29 nov 2009

La posesa




Consultamos curanderas, chamanes y brujos, médicos renegados de su nombre que habían optado caminar por sendas más oscuras pero proporcionalmente redituables. Nada de ello funcionó.

“Engendramos un demonio”, solíamos pensar, pero asumiendo muy en el fondo que ese era también nuestro destino y nuestra cruz. Aquello que no está permitido decirse, aquello que viene silenciándose desde hace milenios, salía a borbotones, vomitado por esa garganta metálica que hacía estallar los vidrios de la casa en cien mil esquirlas.

Podía recitar párrafos enteros de la Odisea con el timbre de voz de un tenor; discurrir acerca de cualquier tema con la vehemencia de un orador romano; repetir cálculos mentales con un ritmo fatalmente frenético; proferir frases en arameo, latín y zulú. Entonaba estrofas de marchas militares o de himnos europeos, así como también cánticos medievales, mientras por lo bajo exorcizaba los durmientes secretos de generaciones pasadas, como si fuese un disco de pasta escuchado de atrás hacia delante, portador de siniestros mensajes crípticos. Sus cuerdas vocales despertaban el pavor, gritando viejas penas, antiguos dolores y torturas, acallados padecimientos y reprimidos reproches, con la violencia del rugido de una fiera enjaulada, que podía ser tigre, pantera o dragón. Decidimos encerrarla en el baño, inmersa en vapores que suavizaran el caudal de su voz y que acallaran su amenazante verborragia. Sin embargo, sólo lográbamos sumergirla en un sopor tal que quedaba desmayada, balbuceando palabras sin sentido, en un fluir errático y constante, como el molesto eco del zumbido de una mosca mareada entre cuatro paredes de metal.

Su discurso monocorde y extático, disfrazado de grandilocuentes explicaciones analíticas, axiomas, teoremas y alegorías, dejaba escapar historias que nos enfrentaban con nuestros pudores, nuestras vergüenzas y nuestras culpas. Nos escupía en la cara las verdades y las metáforas, como si se tratase de un oráculo endiablado. Sus extremidades acompañaban el acompasado ritmo locuaz con movimientos espásmicos que no lográbamos controlar ni los expertos diagnosticar. Por momentos, la invadía una mudez que de tan profunda e inconmensurable, nos aterraba de pies a cabeza, como si estuviésemos caminando bajo un cuartel de enormes nubes negras que anuncian un incipiente tornado. Eran segundos apenas, duraban lo que el último aliento de un muerto, para luego abrir las compuertas de sus labios y dejar escapar esas aprisionadas voces de fuego que hacían sangrar nuestros oídos por dentro.

Y en el final devino el silencio, milagrosa y salvíficamente. Llegó con un remedio letal, que donamos a nuestros ya enfermos oídos, el cual provocó esa sordera deseada, sumiéndonos en el más prístino de los silencios. Uno que provenía de esa elocuente boca metálica, que ahora sólo vemos moverse como si fuese la de un muñeco parlante a quien olvidamos darle cuerda.

Ojos que no ven, corazón...


A dos metros de distancia, detrás suyo, en un asiento individual contra la única ventanilla cerrada, me encuentro yo, disimulando la fiebre y la ansiedad. La observo detenidamente, como si se tratase de una de esas transpiradas tardes en que solía regalarme la imagen de su espalda desnuda, sentada al borde de la cama. El cuello largo, blanco, altivo, digno de un Modigliani, caprichosamente despojado de ropas a pesar de la brisa matutina que se cuela a través de las ventanillas abiertas. Las orejas pequeñas, pequeñísimas, como si perteneciesen a la niña que fue y que no conocí, y el cabello rubio ceniza a medio atar, luchando contra la ráfaga que levanta un camión al pasar. Poso mis ojos en la mosca que se empecina en aferrarse a la piel de aquel hombre extrañamente familiar, que se me antoja un tanto canoso, ya entrado en años, y opacado por el hastío, o más bien resignado a las pérdidas (tal como lo describiese ella la noche que nos conocimos, unos muchos años atrás).

Yanine acaricia esa amada mano que espanta la mosca - que vuela hacia mi lado que se transforma en heraldo que trae un negro y siniestro presagio- :

(- Te pido que seas fuerte, que no te sientas culpable, que…. - dice él, evitando sus ojos)
(- No hables así, por favor, que hoy está prohibido despedirse con lágrimas - responde ella)

 Mastico fuerte, aprieto los dientes, callando redundantemente mis ilusiones, mis penas, y mis mil y un reproches. Simplemente me dispongo a contemplar la escena, como testigo sordo y mudo que soy. Es la primera vez que lo veo a él, y lo descubro tal cual ella me lo revelara, como si sus palabras lo hubiesen dibujado a la perfección. Por años jugué soberbiamente a mirar a través de aquel par de ojos a los cuales no les fue permitido ver, pero maldije aquel sentido que le fuese dado por partida doble: el tacto. Me resigné, pues, a no acariciarla como lo hacía él, con la intensidad y el asombro propios de aquella fuerza que se encuentra potenciada por defecto, ya que es sabido que por aquello que se nos quita, se nos promete un don gratuito. Entonces, hice un pacto con un no Dios, con el fin de absorberla ante la mínima mirada, devorarla y congelarla en mi retina donde ella pudiese admirar su propio reflejo, tristemente olvidado en los ojos de ese otro hombre.
En este momento, Yanine (inmóvil, imberbe, imperturbable, paradójicamente impoluta e inmaculada) ignora mi presencia, pero su cuello erizado y la rigidez de su postura toda, intuyen mi mirada clavada en ella. Con el tiempo ha aprendido a ver más allá, y a decodificar los signos de un cuerpo que habla, que teme, y que ama. Noto cómo la mano de él se deja caer suavemente sobre la de su mujer, y en este terreno de pieles que sienten tanto como ven o hablan, no tengo autoridad alguna. Se reconocen sin mirarse, reafirmando y justificando una vez más porqué van hacia donde van. Yo también lo se y, por ello, quise ser testigo de este último peregrinaje. Simbólicamente, el vuelo de la mosca en un éter frío y revelador, ilustra un final anunciado. Los espío con cierta desfachatez, aferrándose a esos últimos minutos de vida antes de un adiós que, desde mi ausente cercanía, festejaré en ese silencio con el que me fue dado cargar en esta vida.

