5 oct 2010

Fuck you, Oscar Wilde

Salgo de casa y es de mañana. Es de mañana o los pajaritos cantan. Quizás sean las seis, la una, o las diez. No lo se.
Camino una, dos… camino tres cuadras.
Cruzo la avenida casi sin mirar. Ni a uno, ni al otro lado.
Sí, ya sé que vos hubieses hecho lo mismo. Vos y tu bastón (O vos y tu galera).
Hubieses hasta frenado un carruaje pituco con tu santa reverencia de dandy, así bien fino y bien puto. ¡Chapeaux!
Pero a mi me puede pasar uno por encima que total el mundo seguirá girando, ¿no? Y ese universo en el que todas mis cotidianeidades – simples y llanas – pertenecen, se esfumará sin un porqué. La muerte lisa, pura, redonda, desnuda, absurda, pero más real que lo real, caerá sobre mi como un rayo.
Llego a la esquina. Doblo a la derecha. Como una autómata, acelero el paso. Soy una mezcla de robot con loba en celo.
Camino siete… Sí, tenés razón: siete no. Camino nueve cuadras. Bien contadas las tenés, ¿eh?
Yo las cuento con los dedos entumecidos, estupefactos del frío dentro del bolsillo del saco marrón. Es que las cuadras (y el tiempo) no se me pasan más.
¿Que no sabés de qué saco te hablo? Uno que no es muy diferente al tuyo. Al tuyo azul, ¡ah, ¿no es azul?! Bueno, negro. Negro noche, suave, de pana.
Ya te acordás del mío marrón, ¿no? Ese que llevaba puesto la noche del bar, de la que te escribí un par de días atrás.  Sí, la noche esa del bar y del estúpido de la barra. Ese que me dice al oído:
“Con ese saco pareces El Principito”.
“¿Quién?”, le pregunto haciéndome la tonta o, mejor, queriéndome asegurar que se trataba efectivamente de un real y vivo estúpido.
El Principito, nena”.
Entonces sobrevuela el cachetazo de mi palma derecha y se estampa en su mejilla izquierda. Así de prepo, sin previo aviso. ¿O desde cuándo tengo que prologar mi arrebato?
¿Que si estaba borracha?
Y sí, puede que sí. Pero no más que él. No da para usar un sagrado nombre en vano. Bueno, tenés razón: yo nombro el tuyo cada dos por tres. Sin permisos, sin licencias, sin porqués.
Doblo a la derecha. Hago media cuadra y llego a la cortada de adoquines. Bien podría ser un callejón cualquiera de una cuadra cualquiera de tu Dublín matinal: frío, gris, maloliente, inmoral. Pero no.
Me doy vuelta y ahí estás vos. No, ya se que no estabas vos, vos. Vos físico. Pero estaba tu aura, tu química, tu qué se yo. Estabas vos y tu frase del día.
“Fuck you, Oscar Wilde”, pensé.
Sí, ya se que no es necesario que te recuerde por milésima vez cómo te llamás. Ya suficiente tenés con cargar el nombre ese.
A ver, acércame el cuaderno ahora, ¿querés? No, en el cajón de la izquierda ¡Y qué se yo cuándo lo cambié de lugar! Al fin y al cabo vos (o tu voz) me sugirió estas mutaciones.
(¿O será que la izquierda es el lado del inconsciente? Algo así leí alguna vez en alguna parte. No, yo tampoco creo mucho en eso.)
Abrílo en cualquier página. Ahora, cerrá los ojos ¡Bien!
Me gusta cuando haces así: es como si decidieras el destino del mundo. Como si por capricho y por audacia, eligieras sobre la faz del gran globo terráqueo:
“China ataca Kamchatka”
O como si fueses un prestidigitador preparando un número de cartas. Un farsante, pero encantador prestidigitador, que pasa las cartas rápidamente, con evidente seguridad en sí mismo, mientras me dice:
“Elegí una, la que quieras”.
Cuando en realidad me dejas precisamente la que has escogido en la mano. Las cartas ya están arrojadas, ¿verdad? Pero nosotros nos las jugamos, es cierto. Como siempre, tenés razón. Sí.
Bueno, a ver.. ¿cuál es la frase del día? Dale: largala, soltala, hacela volar por los aires de mi habitación. O mejor dejame creer que la elijo yo. A ver…
Este capítulo debería llamarse: “Confucio dice” no, “Oscar Wilde dice”. Y Oscar Wilde hoy nos dice:
“Illusion is the first of all pleasures”.
¡Ah, claro! Mirá con qué lujo, con qué elegancia, con qué desparpajo, con cuan poco pudor y reparo me tratas de ilusa en el más fino british style. De ilusa y de calentona ¡Dios mío!
En fin, así como estás ahora, así te me apareciste en medio de la cortada. Ayer.
