisa de la cara:


“A partir de ahora deberás abandonar tu sombra y confiármela. Con ella no podrás entrar a la tierra del revés. O dejas tu sombra a mi cuidado, o te olvidas para siempre de entrar a nuestra maravillosa tierra.”


Sucede que en mi porción de tierra, todos los que caminamos su suelo arrastramos algo llamado sombra. Cuando digo todos, me refiero a hombres, mujeres, niños, payasos, perros, gatos, lobos, y hasta los insectos más pequeñísimos sobre la faz de este gran globo. En fin, todos los seres que caminamos bajo el sol somos acompañados por una imagen llamada sombra que se dibuja en paredes, cortinas, pisos, calles, y hasta en las arenas de la playa ¡Pero qué digo! No sólo los seres que caminamos arrastramos una sombra. También lo hace un árbol, una piedra, una fuente, hasta una bicicleta. Y en ese momento, el sólo hecho de pensar en abandonarla me llenaba de una profunda tristeza ¿Cómo sería vivir sin sombra?, me pregunté.


El guardián dio pasos agigantados hacia mi, haciendo temblar el suelo bajo mis pies. Los pichones que dormían en las ramas de los árboles, levantaron vuelo, batiendo sus alas ágilmente, y se esfumaron en la oscuridad.


Entonces el gigante guardián comenzó a afilar la hoja de un gran cuchillo que sacó de su bolso, tal como lo hubiese hecho el afilador de mi barrio. Lento pero preciso, con un filoso ruido que hizo rechinar mis dientes.


“Quédate quieto. No respires. No inhales ni exhales por una milésima de segundo. Uno, dos, tres…¡Listo!”


Y fue así como de un tirón arrancó mi sombra del suelo, separándola pues de mi. No se asusten, que yo no sentí ni el más mínimo dolor. Al menos no un dolor físico. De este modo, la sombra huérfana de cuerpo quedó acurrucadita a un costado de la pequeña puerta de la gran muralla.


“Un corte perfecto. No ha quedado ni una miga de la sombra que supo ser”, exclamó el guardián orgulloso de su trabajo. “Si quieres, puedes tomarla en brazos y despedirte de ella. Les daré unos minutos. Mientras tanto iré a poner la pava para el té de bienvenida.”


El guardián se dirigió a un costado y, muy torpemente, sacó unos cacharros de metal de un pequeño mueble de madera, hasta elegir una tetera de porcelana, la cual llenó de agua. Al colocarla sobre el fuego, la tetera comenzó a silbar un tema que se me hizo muy familiar. ¡Claro que sí! Era una canción que mi mamá solía cantarme para hacerme dormir. El tema del reino del revés, donde los gatos dicen yes, y donde usan barbas y bigotes los bebes. Recuerdo cómo me hacía reír esta última frase. Pensé si en la maravillosa tierra del revés que me esperaba detrás de la gran muralla, los años durarían meses y si cabría un oso en una nuez, tal como en la canción. Todo era un gran misterio, y estaba tan ansioso por descubrirlo que entendí la necesidad de separarme de mi sombra, aunque esto me costó un par de lágrimas gemelas.


Muy suavemente, tomé a la triste sombra en la palma de mi mano. Era tan liviana que parecía escaparse entre mis dedos. Pesaba tanto como una pluma de avestruz.


“Lo siento, pero tendremos que separarnos por un tiempo, querida sombra. Prometo que volveré a buscarte, ¿de acuerdo?”, le dije al oído.


Entonces, la sombra me habló entre sollozos:

“¿Estás seguro que no te arrepentirás? Me resulta muy extraño que te veas obligado a dejarme aquí abandonada.”


“A mi también”, le respondí, “pero no hay más remedio. Esto es necesario para poder entrar a la maravillosa tierra del revés, de la que tanto me han contando y con la que tanto soné. Tienes que entenderme, querida sombra."


“No entiendo tu decisión de abandonar tu hogar, tu familia, tu barrio, tu país, para visitar la tierra del revés. Quiero que sepas que para mi esto es un gran y grave error. Y además, ¿por qué me dejan a mi, tu inseparable compañera, aquí afuera, de este lado de la gran muralla?"