Señor afilador





No conozco su cara. No. Tampoco sé cómo viste. No podría decir con certeza si es usted joven o maduro en años. Mucho menos me se su nombre, o su apellido, o su apodo; no conozco su nacionalidad ni su lugar de procedencia. No recuerdo si mi familia ha precisado de sus servicios, o ha prescindido de los mismos ¿Ha cruzado usted alguna vez el umbral de esa casa que supo ser la casa de mi infancia? ¿Ha arrimado usted su bicicleta (porque ese es su preciado medio de transporte, ¿verdad?) contra el paredón blanco del chalet de la esquina de Tucumán y Paso, con ladrillos a la vista, ventanales grandes, balcones de begonias y magnolias al sol, garaje doble, patio pequeño y terraza? Puede que sí lo haya hecho.

¿Tiene usted registro de nuestras tijeras de costurería, de nuestros “tramontina”, y de las famosas y bien ponderadas “chairas”? (Nota del Redactor: Dícese, a mi entender, del cuchillo de carnicería de hoja de 30 cm., según la abuela Memé, a quien nunca llegué a preguntarle porqué lo llamaba así. Puede que sea un invento mío – es decir, una (re)creación del lenguaje heredada de mi madre- ; o puede tratarse de una palabra tomada de algún dialecto del sur de Italia; o, incluso, un concepto que supo construirse en el imaginario de mi hogar). En fin, ¿ha tenido usted el privilegio de afilar la “chaira” que solía colgarse detrás de la puerta de la cocina? Un minuto: ¿no es la “chaira” lo que utiliza usted para afilar? Ahora que lo pienso bien, creo que es eso mismo. Sí. Usted solía afilar los cuchillos de mango rojo oscuro de mi abuelo paterno ¿Cuánto ha cobrado por ese trabajo? ¿Cuánto solía cobrar por esos trabajos? Y en vistas a los aconteceres actuales, ¿se ha visto afectado su oficio por la cruel globalización? ¿Y qué me dice de la devaluación, de la recesión, eh?

¿Sigue usted teniendo los mismos clientes de hace ya quince o veinte años? Aquellos vecinos de cuadra que me vieron infinidad de veces arrastrar la bicicleta de mi hermana con ella arriba llegando con esfuerzo a los pedales, o yendo los sábados a la tarde a hacer los mandados a La Simbólica de mitad de cuadra? ¿Usted me recuerda en esos paseos? Creo que nunca nos cruzamos. No. Usted solía pasar por la cuadra a la hora de la siesta. Y esa hora, puede usted facilmente adivinarlo, era sagrada en la familia Catania.

Usted no podría reconocerme jamás. Y yo tampoco. Pero yo sí lo conozco. Conozco su voz, su llamado, su interpelación, su pedido, su súplica, su deseo, su insistencia. Podría jurar y perjurar que conserva usted la misma voz de siempre. El tiempo no ha afectado sus cuerdas vocales, por eso puede estarse tranquilo. Porque sí… su voz es ciertamente cristalina y claramente familiar, cercana, íntima. La misma se me ha grabado a fuego en la memoria, así como las tablas de multiplicar recitadas por mi maestra de quinto grado a coro con mis compañeritos de clase.

Pero, ¿es acaso su voz? ¿Es esa voz la misma de siempre? ¿Es usted el mismo de siempre? ¿O su voz es la de su hijo? ¿O quizás la de su nieto? Porque yo juro y perjuro que esa voz no ha cambiado en lo más mínimo. El llamado sigue siendo el mismo. El tono, el timbre, la intención, la entonación, la pronunciación. Hasta el eco sigue siendo el mismo. Yo me digo: o esa voz es la suya – si usted está vivo, claro está –, o es la de un familiar cercano que ha heredado su oficio. ¿Vio usted cómo el tono de voz, el timbre, se repite, se imita, casi a la perfección de generación en generación? A mi ese “¡afilador!”, seguido de ese característico chirrido o silbido o rugido que proviene de, a mi humilde entender, un instrumento de viento que bien podría ser una armónica o una ocarina, o qué se yo, se me hace igual, idéntico, al de hace unos quince o veinte años atrás. O más incluso. Porque se dice que tenemos memoria (no se si esta afirmación vale también para la memoria auditiva) a partir del año de edad ¿O es a los tres? No recuerdo bien. Pero su voz sí la recuerdo.

