28 may 2010

De la Identidad (o de cómo Yo es Artaud)


Estimado Doctor,
A principios del siglo pasado, un joven poeta francés dijo, desde el ombligo mismo del limbo y muy a pesar de la tradición que nació con Parménides, “je suis (un) autre”, “yo soy (un) otro”. Curioso credo el de los racionalistas, ese que reza “Yo soy yo, y por tanto no soy ese hombre que camina en la vereda de enfrente. No soy la silla, ni el árbol que estoy mirando. Soy distinto del mundo, y me limito a ser este cuerpo y esta mente”, ¿verdad? Si hago una retrospectiva, podría afirmar que gran parte de mi vida (sino toda mi vida hasta hoy) se ha desarrollado a la luz de la búsqueda de un sentido para dicha frase, aún habiéndome topado con ella en mis años de juventud.
Si pienso en mi infancia, la férrea educación religiosa me puso en ese camino que no elegimos (así como no elegimos un nombre con el que nos van a identificar a lo largo de nuestra existencia, incluso mientras estemos ausentes); ese camino que se transforma en ley que afirma: “yo soy el prójimo”. Ese a quien debo amar y respetar como a mi mismo; a quien no debo desearle el mal como no me lo deseo a mi, ya que yo soy ese otro (que no es sino la imagen y semejanza del otro con O mayúscula).
Sin embargo, la turbada adolescencia me enfrentó al despiadado espejo, y descubrí que yo no me amaba ni tenía la menor intención de hacerlo, en tanto apenas podía hacerme una idea de lo que iba la vida y, muchos menos de quién era yo. A pesar de que en clase me llamaban por mi nombre (un nombre que no elegí, repito) o en la calle me gritaban: “Fulanito” y yo reaccionaba ante dicho estímulo, aún no sabía quien era yo. Pero, paradójicamente, volví a ese camino que venía trazándose silencioso pero inexorable, y volví a ser el otro. Fui, entonces, mi compañero, mi “par”, ese otro que me entiende a la perfección, de ahí que ambos seamos “el mismo”. Aún en la enajenación nos identificábamos por completo, nos apropiábamos del vacío de no poder ser uno mismo aún, llenándolo con la presencia del otro que era yo. Pero, como le explicaba anteriormente, yo seguía respondiendo a mi nombre, ese que, según los cánones, era yo.
Mis años de militancia universitaria me llevaron a abrazar la bandera comunitaria, donde aquellas diferencias que nunca habíamos logrado construir se fundían en una identidad con nombre pero sin apellido. Léase “pueblo”, “comunidad”, “hermandad”, “unidad”. Entonces volví a ser ese otro: el tullido, el oprimido, el bastardeado, el alienado, el campesino de la China de Mao, el balsero cubano, el sublevado, el bolchevique. Fui otro que, según me adoctrinaron, era yo. Entonces, ¿qué era yo sin el otro?
Más adelante, me adentré en las artes del teatro, donde me puse en la carne y en la mente de otros hombres: fui todos los hombres que son, en verdad y en virtud, el hombre. Fui una máscara que mantiene velado el umbral donde el yo se transmigra en el otro y se borran, pues, todas las fronteras de la denominada “identidad”. Con el transcurrir de mi juventud, me aventuré a descubrir un otro dentro de mi yo (y ahora entiendo este yo como el “yo” cotidiano, ese que repite hasta el hartazgo los hábitos y rutinas diarias, y que responde a su nombre tanto como respeta reglas y leyes que no ha creado ni amado). O mejor dicho, y a decir freudiano, me encontré con un “ello” dentro de mi “yo”. Me entregué, pues, a los placeres carnales, al deseo, y a la sensación de más plena libertad, donde no fui dueño de mis acciones ni de mis pensamientos. Es decir, donde no fui dueño de mi mismo. No dispuse de mí.
Finalmente, cuando Artaud cayó en mis manos, creí encontrar un hito, una señal. ¿Quién soy yo cuando toda mi vida hasta el día de hoy fui otro? Y el endemoniado poeta me responde, riéndose en mi cara, qué otra cosa sino: “yo soy (un) otro”. Entonces, jugué a ser Artaud, y la poesía, ese no-lugar del máximo y auténtico riesgo, donde todo es posible, anuló al pretendido yo. Y fui el extraño, el pavoroso, el enajenado, el extranjero, el foráneo. Fui otro nuevamente. Ese otro que, como era previsible según vuestra ley pero paradójicamente en relación a mi historia de vida (que no debe ser muy ajena a la suya, o a la de éste, o a la de aquél, signadas todas por el destino, si se quiere, de ser un otro);  ese otro que me condujo, pues, a esta sala desnuda, de paredes altas, blancas y frías, donde ni siquiera hay espejos ni miradas, no hay nombres ni identidades. Y pienso hacia mis adentros: “Qué ignorancia, la vuestra, de aquello sobre qué es ser yo; estupidez que sólo puede ser comparable a la pretensión de limitarlo, cuando ese yo no ha sabido ser otra cosa que un otro.”