No supe qué responder, así que miré hacia abajo y comencé a tararear la canción del revés, aunque apenas recordaba la letra. Tanto había esperado y soñado este momento, el de atravesar la puerta de la gran muralla que separaba mi país de la maravillosa tierra del revés que… Y entonces mi antigua sombra interrumpió mis pensamientos:


“No sé de ningún ser en la faz de esta tierra que pueda andar por ahí sin su sombra. Esto no aparece en ningún libro, en ninguna revista, ni siquiera en Internet aparece el caso de alguien que pueda existir sin sombra ¡Qué semejante locura! Una sombra no es nada sin su persona. Y una persona no es nada sin su sombra. Esto no es natural.”


“Lo se, es antinatural. Pero ahora deberé respetar las reglas y las leyes de la maravillosa tierra del revés. Ya pronto volveremos a reencontrarnos. Lo se. Todo va a estar muy bien”, le dije, tratando de convencerme que así sería.


“Eso no es más que una esperanza, un deseo. Tengo un presentimiento que las cosas en la maravillosa tierra del revés no funcionarán bien...”


“¡Pues claro!”, exclamé emocionado, “si no funcionan bien es porque funcionan mal para ti, pero eso en la tierra del revés es lo mismo a que funcionen bien. No olvides que aquí las reglas cambian de arriba abajo y de abajo arriba. Dije bien, ¿no?”


“¡Basta! Esto ya parece un ridículo trabalenguas!”, gritó mi sombra al borde de las lágrimas. “No estoy de acuerdo con tu decisión. Pero te digo que si las cosas no llegan a salir bien, yo estaré esperándote aquí afuera, y ambos huiremos de vuelta al lugar de donde venimos. ¿Qué me dices?”


Sin pensarlo mucho le dije que sí. Y con mi mano acaricié su delicado hombro:
“No puedes negar que hemos vivido grandes momentos juntos. Nos ha ido muy bien, ¿verdad?”


“Es verdad, por eso no veo motivo para separarnos”, volvió a insistir batiendo sus largas y suaves pestañas.


Pero por más que mi sombra llorase, patalease y se quejase, ya era demasiado tarde. El guardián la había separado de mi y yo estaba a punto de convertir mi sueño en realidad: atravesar la pequeña puerta de la gran muralla que separa mi país de la maravillosa tierra del revés ¡Finalmente!


“Quédate tranquila. Yo vendré a visitarte, lo prometo. No veo razón por la que no pueda hacerlo. Y tu me recordarás todo lo que hemos vivido juntos. Será como mirar fotos viejas, y reírnos o llorar juntos. Tu serás la guardiana de mis recuerdos del pasado. De todas mis experiencias. ¿Te parece justo?”


“Mmm....”, dudó por unos instantes. “Está bien. Todas las tardes, minutos antes que caiga el sol, te esperaré sentada debajo de aquél sauce y hablaremos por horas y horas. Tú me contarás del maravilloso mundo del revés y yo te recordaré de dónde vienes,  quién fuiste y quien eres”.


Me pareció un trato justo. Sólo me preocupaba no poder recordar esta promesa ya que, a partir de ese preciso momento, mi sombra sería la guardiana de mis recuerdos. Pero ya no había nada por hacer, más que prometerle a mi sombra volver a verla. La besé en su mejilla derecha, y mis labios se chocaron con una lágrima salada que la recorría. Luego, la apoyé contra el tronco del viejo sauce y nos despedimos en silencio.


Tras el adiós, el guardián me invitó a sentarme a una mesa redonda y baja, en una silla altísima. Mis pies colgaban en el aire, pero él apenas apoyaba su cola en la silla de lo alto que era. Sirvió el té y al hacerlo la tetera comenzó a silbar nuevamente la canción de mi infancia, la canción del reino del revés. Extendió su enorme brazo y me alcanzó una taza de té cuyo aroma era semejante a la chocolatada caliente.


“Vamos, no te pongas triste. Podrás visitar a tu sombra todas las tardes que quieras. Mientras tanto, yo la alimentaré bien y le daré de beber. Tres o cuatro veces por día. ¿Es una sombra glotona? ¿Le gusta beber té por las tardes?”