Su voz rebota endemoniadamente en mi cabeza los martes y jueves a las nueve y media de la mañana, aproximadamente. También suelo escuchar el eco de su llamado, el resonar (ya que no me encuentro físicamente ni en mi actual casa ni en la casa de mi infancia), los miércoles pasadas las dos de la tarde. Tienen que ser las dos porque ese era el horario en que mi abuelita Memé y María – la chica que hacía la limpieza en casa – solían mirar la novela de Grecia Colmenares. Esa que ya no pasan más, claro está. Por lo cual no se si pasa usted a las dos de la tarde, o a las tres, o a las cuatro. Como está todo de peligroso en los barrios, quizás ya ni siga pasando a esa hora. Pero en mi cabeza el eco de su “¡afilador!”, seguido del silbido intermitente, suena los miércoles después del almuerzo.

Los lunes no. Los lunes y viernes usted no trabaja, ¿verdad? ¿Recorre otros barrios esos dos días? ¿O trabaja usted en un local? Si es que es válida esta denominación en la jerga de su oficio. Sírvase bien corregirme, por favor. ¿O es que tiene que entregarle la bicicleta a un afilador colega? Porque no. Lunes y viernes usted no afila. Al menos no afila por el barrio. El barrio de mi infancia. ¿Quiere que le diga más? Los sábados usted es el accidental responsable de despertarme o despabilarme, tanto aquellas mañanas en las que me levantan los primeros rayos del sol, como aquellas en las que los mismos rayos me invitan a meterme en la cama. Debo confesarle, con cierto pudor, que hay mañanas en las que blasfemo su nombre (ese que no me se) y maldigo su cara (que tampoco conozco). Grito con rabia su oficio hacia mis adentros (sumado a un par de insultos de los más gastados). Lo ninguneo, lo bastardeo, lo aborrezco. Para luego volverme a dormir. Por esto le pido mis más sinceras disculpas, señor afilador. Porque reconozco y ennoblezco la importancia capital de su labor cada vez que mis “Tramontina Polywood”, por usted antes afilados, hacen lo suyo con una porción de carne asada, o de pollo a la parrilla un domingo al mediodía. O cuando el filo de la tijera de metal se desliza con suavidad y eficacia por sobre una tela de jean.

Se preguntará usted qué me ha convocado a escribirle, a dirigirme a usted. Ni yo misma lo se bien. Todo esto surgió por iniciativa de la profesora de un taller de escritura creativa al cual asisto. Y al mencionar la palabra “oficio”, yo pensé inmediatamente en usted. Y esto me retrotrajo a mi infancia, y una cosa lleva a la otra, ¿vio? Lo recordé a usted que
– parafraseando a Borges – es un afilador que, en verdad y en virtud, es todos los afiladores. Porque yo lo “conozco” y, por ende, conozco a todos los afiladores del mundo. ¿Es que existen colegas suyos en países como Bélgica o India, Corea del Norte o Irlanda? No lo se. Pero usted, mi afilador, es todos los afiladores.

Y eso que jamás podría reconocerlo en una fila de hombres haciendo la cola en un banco, o entre una parva de gente que viaja amontonada en el Roca en hora pico. Jamás podría reconocerlo. Nunca jamás. Pero su voz, su llamado... eso sí, claro que sí. Y estoy convencida, déjeme decirle, que en mi casa – ya no la de mi infancia ni la actual, sino mi casa del futuro – en unos diez años quizás – o menos, eso nunca se sabe a ciencia cierta –, en esos horarios y momentos en los que uno menos lo espera, lo recibiré en el umbral, usando un delantal, las manos manchadas de harina o huevo, con la “chaira” de la abuela en mano y, finalmente (¡sí, por fin!), conoceré su cara, señor afilador.

Con respeto y cariño,

AVC

Nacimiento



Ojos grises y pestañas larguísimas. Igual a las del padre. La nariz puntiaguda, herencia de la familia materna. Escaso pelo en la cabeza, esa pelusita brillante. El llanto como el de un gato bebé. Su cuerpecito aún rosado, y su temperatura tibia: regocijo en mi regazo.

- ¿Horario de nacimiento? – 23 horas

- ¿Peso?- 3, 500 Kg.

- ¿Medida? - 44 cm

- ¿Parto? – Natural

Buenos Aires en 100 palabras



Hay un rincón de esta ciudad que se me aparece en sueños. Donde se escucha el silencio en medio del bullicio, y un edificio en forma de cubo mágico y lleno de libros, le da sombra.

Hay una esquina por la que Borges no se atrevió a pasar… y yo tampoco. Hay un jacarandá enorme en medio de la avenida, que regala flores en primavera y cobija perros en invierno.

Hay un bar en la calle de los cines y teatros donde se pide café con leche y medialunas, y donde hay billar y caña para los visitantes de noches estrelladas.

Dadá II

Melancolía manía

Promesas leyenda

Noche de verde felicidad

Dios misterio

Juego caballero…

horror

Caperucita


C se prepara para ir a bailar en la que será su no primera vez en dieciséis años. Se mira al espejo mientras se pasa pacientemente la planchita de pelo regalo de quince de la tía G. Luego se abulta las pestañas con rimmel bien negro, negro noche, hasta dejarlas grumosas. Esta noche estrena el pintalabios que combina a la perfección con su esmalte de uñas rojo pasión, adquisición de una tarde de sábado en el “Boli Shopping” de Camino Negro. En la tele de la piecita de al lado, un travesti entrado en años canta Resistiré en Crónica. Y C tararea la ya pegadiza melodía.