Aunque sonaría mejor: en medio de un callejón de tu sucia, inmunda, maloliente, degenerada y fría Dublín matinal. Pero no. Perdón por arrastrarte a mi suburbio del sur del gran Buenos Aires.
Entonces, me hago la que no te escucho nada. Sí, ya sé que tu voz es omnipresente: que todo lo ve, que todo lo siente, que todo lo sabe.
Pero me hago la boluda. Y toco el timbre nomás. En la casa de rejas rojas y ladrillo a  la vista en medio de la cortada de empedrado.
Toco una vez. Me aferro al timbre como si fuese el del antro de un dealer.
Porque yo acabo de entrar en pleno síndrome de abstinencia ¡Sí, señor!
Y me rechinan los dientes, se me aflojan las piernas, las células no me responden: las células dejan de comunicarse entre ellas, mientras esperan el shock adrenalínico que les devuelva su energía vital.
Siento un cosquilleo en todo el cuerpo, como si un enjambre de abejas me caminara por sobre la epidermis. O un ejército de hormigas rojas.
Dejo de respirar. Lo juro. Te juro. Por una milésima de segundo, el pecho se me encoje y no respiro. No inhalo, no exhalo aire ¡Me muero!
Soy un nudo en el estómago.
Eso soy: un retorcido nudo en las tripas
Después, se me acelera el corazón, “tic”, “tac”, “tic”, “tac”, “tic”, “tac”.
Creo que transpiro. Sí, transpiro. También me mojo (creo que me mojo).
Las vísceras me gruñen. El síndrome de abstinencia se hace tan intolerable como el placer mismo. ¡¿Por qué?!
Supongo que les debe suceder exactamente igual a los que se pican las venas.
Ah, sí, vos bien sabes de esa cosa llamada deseo. Pero yo: yo apenas tengo diecinueve. No se nada de la vida. Pero esto sí que carajo duele. Y se siente en cada centímetro del cuerpo.
Vuelvo a tocar timbre. ¡Riiing!  La saliva se acumula en mi boca.
Y sale él. Sí, ¿por qué no habría de salir?
Con el segundo ¡Riiing! en do sostenido.
Sale en pantalón corto blanco, remera blanca y descalzo, comiéndose una banana.
¿No tiene frío este boludo?, pienso.
Sí, una banana. Te juro. Una banana con la cáscara colgando.
Ahora el estómago se me revuelve de vergüenza. ¡Comer una banana en plena mañana! ¿Es que es de mañana? No se. Ni yo me sé qué hora es.
Pero él parece dormido. De lejos le veo las lagañas. Y está despeinado. Aunque siempre está despeinado (¡y qué bien le sienta!).
Por un minuto, tan breve como el silencio, siento asco de la banana, siento repulsión de él, y de mi. Ilusa. Estúpida. Incrédula.
No es necesario que me lo recuerdes. No, no, no. Ya lo sé. ¡Puta! Que me lo tenés que repetir nomás:
Illusion is the first of all pleasures”.
Ilusa, necesitada, caliente, perdida. ¿Dónde está mi estimulante del día? Vamos, ¿dónde está mi dosis?
Él se demora en abrir, simula no encontrar la llave. Me hago la que espero con paciencia. La que miro a los costados. No quiero que nadie me vea acá, así.
El perro San Bernardo aparece detrás de él. Le cuelga un halo de baba. Espesa, pesada, cae en la baldoza. Hace ¡plaf! en la baldoza fría como los dedos de mis pies.
“Hola”, beso en la mejilla
“Hola”, apoyo la mejilla
Acaricio al perro. Le toco las orejas, Juego con sus orejas desproporcionadas con respecto a su cara. Me mira con sus ojos tristes de siempre.
Pienso si no serán el mismísimo reflejo de mis ojos. Quizás sea solo cansancio. O resignación. Vaya uno a saber qué.
El perro se olvida rápidamente de mi y vuelve a entrar. Él hará lo mismo un par de horas después. Lo sé. Sí, sé que vos también lo sabés.
“¿No te estás cagando de frío así?, yo.
“Entremos”, él.
Y se cierra la puerta detrás suyo.
En la cocina hay olor a café recién hecho, a pelo de perro San Bernardo, y a su perfume de siempre. Hoy igual que siempre.
Es él que se acerca de atrás. Me abraza. Y el saco marrón se encoge tanto como mi corazón, o como mis venas, o como mis células, o como mis tripas. Pero el sexo se abre y se expone. Se vulnera.
“¿Subimos?”
Y yo, yo me aflojo los botones del saco marrón, y me doy media vuelta. Entonces ahí, frente a su boca, todo tiene sentido.
Al menos esa ínfima porción de tiempo cobra sentido en mi microcosmos, simple, llano, redondo, puro, desnudo, absurdo.
¿Me escuchás? ¿Seguís ahí, Oscár? ¿Dónde te metiste ahora? ¡Volvé, Oscár!

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