Le dije que sospechaba que sí. Y me alegré que el guardián cuidase de mi sombra, la protegiera todo el tiempo que yo estuviese de visita en la maravillosa tierra del revés. Porque en algún momento habría que volver. Esto no podría durar eternamente, ¿verdad?

“¿Y cuándo quiera que me la devuelvas, ¿qué tendré que hacer? ¿Tú me coserás de vuelta la sombra, o coserás de vuelta la sombra a mi?” le pregunté ansioso.


“Por lo visto aún no has entendido cómo son las reglas acá, muchahito. En la maravillosa tierra del revés nadie puede tener sombra. En mi caso, la he abandonado allá y hace tiempo. Tanto que apenas la recuerdo. Por otra parte, una vez que entres a la maravillosa tierra del revés, no hay vuelta atrás o adelante… ¡vamos, qué es lo mismo. Así que tu pregunta no tiene sentido. Pero ahora celebremos tu llegada ¡Bienvenido seas al mundo del revés!”


Y fue así como de una vez y para siempre perdí mi sombra.

28 may 2010

De la Identidad (o de cómo Yo es Artaud)


Estimado Doctor,
A principios del siglo pasado, un joven poeta francés dijo, desde el ombligo mismo del limbo y muy a pesar de la tradición que nació con Parménides, “je suis (un) autre”, “yo soy (un) otro”. Curioso credo el de los racionalistas, ese que reza “Yo soy yo, y por tanto no soy ese hombre que camina en la vereda de enfrente. No soy la silla, ni el árbol que estoy mirando. Soy distinto del mundo, y me limito a ser este cuerpo y esta mente”, ¿verdad? Si hago una retrospectiva, podría afirmar que gran parte de mi vida (sino toda mi vida hasta hoy) se ha desarrollado a la luz de la búsqueda de un sentido para dicha frase, aún habiéndome topado con ella en mis años de juventud.
Si pienso en mi infancia, la férrea educación religiosa me puso en ese camino que no elegimos (así como no elegimos un nombre con el que nos van a identificar a lo largo de nuestra existencia, incluso mientras estemos ausentes); ese camino que se transforma en ley que afirma: “yo soy el prójimo”. Ese a quien debo amar y respetar como a mi mismo; a quien no debo desearle el mal como no me lo deseo a mi, ya que yo soy ese otro (que no es sino la imagen y semejanza del otro con O mayúscula).
Sin embargo, la turbada adolescencia me enfrentó al despiadado espejo, y descubrí que yo no me amaba ni tenía la menor intención de hacerlo, en tanto apenas podía hacerme una idea de lo que iba la vida y, muchos menos de quién era yo. A pesar de que en clase me llamaban por mi nombre (un nombre que no elegí, repito) o en la calle me gritaban: “Fulanito” y yo reaccionaba ante dicho estímulo, aún no sabía quien era yo. Pero, paradójicamente, volví a ese camino que venía trazándose silencioso pero inexorable, y volví a ser el otro. Fui, entonces, mi compañero, mi “par”, ese otro que me entiende a la perfección, de ahí que ambos seamos “el mismo”. Aún en la enajenación nos identificábamos por completo, nos apropiábamos del vacío de no poder ser uno mismo aún, llenándolo con la presencia del otro que era yo. Pero, como le explicaba anteriormente, yo seguía respondiendo a mi nombre, ese que, según los cánones, era yo.
Mis años de militancia universitaria me llevaron a abrazar la bandera comunitaria, donde aquellas diferencias que nunca habíamos logrado construir se fundían en una identidad con nombre pero sin apellido. Léase “pueblo”, “comunidad”, “hermandad”, “unidad”. Entonces volví a ser ese otro: el tullido, el oprimido, el bastardeado, el alienado, el campesino de la China de Mao, el balsero cubano, el sublevado, el bolchevique. Fui otro que, según me adoctrinaron, era yo. Entonces, ¿qué era yo sin el otro?
Más adelante, me adentré en las artes del teatro, donde me puse en la carne y en la mente de otros hombres: fui todos los hombres que son, en verdad y en virtud, el hombre. Fui una máscara que mantiene velado el umbral donde el yo se transmigra en el otro y se borran, pues, todas las fronteras de la denominada “identidad”. Con el transcurrir de mi juventud, me aventuré a descubrir un otro dentro de mi yo (y ahora entiendo este yo como el “yo” cotidiano, ese que repite hasta el hartazgo los hábitos y rutinas diarias, y que responde a su nombre tanto como respeta reglas y leyes que no ha creado ni amado). O mejor dicho, y a decir freudiano, me encontré con un “ello” dentro de mi “yo”. Me entregué, pues, a los placeres carnales, al deseo, y a la sensación de más plena libertad, donde no fui dueño de mis acciones ni de mis pensamientos. Es decir, donde no fui dueño de mi mismo. No dispuse de mí.
Finalmente, cuando Artaud cayó en mis manos, creí encontrar un hito, una señal. ¿Quién soy yo cuando toda mi vida hasta el día de hoy fui otro? Y el endemoniado poeta me responde, riéndose en mi cara, qué otra cosa sino: “yo soy (un) otro”. Entonces, jugué a ser Artaud, y la poesía, ese no-lugar del máximo y auténtico riesgo, donde todo es posible, anuló al pretendido yo. Y fui el extraño, el pavoroso, el enajenado, el extranjero, el foráneo. Fui otro nuevamente. Ese otro que, como era previsible según vuestra ley pero paradójicamente en relación a mi historia de vida (que no debe ser muy ajena a la suya, o a la de éste, o a la de aquél, signadas todas por el destino, si se quiere, de ser un otro);  ese otro que me condujo, pues, a esta sala desnuda, de paredes altas, blancas y frías, donde ni siquiera hay espejos ni miradas, no hay nombres ni identidades. Y pienso hacia mis adentros: “Qué ignorancia, la vuestra, de aquello sobre qué es ser yo; estupidez que sólo puede ser comparable a la pretensión de limitarlo, cuando ese yo no ha sabido ser otra cosa que un otro.”