“Llevate el saquito blanco de la Pame, nena, que a la vuelta levanta viento de tormenta”. El pedido de la madre interrumpe su canto.


“Ah, y haceme el favor de bajarte la pollera”, vuelve a exclamar desde la cocina, sin sacarse el pucho de la boca, mientras acuna al hermanito bebé de C quien la escucha a medias, con la puerta entreabierta de un baño lleno de vapor y olor a colonia barata, mezclado con fijador para el pelo. De mala gana, frente al espejo, la nena se baja la pollera roja de un tirón. Pero no hay caso. Baja la vista a su bajo vientre: o deja al descubierto su ombligo portador de piercing brillante, o exhibe sus suculentos muslos morenos. Opta por lo primero, mientras se coloca las manos en su estrecha cintura, arquea las cejas y observa hipnotizada sus enrojecidos labios no vírgenes. El largo pelo de brillante azabache cae suavemente por su espalda, haciéndole cosquillas. Juega a recogérselo en un rodete imaginario, para luego arrepentirse con un puchero de labios carnosos que regala al espejo. Lo vuelve a dejar caer, (sedoso como en las para ella lejanas modelos de Pantene) acariciándole la raya de la cola. Uno de sus dedos juega con la punta de su lengua tan no virgen como esa mismísima boca hecha para el crimen. Cierra los ojos pesados de rimmel negro y escucha distraída la voz de su madre, una voz que se hace cada vez más distante, sumergiéndola en un sonrojado ensueño…

“Tomate el 318 y bajate antes de llegar al puente, enfrente de los Evangelistas. No te bajes en la parada de la esquina de la casa de la abuela que están esos pibesfumapaco, Dios los libre y los guarde. Mejor que hagas una parada más, querida, mirá que es peligroso. Dejale a la abue esta bolsa con los mandados. Decile que le compré unos bifes y unos tomates para la ensalada, y que no se olvide de tomar la pastilla antes de irse a la cama. Sé buenita, dale, dejale todo en la cocina. Tomá, abrí con mis llaves que ahora le aviso que salís para allá.”

C sale del baño a las apuradas, mete un bollito de billetes de 5 pesos en una cartera negra y se pone los tacos. Decide cruzarse la carterita, marcando aún más sus turgentes pechos adolescentes. La madre le ata el saquito blanco a la cintura, “tapate el culo, nena, que si tu padre te ve así, te mata”. Le entrega la bolsa y, dándole un beso en la cabeza, vuelve a caer en la cuenta, como cada sábado a la noche, de que ya no es más una nena. Pero no puede evitarlo: “Llamáme cuando estés en la puerta. No te olvides, eh. ¡Ah! Y volvete en remis, mamita. Sino llamalo al Dani que te pase a buscar cuando salga de su turno.”

C sale de la casa chancleteando los tacos con hebilla de su hermana mayor, hasta que se acostumbra a la altura. Cierra la puerta y la voz de su madre al teléfono va quedando en el olvido, “Ahí va la nena, vieja. Te lleva todo. Sí… entra con mis llaves, quedate tranquila… sí… fijate que no se vaya más pintorrajeada de lo que salió de acá..."

Da vuelta la esquina. Los negocios de alrededor del cementerio de Lomas van cerrando sus puertas, y empieza a levantar una brisita de tormenta veraniega que le eriza los pelos del brazo. Llega a la parada del 318, luciendo su sugerente musculosa blanca y esa  minifalda roja, bajo una luna llena que ilumina su metro 63 con tacos. Delante suyo, una parejita se besuquea con mucho ruido y ella se inquieta levemente.

“¿Dónde dice que va la hermanitadelaPame?”, una voz que se asemeja a un aullido afónico le habla al oído. Se da vuelta y, en el momento en que lo hace, un bretel de la musculosa se desliza por su hombro desnudo. Un pibe alto y flaco, de unos veintitantos, fija la mirada en su generoso escote.
“¡Qué grandecita está la nena, eh! Vó no me conocé, soy amigo de tu hermana”. Se limpia una mano en su vaquero lleno de manchas de grasa y aceite, mientras que con la otra se acerca una botella de cerveza a la boca. C no puede evitar mirarle la entrepierna, una incómoda costumbre que tiene desde pequeña.

“¿Queré birra? ¿Dónde me decíque vá?”, le pregunta antes que C llegue a contestar la primera pregunta, cuya respuesta iba a ser un “no” sin un “gracias”.
“A lo de mi abuela”, le contesta en un suspiro, mirando de costado con aires de chica-grande interesante, mientras se acomoda torpemente el bretel caído.
“¡¿Así vestida?! ¿Qué dicen tus viejos que salgas así tan trolita y tan linda, nena?”, lanza una burlona carcajada dejando escapar un aliento dulcemente asqueroso.

C se da media vuelta esquivando su seductora y lasciva mirada. La chica de la parejita de adelante la mira con desgano, pero no hace ni dice nada. Su mirada habla por ella, “y sí, pendeja, si salís a la calle vestida así, bancátela.”

Llega el colectivo y suben los tres, dejando al muchacho alto, de rasgados ojos verdes y enormes rulos negros, ensimismado en la imagen del culo de C subiendo en cámara lenta al 318.

“Con la botella no subís pibe, no jodás”, le grita el chofer.

C ocupa el primer asiento que encuentra libre y, por la ventanilla, observa los ojos enfurecidos del extraño y su extasiada boca de lobo vorazmente hambriento. Se arrepiente de haber cruzado palabra con él, pero no puede no caer presa de una curiosa excitación fatal. A las pocas cuadras, vuelve a sentirse a salvo y se olvida de todo.