24 may 2010

Esto sí es "under"

Él dice "estar en el sino”. Yo le digo “¡dejate de joder! Si esto es, literalmente, estar en el horno”, y me abanico con una hoja de revista hecha pliegues. Él hace caso omiso a mis palabras y ensaya unos acordes en su guitarra criolla. Yo le pregunto, “¿qué carajo es el sino?” Él, con su voz ronca de trovador sabelotodo, me dice “es el ámbito donde confluyen todas las posibilidades todas”. Yo le respondo, riendo, “a mi me suena que es el ámbito donde hay más nos que sís”. Él me lanza una suerte de gruñido que, seguramente, acompaña con el fruncir de su entrecejo. Y a continuación, lo interrogo, “¿cuánto hiciste hoy?" Entonces él hace sonar las monedas anidadas en su sombrero Panamá y me pregunta jocoso, “¿cuánto pensás?” Yo agudizo el oído, revoleo los ojos detrás de los anteojos negros, hago imaginarias cuentas mentales y le tiro un “15”. Él se ríe y me dice, “le erraste por cuatro”. Yo le pregunto, “¿y si te armas de un nuevo repertorio? La gente quiere escuchar una que sepamos todos. Y lo tuyo no lo conoce ni magoya”. Él me dice “no, no, no: ya es suficiente con un Arjona surgido del subte porteño. Que el espíritu de Ian Curtis no permita que caiga en esa maldita enfermedad capitalista”. Yo le digo que Arjona no suena mal, que todos necesitamos un poco de amor e ilusión en nuestras vidas; que sus letras de desamor, oscuras y pesimistas, no le levantan el ánimo a ningún pasajero que, de por sí, ya tiene suficientes pesares en la vida allá arriba. Él me dice que no entiendo nada, que el amor nació de una desgarradura y que es matemáticamente imposible que no vaya de la mano del dolor, la pena, y el llanto. Yo le digo “¿Y que me decís de Los Beatles, eh? Ellos sí le cantaron al amor con alegría y optimismo, ya que todos queremos a alguien que nos tome de la mano, y mirá donde llegaron, ¿eh? Son más famosos que Jesús (que mi finada madre me perdone).” Y me persigno. Él, con un dejo un tanto sobrador en la voz, me dice “ja, puro marketing”. Yo le pregunto, ensayando un remate de inocente asombro, “¡¿ya existía el marketing en los 60?!” Él lanza una corta, pero sincera, carcajada “¡pero claro, chabón, el marketing existe desde tiempos de Gorgias!”. Yo pienso que quién mierda es Gorgias, pero mejor me callo porque seguro me larga su perorata de joven intelectual, y yo ya tengo los suficientes años y calles andadas para esas cosas de universidad. Yo le pregunto, “entonces, si los Beatles fueron lo que fueron gracias a San Marketing, ¿porque no te armas vos del tuyo propio?” Él deja de afinar la criolla y me lanza con sarcasmo, “¿estas insinuando que haga publicidad de mi propia música?” Yo le respondo, “y sí, nene. Si lo hizo ese tal Gorgias y Los Beatles también, mal no te puede ir, ¿no? Quién te dice si en una de esas no te sacan de acá abajo”. Él acerca su espeso aliento a humo de cigarrillo a mi mejilla derecha, pero el estruendo que hace el subte con destino a Catedral se sale con la suya, “vos quer… yo tran… con esos… josdeput… ultinacional…roban tod…cgan en el arte. Esto es poe... la úni… erdad”. Y ante el efímero silencio que precede al justo momento en el que, por necesidad y urgencia, se abren las puertas de los vagones, comienza a cantar ese tema que ya me se de memoria. El de un pibe que golpea las puertas del cielo y descubre que no hay Dios sino una especie de voz omnipresente, como una voz amplificada de la conciencia, que le recuerda el daño y el mal que hizo en su vida, le reprocha las mentiras, los engaños, las mujeres que ha lastimado y que ha hecho llorar. Él canta altivo y orgulloso como si lo hiciese frente a un estadio repleto o un teatro inundado de ala a ala, con su guitarra en mano, mientras los pasajeros desbordan la plataforma (los que vienen se chocan con los que van) y se apresuran a la gran boca que los escupa de vuelta hacia arriba. Yo le pregunto si allá arriba no se estará mejor. Y él, con la convicción de un trovador sabelotodo, me dice, “no, arriba es pura ficción. La verdad está en el under.” Y yo pienso que acaba de dar a luz a su frase de marketing, aquella que lo catapultará Dios sabe dónde.