24 may 2010

Esto sí es "under"

Él dice "estar en el sino”. Yo le digo “¡dejate de joder! Si esto es, literalmente, estar en el horno”, y me abanico con una hoja de revista hecha pliegues. Él hace caso omiso a mis palabras y ensaya unos acordes en su guitarra criolla. Yo le pregunto, “¿qué carajo es el sino?” Él, con su voz ronca de trovador sabelotodo, me dice “es el ámbito donde confluyen todas las posibilidades todas”. Yo le respondo, riendo, “a mi me suena que es el ámbito donde hay más nos que sís”. Él me lanza una suerte de gruñido que, seguramente, acompaña con el fruncir de su entrecejo. Y a continuación, lo interrogo, “¿cuánto hiciste hoy?" Entonces él hace sonar las monedas anidadas en su sombrero Panamá y me pregunta jocoso, “¿cuánto pensás?” Yo agudizo el oído, revoleo los ojos detrás de los anteojos negros, hago imaginarias cuentas mentales y le tiro un “15”. Él se ríe y me dice, “le erraste por cuatro”. Yo le pregunto, “¿y si te armas de un nuevo repertorio? La gente quiere escuchar una que sepamos todos. Y lo tuyo no lo conoce ni magoya”. Él me dice “no, no, no: ya es suficiente con un Arjona surgido del subte porteño. Que el espíritu de Ian Curtis no permita que caiga en esa maldita enfermedad capitalista”. Yo le digo que Arjona no suena mal, que todos necesitamos un poco de amor e ilusión en nuestras vidas; que sus letras de desamor, oscuras y pesimistas, no le levantan el ánimo a ningún pasajero que, de por sí, ya tiene suficientes pesares en la vida allá arriba. Él me dice que no entiendo nada, que el amor nació de una desgarradura y que es matemáticamente imposible que no vaya de la mano del dolor, la pena, y el llanto. Yo le digo “¿Y que me decís de Los Beatles, eh? Ellos sí le cantaron al amor con alegría y optimismo, ya que todos queremos a alguien que nos tome de la mano, y mirá donde llegaron, ¿eh? Son más famosos que Jesús (que mi finada madre me perdone).” Y me persigno. Él, con un dejo un tanto sobrador en la voz, me dice “ja, puro marketing”. Yo le pregunto, ensayando un remate de inocente asombro, “¡¿ya existía el marketing en los 60?!” Él lanza una corta, pero sincera, carcajada “¡pero claro, chabón, el marketing existe desde tiempos de Gorgias!”. Yo pienso que quién mierda es Gorgias, pero mejor me callo porque seguro me larga su perorata de joven intelectual, y yo ya tengo los suficientes años y calles andadas para esas cosas de universidad. Yo le pregunto, “entonces, si los Beatles fueron lo que fueron gracias a San Marketing, ¿porque no te armas vos del tuyo propio?” Él deja de afinar la criolla y me lanza con sarcasmo, “¿estas insinuando que haga publicidad de mi propia música?” Yo le respondo, “y sí, nene. Si lo hizo ese tal Gorgias y Los Beatles también, mal no te puede ir, ¿no? Quién te dice si en una de esas no te sacan de acá abajo”. Él acerca su espeso aliento a humo de cigarrillo a mi mejilla derecha, pero el estruendo que hace el subte con destino a Catedral se sale con la suya, “vos quer… yo tran… con esos… josdeput… ultinacional…roban tod…cgan en el arte. Esto es poe... la úni… erdad”. Y ante el efímero silencio que precede al justo momento en el que, por necesidad y urgencia, se abren las puertas de