Pide parada en la esquina de la casa de la abuela, haciendo caso omiso a las palabras de su madre. Se siente a punto de explotar de una mezcla extraña de ansiedad y miedo. Se le tuerce el taco y putea por lo bajo, caminando cada vez más rápido. Abre la puerta.

“Abue, acá estoy. Te dejo la bolsa del mandado en la cocina”, se anuncia  al cruzar el umbral. El cuzquito blanco y negro está acurrucado detrás de la mesa ratona del teléfono.

“¿Qué le pasa al Pichi? Vení Pichi. Abue, ¿estás en el baño?" insiste C mientras alza al perrito que no deja de temblar. Está todo meado. Esta vez, la nena putea en voz alta mientras se dispone a secar el piso con un trapo rejilla. Su abuela no contesta.

La radio está sintonizada en el programa de cumbias correntinas que la abuela M escucha antes de cenar. A C le gustan esas canciones pero procura que los pibes del barrio no se enteren porque “en Poupèe no pasan esa mierda de provincia, ¿entendé?”. Ensaya unos pasitos de baile frente al espejo, mientras apoya la bolsa en la mesada de la cocina. Camina taconeando hasta la habitación de la abuela y una voz extrañamente familiar la sorprende por detrás:
“¡Qué culo más perfecto que tené, pendeja! Y esas tetas, por Dió, ¡qué tetas más grandes tené!”
Un par de manos enormes como garras, manchadas con aceite de taller, pero milagrosamente hechas a la medida de sus pechos, la cubren toda mientras el aliento a cerveza le pega en la nuca. Los dientes se hincan en el lóbulo izquierdo de C, quien se sobresalta y ruega con lágrimas que comienzan a asomarse,“¿Dónde está mi abuelita?"

El extraño le levanta la pollerita roja por detrás y la arroja a la cama matrimonial, sujetándola fuerte de su larga cabellera negra, mientras ella libera gritos de socorro y placer. Le apoya la pija grande y dura en su espalda, mientras recorre el cuello con una lengua áspera mezcla de cerveza y cigarrillo. El cuzco se trenza a la pierna del extraño cual perro cazador, pero el pibe alto y flaco se lo saca de encima de una patada, dejándolo a un costado, quejándose de dolor.
 “Así te quería tener, pendejita”, le susurra al oído mientras manosea su preciado culo con una mano y comienza a quitarle el corpiño de encaje rojo con la otra.

“¿Dónde está mi abuelita? ¿Qué le hiciste?”, grita C con todas sus ganas pero, curiosamente, sin ejercer resistencia. Contiene las lágrimas, y se entrega de a poco.
“A tu abuelita me la comí, nena. Sí, me la devoré. Estaba bien rica, aunque seguro tu conchita está más jugosa y mojadita. Dejame que…”

“¡Nenaaaaaa!, ¡¿qué estás haciendo?! ¡Me podes decir qué estás haciendo!” La puerta del baño se abre de un golpe. El bebé desborda en llanto al unísono con el grito de la madre que lo carga en brazos, parada boquiabierta en la puerta del baño . El vapor y el sopor dejan entrever el cuerpo redondeado de C frente al espejo, retorciéndose de desvergonzado placer, sus ojos de rimmel corrido entrecerrados y los dientes presionando suavemente sus carnosos labios. Los cachetes se sonrojan cada vez más, mientras sus uñas rojo pasión se mueven sincrónicamente en esa oscura humedad adolescente. Su ombligo brillante queda al desnudo y sus muslos morenos se contraen en violentos espasmos.

“¡Pero a vos te parece! ¡Dónde se vió algo así! Y después salis a la calle vestida como una puta. Vos no salís nada hoy, nena, no te vas un carajo”. Le pega un cachetazo en el culo que la dispara del baño a la piecita de al lado, mientras Zulma Lobato sigue cantando en Crónica y los pibes del barrio salen para ir a bailar.

In Memoriam





Dicen los que dicen saber (y los que dicen creer) que al momento de morir, imágenes de nuestra vida se suceden a modo de flashback, como retrospectiva de aquellas situaciones más trascendentes, de aquellos recuerdos placenteros, y de los no tanto. Hay quienes se refieren a un túnel que conduce a un enceguecedor haz de luz; también he leído por ahí acerca de una supuesta montaña rusa que a velocidad cósmica nos dispara al silencio más ensordecedor. Y es entonces cuando aparece en sus bocas la palabra “Paz” o “Dios” o, incluso, “Nirvana”, como si todos supiésemos muy bien de lo que estamos hablando. Yo no soy creyente. No. Pero la mitad de mi vida ha transcurrido en salas de cine, por lo cual la teoría cinética del flashback de imágenes con banda de sonido incluida, me resulta mucho más atractiva y familiar. Es imposible saber a ciencia cierta qué escenas de sus días se le proyectaron a Fermín al momento de su deceso. Pero cuando su octogenaria madre, Etelvina García de Silveyra, me comunicó la mañana del miércoles que el lunes 5 a las 17:42, Fermín Ricardo fallecía a los cincuenta y nueve años de edad de una insuficiencia pulmonar luego de una semana de agónica espera en el Hospital Municipal de Rojas, por mi aún dormida mente se agolparon una serie de fotos en movimiento de esos quince años en los cuales ambos compartimos el mismo escenario, la misma escenografía y la misma música.