5 may 2010

Los intrusos

En el pasillo de los productos de limpieza fue cuando aparecieron, silenciosos pero contundentes, dentro de nuestro carrito los tres cartones de leche entera La Serenísima con Cerecol, fortificada en hierro, calcio y demases. Ocurrió justo mientras debatíamos con mi esposo entre llevar el Cif cremoso o el líquido. Él opinaba como si fuese el encargado de hacer la limpieza diaria de azulejos, mesadas y vidrios. Comparaba uno y otro producto utilizando argumentos dignos de un perito en el tema: “El líquido rinde más y es menos abrasivo. Y fijate el precio, mi amor. Apenas hay diferencia”. 

Al volver nuestra mirada sobre el segundos antes vacío changuito, notamos la presencia de los intrusos. Ninguno de los dos consume leche entera compuesta de ignotos (pero en teoría saludables) componentes, así que nos miramos en total desconcierto, a punto de hacer responsable al otro (ritual propio de nuestras compras dominicales). Sin embargo, esta vez era claro que ni él ni yo habíamos procedido de tal manera. Decidimos adjudicar, pues, el extraño hecho a alguna confusión ajena y devolver los cartones de leche cuando nos dirigiésemos al sector de los lácteos.

Una vez allí, nos dispusimos a elegir por inercia (y a cuatro manos) yogures con cereales, yogures para el tránsito lento, manteca, queso Port Salud, quesos untables, queso crema, un pack de Actimel y, muy a pesar de la fácilmente quebrantable promesa de dieta, postrecitos de chocolate (para mi) y de dulce de leche (para él). Cuando los brazos no daban abasto, fuimos a dejar la mercadería en nuestro carrito y, ¡oh, sorpresa! Un shampoo para hombres de 700 ml en promoción con un desodorante roll-on aroma a Musk me mira con insolencia desde el fondo del enrejado metálico. Esta vez tuvo que haber sido él, me digo. Pero, pensándolo dos veces y en un desesperado intento por convencerme de lo contrario, mi esposo no usa este tipo de producto ¡¿Shampoo que previene la caída del cabello?! ¿Desde cuándo? A menos que haya querido omitir en nuestras charlas su preocupación por la incipiente calvicie, pienso. Luego poso mis ojos sobre sus entradas, justo en el momento en que se inclina, y es evidente que comienzan a asomarse con cierta resistencia pero tristemente certeras. 