los vagones, comienza a cantar ese tema que ya me se de memoria. El de un pibe que golpea las puertas del cielo y descubre que no hay Dios sino una especie de voz omnipresente, como una voz amplificada de la conciencia, que le recuerda el daño y el mal que hizo en su vida, le reprocha las mentiras, los engaños, las mujeres que ha lastimado y que ha hecho llorar. Él canta altivo y orgulloso como si lo hiciese frente a un estadio repleto o un teatro inundado de ala a ala, con su guitarra en mano, mientras los pasajeros desbordan la plataforma (los que vienen se chocan con los que van) y se apresuran a la gran boca que los escupa de vuelta hacia arriba. Yo le pregunto si allá arriba no se estará mejor. Y él, con la convicción de un trovador sabelotodo, me dice, “no, arriba es pura ficción. La verdad está en el under.” Y yo pienso que acaba de dar a luz a su frase de marketing, aquella que lo catapultará Dios sabe dónde.

5 may 2010

Los intrusos

En el pasillo de los productos de limpieza fue cuando aparecieron, silenciosos pero contundentes, dentro de nuestro carrito los tres cartones de leche entera La Serenísima con Cerecol, fortificada en hierro, calcio y demases. Ocurrió justo mientras debatíamos con mi esposo entre llevar el Cif cremoso o el líquido. Él opinaba como si fuese el encargado de hacer la limpieza diaria de azulejos, mesadas y vidrios. Comparaba uno y otro producto utilizando argumentos dignos de un perito en el tema: “El líquido rinde más y es menos abrasivo. Y fijate el precio, mi amor. Apenas hay diferencia”. 

Al volver nuestra mirada sobre el segundos antes vacío changuito, notamos la presencia de los intrusos. Ninguno de los dos consume leche entera compuesta de ignotos (pero en teoría saludables) componentes, así que nos miramos en total desconcierto, a punto de hacer responsable al otro (ritual propio de nuestras compras dominicales). Sin embargo, esta vez era claro que ni él ni yo habíamos procedido de tal manera. Decidimos adjudicar, pues, el extraño hecho a alguna confusión ajena y devolver los cartones de leche cuando nos dirigiésemos al sector de los lácteos.

Una vez allí, nos dispusimos a elegir por inercia (y a cuatro manos) yogures con cereales, yogures para el tránsito lento, manteca, queso Port Salud, quesos untables, queso crema, un pack de Actimel y, muy a pesar de la fácilmente quebrantable promesa de dieta, postrecitos de chocolate (para mi) y de dulce de leche (para él). Cuando los brazos no daban abasto, fuimos a dejar la mercadería en nuestro carrito y, ¡oh, sorpresa! Un shampoo para hombres de 700 ml en promoción con un desodorante roll-on aroma a Musk me mira con insolencia desde el fondo del enrejado metálico. Esta vez tuvo que haber sido él, me digo. Pero, pensándolo dos veces y en un desesperado intento por convencerme de lo contrario, mi esposo no usa este tipo de producto ¡¿Shampoo que previene la caída del cabello?! ¿Desde cuándo? A menos que haya querido omitir en nuestras charlas su preocupación por la incipiente calvicie, pienso. Luego poso mis ojos sobre sus entradas, justo en el momento en que se inclina, y es evidente que comienzan a asomarse con cierta resistencia pero tristemente certeras. 

