C se prepara para ir a bailar en la que será su no primera vez en dieciséis años. Se mira al espejo mientras se pasa pacientemente la planchita de pelo regalo de quince de la tía G. Luego se abulta las pestañas con rimmel bien negro, negro noche, hasta dejarlas grumosas. Esta noche estrena el pintalabios que combina a la perfección con su esmalte de uñas rojo pasión, adquisición de una tarde de sábado en el “Boli Shopping” de Camino Negro. En la tele de la piecita de al lado, un travesti entrado en años canta Resistiré en Crónica. Y C tararea la ya pegadiza melodía.
“Llevate el saquito blanco de la Pame, nena, que a la vuelta levanta viento de tormenta”. El pedido de la madre interrumpe su canto.
“Ah, y haceme el favor de bajarte la pollera”, vuelve a exclamar desde la cocina, sin sacarse el pucho de la boca, mientras acuna al hermanito bebé de C quien la escucha a medias, con la puerta entreabierta de un baño lleno de vapor y olor a colonia barata, mezclado con fijador para el pelo. De mala gana, frente al espejo, la nena se baja la pollera roja de un tirón. Pero no hay caso. Baja la vista a su bajo vientre: o deja al descubierto su ombligo portador de piercing brillante, o exhibe sus suculentos muslos morenos. Opta por lo primero, mientras se coloca las manos en su estrecha cintura, arquea las cejas y observa hipnotizada sus enrojecidos labios no vírgenes. El largo pelo de brillante azabache cae suavemente por su espalda, haciéndole cosquillas. Juega a recogérselo en un rodete imaginario, para luego arrepentirse con un puchero de labios carnosos que regala al espejo. Lo vuelve a dejar caer, (sedoso como en las para ella lejanas modelos de Pantene) acariciándole la raya de la cola. Uno de sus dedos juega con la punta de su lengua tan no virgen como esa mismísima boca hecha para el crimen. Cierra los ojos pesados de rimmel negro y escucha distraída la voz de su madre, una voz que se hace cada vez más distante, sumergiéndola en un sonrojado ensueño…
“Tomate el 318 y bajate antes de llegar al puente, enfrente de los Evangelistas. No te bajes en la parada de la esquina de la casa de la abuela que están esos pibesfumapaco, Dios los libre y los guarde. Mejor que hagas una parada más, querida, mirá que es peligroso. Dejale a la abue esta bolsa con los mandados. Decile que le compré unos bifes y unos tomates para la ensalada, y que no se olvide de tomar la pastilla antes de irse a la cama. Sé buenita, dale, dejale todo en la cocina. Tomá, abrí con mis llaves que ahora le aviso que salís para allá.”
C sale del baño a las apuradas, mete un bollito de billetes de 5 pesos en una cartera negra y se pone los tacos. Decide cruzarse la carterita, marcando aún más sus turgentes pechos adolescentes. La madre le ata el saquito blanco a la cintura, “tapate el culo, nena, que si tu padre te ve así, te mata”. Le entrega la bolsa y, dándole un beso en la cabeza, vuelve a caer en la cuenta, como cada sábado a la noche, de que ya no es más una nena. Pero no puede evitarlo: “Llamáme cuando estés en la puerta. No te olvides, eh. ¡Ah! Y volvete en remis, mamita. Sino llamalo al Dani que te pase a buscar cuando salga de su turno.”
C sale de la casa chancleteando los tacos con hebilla de su hermana mayor, hasta que se acostumbra a la altura. Cierra la puerta y la voz de su madre al teléfono va quedando en el olvido, “Ahí va la nena, vieja. Te lleva todo. Sí… entra con mis llaves, quedate tranquila… sí… fijate que no se vaya más pintorrajeada de lo que salió de acá..."
Da vuelta la esquina. Los negocios de alrededor del cementerio de Lomas van cerrando sus puertas, y empieza a levantar una brisita de tormenta veraniega que le eriza los pelos del brazo. Llega a la parada del 318, luciendo su sugerente musculosa blanca y esa minifalda roja, bajo una luna llena que ilumina su metro 63 con tacos. Delante suyo, una parejita se besuquea con mucho ruido y ella se inquieta levemente.
“¿Dónde dice que va la hermanitadelaPame?”, una voz que se asemeja a un aullido afónico le habla al oído. Se da vuelta y, en el momento en que lo hace, un bretel de la musculosa se desliza por su hombro desnudo. Un pibe alto y flaco, de unos veintitantos, fija la mirada en su generoso escote.
“¡Qué grandecita está la nena, eh! Vó no me conocé, soy amigo de tu hermana”. Se limpia una mano en su vaquero lleno de manchas de grasa y aceite, mientras que con la otra se acerca una botella de cerveza a la boca. C no puede evitar mirarle la entrepierna, una incómoda costumbre que tiene desde pequeña.
“¿Queré birra? ¿Dónde me decíque vá?”, le pregunta antes que C llegue a contestar la primera pregunta, cuya respuesta iba a ser un “no” sin un “gracias”.