“¿Y si cambiamos por el postre Ser? Sólo 50 calorías y hay oferta de dos por uno”, exclama compenetrado en las promociones del día y con el afán de volverse a una vida más sana, más Light, como nos hacen creer en las publicidades recubiertas de verde césped, verde naturaleza, verde esperanza. Y bueno, es que los cuarenta no vienen solos, ya lo creo ¡¿Shampoo que previene la caída del cabello?! No puedo quitármelo de la cabeza, pero disimulo ante él. Mi perplejidad y su distracción hizo que olvidásemos el pack de leche entera, que quedó sepultado bajo la innumerable cantidad de productos lácteos. Y, entre ellos, el inoportuno shampoo con su hermano siamés, el desodorante roll-on aroma a Musk.

Una vez en el pasillo de arroces y fideos, mientras mi querido esposo no se decidía entre el Spaghetti Barilla No. 7 o el No. 9 (para, como de costumbre, terminar comprando dos paquetes de fideos al huevo Don Vicente), vuelvo mi mirada hacia atrás. Descansado sobre la pila de alimentos recientemente seleccionados, lo impensable: la clásica cajita de cartón de la infancia que reza con tipografía manuscrita el nombre de Vitina. La misma caja que mi madre solía apilar en la alacena de casa con maniático y obsesivo orden. Creo que desde los nueve, diez años que no tomo sopa de Vitina. ¿Y ahora mi amorcito se decide por este producto que carga con más reminiscencias que presente o futuro? No vaya a ser que tenga en mente pasar el recién llegado invierno en la cama, tomando sopa, mientras miramos series en Volver o películas blanco y negro en Retro. ¡Dios no lo quiera! Mi anterior desconcierto, mezcla con compasión, se transforma de golpe en un creciente sentimiento de pesar y agravio. 

"Este es ideal para la salsa putanesca, pero si los preparamos a los cuatro quesos, tendríamos que llevar el otro”, me interrumpe antes de que llegue a emitir palabra alguna. Mientras él aún discurría entre las ventajas y desventajas de uno u otro tipo de tallarín italiano, me tuve que tragar la bronca. Y las desvergonzadas letras azules de Vitina no dejaban de reírse en mi cara. 

Frente a la góndola de artículos de farmacia y perfumería, las nuevas fragancias de Avon me cambiaron el ánimo y la cara. Mi esposo, por su parte, estaba a un costado, comparando el precio de la Prestobarba Gillette común con el de la Mach Turbo, promocionada por la perfectamente afeitada cara de Roger Federer. Y entonces lo vi de soslayo, a menos de un metro de distancia. Si no pasaba los ochenta, le pegaba cerca. Luciendo un par de gruesos anteojos de ver, con un ademán lento y cansino, se disponía a colocar una pequeña caja con etiqueta hasta ese momento para mi anónima, en el changuito de nuestra propiedad. Me sentí tentada de codear a mi marido, pero me abstuve. Esto era entre él y yo. 

Cuando el simpático octogenario se volvió sobre el estante de jabones y me dio la espalda, tomé entre mis manos el recientemente depositado producto. La cajita no era ni más ni menos que el publicitado producto de limpieza para dentaduras postizas Corega. Ahora sí, las piezas del enigma comenzaban a cerrarse y a llenarse de sentido. Sin embargo, me embargó una curiosa sensación de melancolía al pensar que, en unos años por venir, mi marido iría a convertirse en él. Entonces, con extrema delicadeza y discreción, coloqué los intrusos productos en el changuito correspondiente, estacionado frente al nuestro del otro lado del pasillo. Y, de regalo, le dejé un pack de esos ricos postrecitos no-Light que yo debería dejar de consumir a partir de mañana.