“¿Y si cambiamos por el postre Ser? Sólo 50 calorías y hay oferta de dos por uno”, exclama compenetrado en las promociones del día y con el afán de volverse a una vida más sana, más Light, como nos hacen creer en las publicidades recubiertas de verde césped, verde naturaleza, verde esperanza. Y bueno, es que los cuarenta no vienen solos, ya lo creo ¡¿Shampoo que previene la caída del cabello?! No puedo quitármelo de la cabeza, pero disimulo ante él. Mi perplejidad y su distracción hizo que olvidásemos el pack de leche entera, que quedó sepultado bajo la innumerable cantidad de productos lácteos. Y, entre ellos, el inoportuno shampoo con su hermano siamés, el desodorante roll-on aroma a Musk.

Una vez en el pasillo de arroces y fideos, mientras mi querido esposo no se decidía entre el Spaghetti Barilla No. 7 o el No. 9 (para, como de costumbre, terminar comprando dos paquetes de fideos al huevo Don Vicente), vuelvo mi mirada hacia atrás. Descansado sobre la pila de alimentos recientemente seleccionados, lo impensable: la clásica cajita de cartón de la infancia que reza con tipografía manuscrita el nombre de Vitina. La misma caja que mi madre solía apilar en la alacena de casa con maniático y obsesivo orden. Creo que desde los nueve, diez años que no tomo sopa de Vitina. ¿Y ahora mi amorcito se decide por este producto que carga con más reminiscencias que presente o futuro? No vaya a ser que tenga en mente pasar el recién llegado invierno en la cama, tomando sopa, mientras miramos series en Volver o películas blanco y negro en Retro. ¡Dios no lo quiera! Mi anterior desconcierto, mezcla con compasión, se transforma de golpe en un creciente sentimiento de pesar y agravio. 

"Este es ideal para la salsa putanesca, pero si los preparamos a los cuatro quesos, tendríamos que llevar el otro”, me interrumpe antes de que llegue a emitir palabra alguna. Mientras él aún discurría entre las ventajas y desventajas de uno u otro tipo de tallarín italiano, me tuve que tragar la bronca. Y las desvergonzadas letras azules de Vitina no dejaban de reírse en mi cara. 

Frente a la góndola de artículos de farmacia y perfumería, las nuevas fragancias de Avon me cambiaron el ánimo y la cara. Mi esposo, por su parte, estaba a un costado, comparando el precio de la Prestobarba Gillette común con el de la Mach Turbo, promocionada por la perfectamente afeitada cara de Roger Federer. Y entonces lo vi de soslayo, a menos de un metro de distancia. Si no pasaba los ochenta, le pegaba cerca. Luciendo un par de gruesos anteojos de ver, con un ademán lento y cansino, se disponía a colocar una pequeña caja con etiqueta hasta ese momento para mi anónima, en el changuito de nuestra propiedad. Me sentí tentada de codear a mi marido, pero me abstuve. Esto era entre él y yo. 

Cuando el simpático octogenario se volvió sobre el estante de jabones y me dio la espalda, tomé entre mis manos el recientemente depositado producto. La cajita no era ni más ni menos que el publicitado producto de limpieza para dentaduras postizas Corega. Ahora sí, las piezas del enigma comenzaban a cerrarse y a llenarse de sentido. Sin embargo, me embargó una curiosa sensación de melancolía al pensar que, en unos años por venir, mi marido iría a convertirse en él. Entonces, con extrema delicadeza y discreción, coloqué los intrusos productos en el changuito correspondiente, estacionado frente al nuestro del otro lado del pasillo. Y, de regalo, le dejé un pack de esos ricos postrecitos no-Light que yo debería dejar de consumir a partir de mañana.