“A lo de mi abuela”, le contesta en un suspiro, mirando de costado con aires de chica-grande interesante, mientras se acomoda torpemente el bretel caído.
“¡¿Así vestida?! ¿Qué dicen tus viejos que salgas así tan trolita y tan linda, nena?”, lanza una burlona carcajada dejando escapar un aliento dulcemente asqueroso.
C se da media vuelta esquivando su seductora y lasciva mirada. La chica de la parejita de adelante la mira con desgano, pero no hace ni dice nada. Su mirada habla por ella, “y sí, pendeja, si salís a la calle vestida así, bancátela.”
Llega el colectivo y suben los tres, dejando al muchacho alto, de rasgados ojos verdes y enormes rulos negros, ensimismado en la imagen del culo de C subiendo en cámara lenta al 318.
“Con la botella no subís pibe, no jodás”, le grita el chofer.
C ocupa el primer asiento que encuentra libre y, por la ventanilla, observa los ojos enfurecidos del extraño y su extasiada boca de lobo vorazmente hambriento. Se arrepiente de haber cruzado palabra con él, pero no puede no caer presa de una curiosa excitación fatal. A las pocas cuadras, vuelve a sentirse a salvo y se olvida de todo.
Pide parada en la esquina de la casa de la abuela, haciendo caso omiso a las palabras de su madre. Se siente a punto de explotar de una mezcla extraña de ansiedad y miedo. Se le tuerce el taco y putea por lo bajo, caminando cada vez más rápido. Abre la puerta.
“Abue, acá estoy. Te dejo la bolsa del mandado en la cocina”, se anuncia al cruzar el umbral. El cuzquito blanco y negro está acurrucado detrás de la mesa ratona del teléfono.
“¿Qué le pasa al Pichi? Vení Pichi. Abue, ¿estás en el baño?" insiste C mientras alza al perrito que no deja de temblar. Está todo meado. Esta vez, la nena putea en voz alta mientras se dispone a secar el piso con un trapo rejilla. Su abuela no contesta.
La radio está sintonizada en el programa de cumbias correntinas que la abuela M escucha antes de cenar. A C le gustan esas canciones pero procura que los pibes del barrio no se enteren porque “en Poupèe no pasan esa mierda de provincia, ¿entendé?”. Ensaya unos pasitos de baile frente al espejo, mientras apoya la bolsa en la mesada de la cocina. Camina taconeando hasta la habitación de la abuela y una voz extrañamente familiar la sorprende por detrás:
“¡Qué culo más perfecto que tené, pendeja! Y esas tetas, por Dió, ¡qué tetas más grandes tené!”
Un par de manos enormes como garras, manchadas con aceite de taller, pero milagrosamente hechas a la medida de sus pechos, la cubren toda mientras el aliento a cerveza le pega en la nuca. Los dientes se hincan en el lóbulo izquierdo de C, quien se sobresalta y ruega con lágrimas que comienzan a asomarse,“¿Dónde está mi abuelita?"
El extraño le levanta la pollerita roja por detrás y la arroja a la cama matrimonial, sujetándola fuerte de su larga cabellera negra, mientras ella libera gritos de socorro y placer. Le apoya la pija grande y dura en su espalda, mientras recorre el cuello con una lengua áspera mezcla de cerveza y cigarrillo. El cuzco se trenza a la pierna del extraño cual perro cazador, pero el pibe alto y flaco se lo saca de encima de una patada, dejándolo a un costado, quejándose de dolor.
“Así te quería tener, pendejita”, le susurra al oído mientras manosea su preciado culo con una mano y comienza a quitarle el corpiño de encaje rojo con la otra.
“¿Dónde está mi abuelita? ¿Qué le hiciste?”, grita C con todas sus ganas pero, curiosamente, sin ejercer resistencia. Contiene las lágrimas, y se entrega de a poco.
“A tu abuelita me la comí, nena. Sí, me la devoré. Estaba bien rica, aunque seguro tu conchita está más jugosa y mojadita. Dejame que…”
“¡Nenaaaaaa!, ¡¿qué estás haciendo?! ¡Me podes decir qué estás haciendo!” La puerta del baño se abre de un golpe. El bebé desborda en llanto al unísono con el grito de la madre que lo carga en brazos, parada boquiabierta en la puerta del baño . El vapor y el sopor dejan entrever el cuerpo redondeado de C frente al espejo, retorciéndose de desvergonzado placer, sus ojos de rimmel corrido entrecerrados y los dientes presionando suavemente sus carnosos labios. Los cachetes se sonrojan cada vez más, mientras sus uñas rojo pasión se mueven sincrónicamente en esa oscura humedad adolescente. Su ombligo brillante queda al desnudo y sus muslos morenos se contraen en violentos espasmos.
“¡Pero a vos te parece! ¡Dónde se vió algo así! Y después salis a la calle vestida como una puta. Vos no salís nada hoy, nena, no te vas un carajo”. Le pega un cachetazo en el culo que la dispara del baño a la piecita de al lado, mientras Zulma Lobato sigue cantando en Crónica y los pibes del barrio salen para ir a bailar.