Fermín llegó a la estancia de mi padre, Juan Eduardo O `Farrell, cargando sus recién estrenados dieciséis junto a un viejo bolso de cuero que aún conservaba el polvo rojo de su tierra misionera. En ese entonces yo tenía doce (pero simulaba unos tres o cuatro más) y casi que lo doblaba en altura (o al menos esa era mi percepción). Recuerdo la gracia que me hacía su tonada provinciana, así como su costumbre mañanera de tomar mate reclinado contra las hornallas; la curiosidad que me despertaba su piel curtida por el sol y ese pelo lacio y negro que no dejaba de crecer, y que mi madre insistía en cortar las noches de luna menguante.

Mi juego preferido comenzaba religiosamente pasadas las cuatro de la tarde (al regresar de la escuela) cuando me disponía a espiarlo, desde una lejana cercanía, arrear las ovejas, ordeñar las vacas, y limpiar los establos, manteniendo en todo momento una envidiable celeridad (que lejos estaba de mi carácter ansioso e inquieto), como si se tratase de una ceremonia sagrada que yo osaba interrumpir con mi impertinente presencia. De ahí que Fermín no pudiera evitar hacerme partícipe de su rutinario ritual en un pacto secreto que hicimos bajo el único ombú de la estancia, en el cual me nombrara su mano derecha y cómplice. Lo mantuvimos velado hasta el momento en que los cayos en mis manos y mi cada vez más pobre rendimiento escolar lo hicieron evidente. Por mi parte, logré convertirlo a regañadientes en discípulo fiel, introduciéndolo en el realismo mágico de Quiroga, cuyos cuentos lo hacían soñar despierto con su litoral natal. E incluso llegué a enseñarle algunas frases políticamente correctas (y otras no tanto) en la lengua de Joyce.

Fermín trabajó para mi familia durante quince años, siendo testigo del nacimiento de mis hermanas mellizas, María Isabel y Guillermina; de la temprana muerte de mi madre, Victoria Iraola de O` Farrell; del casamiento de Eduardo Augusto, mi hermano mayor; y del mío propio (a mis escasos e inexpertos veintiséis) con René Cullen, quien me llevara a radicarme en tierras extranjeras por espacio de diez años. Durante ese tiempo de exilio obligado, nos intercambiamos esquelas: Fermín solía describirme con cuidada precisión la sucesión de días de trabajo solícito en Rojas (ahora en la estancia de los González Iraola, primos hermanos de mi madre), mientras que por mi parte lo deleitaba con mis andanzas de esposa no tan solícita de prestigioso director de cine francés, al otro lado del vasto océano.
 Fermín dejó la estancia cuando los chicos nos habíamos hecho inevitablemente grandes, y cuando la terrible sequía del `76 obligara a mi padre a abandonar la utópica idea de vivir de la soja y radicarse, muy a su pesar, en el departamento de Belgrano R. El viejo O `Farrell siempre remarcó el temple y la firmeza de Fermín, y solía ufanarse de tener el peón más hábil al momento de domar potros y cultivar los higos más sabrosos de la Pampa húmeda.
 A la avanzada edad de treinta y dos, Fermín contrajo nupcias con Mercedes, una joven oriunda de Santa Rosa, que rasguñaba los veinte, y a quien conociera en la estancia de los González Iraola. Fue ella su única compañera, a falta de aquellos hijos que nunca llegaron, y quien se mantuvo estoicamente a su lado hasta los últimos días. La conocí en el año `87 en un viaje relámpago que realicé a Rojas para tasar los últimos lotes de tierra de la estancia de mi padre, recientemente fallecido. Ese fue el día en que visité a Fermín, y en el cual, muy a pesar del cariño que nos sentíamos, nos desconocimos por completo (veinticinco años de vida adulta suelen oscurecer más de lo que puedan llegar a iluminar), hasta el momento exacto en el que el fluir de anécdotas e historias compartidas, mate mediante, nos volvieron a convocar y a reencontrar.

Fue él mi único amigo en tiempos de adolecer y descubrir: brillantes, inocentes, vírgenes, despreocupados, como aquellas tardes de siesta de besos robados bajo la sombra del gran ombú de la estancia.

Silveyra, Fermín Ricardo, q.e.p.d, falleció el 5-10-2009. Teresa O `Farrell de Cullen despide a Fermín con gran tristeza.

Adiós, querido





¡Ay Rossi! Tenías que venir a morirte la víspera de tu cumpleaños cincuenta y seis. Seguro lo hiciste para no tener que comer la torta de durazno, crema y dulce de leche que hace tu vieja todos los años desde que tenías memoria, ¿no? ¿O es que querías evitar mi cara de culo cuando llegaras pasada la madrugada, chocándote con los muebles del living, de la supuesta reunión de póker y whisky con tus amigos cincuentones? Me inclino más por lo primero. De lo segundo ya estábamos tan cómodamente acostumbrados los dos: vos de mis caras de culo y de mis desquiciados gritos, y yo de tus trasnochadas noches con aliento a alcohol y a perfume barato de puta. Nada que no se solucionara con un buen polvo, las mismas promesas de siempre cantadas al oído (entre versos de temas de Sandro), o esos bombones de licor que me comprabas en la confitería de la esquina de casa y que sabías me hacían agua la boca.

Mis viejos y mis amigas me lo habían advertido, pero vos sabes muy bien cómo somos las minas cuando se nos mete un tipo entre ceja y ceja, sobre todo si tenemos sangre tana corriendo por las venas. Y yo no fui ni soy la excepción. Te recuerdo sentado (con los puños de tu guardapolvo manchados de tinta azul, el pelo con corte al ras que exhibía tus pronunciadas orejas, y esos ojos verdes achinados, tan despreocupados como seductores), reclinándote en el último banco, esa mañana fría en que entré al aula de 3º “B” del Comercial No 1 Dalmacio Vélez Sarsfield de Avellaneda. Sería casi mitad de año, y yo venía desde Dock Sud, donde vivíamos con mis viejos y mi hermano menor. A escasos tres meses de ser “la nueva”, me habías convertido en tu compañera cómplice de rebeldes rateadas, fumando torpemente en la esquina de Belgrano y Berutti. O tomando Vidu- Cola de la misma botella en un banco de plaza Mitre.

Pronto llegaron los primeros besos y las primeras apretadas (¡si los árboles de mi cuadra hablaran!), y te dejé meter mano bajo el guardapolvo blanco, recién cuando llevábamos diez meses noviando. Me desabrochaste el corpiño y me dijiste que era la primera teta que tocabas. Yo me reí en tu cara. Ya me habían chusmeado acerca de tu fama de encantador de mujeres, y que para ese entonces te habías rascado a Marcela P. ¿Te acordás de la colorada? A vos te gustaba porque era la más tetona del curso. Me reí con todas mi fuerzas cuando me dijiste eso con tu mejor cara de Rolando Rivas, y no te quedó otra que taparme la boca con un beso de lengua y abrazarme bien fuerte, mientras los cachetes se te ponían rojos y asomaba una tímida erección.

Cómo me hiciste enojar el día que decidiste por ambos que no íbamos a tener viaje de egresados a Córdoba, porque vos venías ahorrando de tu trabajo nocturno en la imprenta de tu tío para poder llevarme a Mar de Ajó, a la casa que tenían tus abuelos. Renegué un poco, pero vos me llevabas donde querías, Rossi. Nos fuimos ese verano al terminar la secundaria, y nos dibujamos corazones en la arena, prometiéndonos amor eterno. Pero el amor es algo así como la arena, querido, de tan finamente volátil se nos escabulle entre los dedos. Esas fueron vacaciones iniciáticas para mí: nadé en el mar por primera vez y perdí mi (poco) preciada virginidad. Vos te habías llevado Historia a marzo, y me obligaste a pasar febrero en casa, explicándote las causas de la Segunda Guerra Mundial una y otra vez. ¿Te acordás cuándo parábamos a las seis de la tarde para prepararnos unos mates y mirar, sentados en el borde de la cama, El amor tiene cara de mujer? Los martes y jueves mis viejos venían tarde de laburar y siempre me cocinabas milanesas con puré, mi comida preferida, y a veces traías cerveza del quiosco. ¡Qué tiempos aquellos!

Hasta el día en que nos obligamos a ser adultos de golpe. Empezaba el otoño cuando te dije que estaba embarazada. En realidad te lo escribí, con manos transpiradas, en la servilleta de un bar de Recoleta, entre sorbos de café con leche, una tarde en que me pasaste a buscar por la facultad de derecho. Vos dijiste que nos teníamos que casar porque "el pibe tenía que tener un apellido y un hogar”, y que ibas a hacer todo en el mundo para hacernos felices. Te abracé entre lágrimas mientras se me deshacía el nudo en la panza ¡Cuántos nervios tuve antes de largarte semejante notición! Vos tenías veintiún años recién cumplidos y yo casi veinte. ¡Ay, chino, suerte que zafaste de la colimba por ser chicato! Que sino me tenía que bancar nueve meses con la panza, sola. Me acuerdo como si fuese ayer cuando le dimos el nombre a Nazareno, saliendo del cine Lorca una matinée luego de ver la película de Favio. A mi vieja no le hizo nada de gracia, acordate cuánto lo odiaba a Favio por ser peroncho. Pero a vos te encantó el personaje, y en la hora y media que duró la pelicula (en la que yo, cargando seis meses en mi vientre, dormí más de lo que me mantuve despierta), imaginaste el destino de tu primogénito. Y de quién sería el único. Yo sé con cuántas ganas querías la nena. ¡Pero mirá que lo disfrutaste al Naza, eh! Esas tardes de sufrimiento viendo al Porve perder partido tras partido, y luego compensarlo con pizza frente a la cancha.

En veinticinco años laburaste de todo, pero de todo: atendiendo en la panadería de mi primo César en Pavón y Galicia; de mozo en una parilla de calle Corrientes; como cadete en unas oficinas del correo central; después te metiste en una fábrica de vasos plásticos en Valentín Alsina, recomendado por mi viejo, donde llegaste a supervisor. También fuiste colectivero de la 45, hasta que te encaprichaste con meterte en un crédito y comprar tu propio taxi. Y fuiste taxista hasta el último de tus días. Mis viejos nos habían dejado el terreno de atrás de la casa de ellos, y por suerte teníamos a la vieja ahí a mano para que nos cuidara al nene, mientras yo terminaba de cursar la carrera que nunca fue, y vos cambiabas de trabajo en lo que dura un orgasmo. Pobre tu finado padre que ya no sabía dónde más meterte o cómo hacer para que duraras lo suficiente. Pero yo ya me sabía tu perorata y tus excusas de memoria. Siempre fuiste un cómodo idealista, así que terminar manejando un taxi diez horas al día para poder ejercitar tu lengua libre y locuazmente por unos buenos pesos diarios, no parecía un mal laburo con el cual jubilarte.

Rossi, ya se que no plantaste un árbol, ni escribiste un libro, pero me diste un hijo maravilloso. En casa nunca faltó el pan y nunca tuve que salir a trabajar. Solías decir que me tenías como una reina (no puedo negarte que a veces, quizás en lo efímero de una ilusión, me sentía así). Nos dimos algunos lujitos, ¿no te parece? El Fiat Palio que me regalaste para mis cuarenta; dos viajes a Florianópolis (en el 90 y en el 94); lindas pilchas; electrodomésticos nuevos que comprábamos en Lanús; arreglos en la casa cuando las cosas pintaban bien; el colegio de Nazareno.

Pero todo hombre tiene su talón de Aquiles. Y el tuyo fueron las minas. Y contra eso... contra eso no se puede. A mi prima Matilde de Salta le tocó un marido borracho; a Betty, la vecina de al lado, un jugador compulsivo; a tu pobre hermana, un vago; a mi amiga C., un mitómano. Y, en el divino sorteo, a vos te tocó esa (des)gracia: una melena rubia, dos piernas torneadas y desnudas, un buen par de tetas y un flor de culo, te llevaban a la perdición, querido. Y llegando a los cincuenta te pusiste peor, mezclando las salidas con un poco de inocente juego y alguna que otra dosis de alcohol. ¡Cómo aguantarte con esa crisis! Porque ya empezaban a asomarse las entradas y luchabas contra esa incipiente pancita, entonces querías sentirte un poco más macho, un poco más fuerte. Y bueno, hay que entenderte. El arte de ser taxista lleva consigo un par de licencias de este tipo. Y vos te las permitías, y yo te las aceptaba con mis primeros cobardes silencios y, más adelante, con mis sordos gritos. Porque, queramos o no, las cartas están tiradas de antemano, y nosotros sólo nos las jugamos. Mucho más no hay por hacer.

¡Pero, ay Rossi, cogerte a una pendeja de veinte entrado en copas y pastillas de viagra! No hay corazón que aguante, querido. Porque vos bien sabés que cuando el corazón estalla de desvergonzado y exagerado placer, no hay cincuentón que logre contar el cuento.

Rossi, Mariano., q. e. p. d., falleció el 7-10-2009, c.a.s.r y b.p. Tu esposa Silvina y tu hijo Nazareno participan con dolor tu partida.

Cazar



Arribando alicaídos al amanecer, avistamos arcaicas aves autóctonas. Batiendo brisas, bellas bandadas blancas cabecearon crispadas crestas coloradas. Cayeron ceñudas cinco, cincuenta, cien cigüeñas cazadas. Dieciséis días después, en el encendido este, focalizamos fallecientes flamencos. Gimiendo guturales graznidos, huyeron heridos hacia helados hábitats. Imagino invadirán irrisorias islas. Jerárquicamente, juntamos jurásicos jabalíes kilometrando Kabul. Las lacerantes lanzas localizaron libertinos linces lamiendo libaciones. Mis mordaces manos masculinas mataron mancebos, neo natos, nociva, neciamente, obscenamente. ¡Oh! Obedientes, obcecados, ofreciéronse. Pacientemente, presagié preciadas presas. Perseguí precoces pumas: príncipes poblando planicies prístinas. Quejumbrosos quisieron resistirse. Rehuyeron recelosos, rugiendo recias respiraciones. Sentí sus suplicios, saciando sus sedes salvajes, soberanas. Silencio sepulcral. Taimados tigres, temiendo traicionarme, usurparon una urbe vecina, velozmente. Vacilé voceando:"¡vengan voraces, vuélvanme victorioso!" Vencedor, vitoreando “William Wallace”, whiskée xilofoneando xenófilos Yugoslavos. Yeguas y yaguaretés yacían yuxtapuestos. Y yo, zigzagueando zonzamente, zapatée zurras zumbando zurubíes.

Siempre le sacaba las semillas a la mandarina


Jacinta se casó con Armando a escasos días de cumplir los veintidós, cuando aún no sabía nada de la vida, mucho menos del amor. Se podría decir que fue un matrimonio arreglado, pero a ella poco le importó. Desde el momento que él entrara galante en el salón de baile aquella noche de carnaval, luciendo su uniforme gris y su altiva gorra, Jacinta vio su futuro reflejado en las medallas que colgaban de su solapa. Y la imagen que vio le gustó tanto como aquellos dibujos de cuentos de princesas de la colección Robin Hood que su madre solía leerle las tardes de siesta.

En ese entonces Jacinta tendría diecisiete años y no había terminado el secundario porque nunca lo había empezado. Y porque su familia decía que no hacía falta. Sucede que su padre era considerado uno de los dueños de todo lo que en Asunción habita: aquello de lo que se puede hablar y aquello que se oculta; pero esto último no se cuestionaba, ya que a la familia nunca le hubo de faltar.

Aquella noche de carnaval en el que fuese el febrero más caluroso de los últimos años, Jacinta se vistió de campesina con la ropa de la guayi, la chica que limpiaba en su casa. Las ojotas eran más chicas que sus pies; después de todo, ya era casi tan alta y tan llamativa como su madre. E incluso, a su pronta edad, los hombres que portan uniforme (y los que no), no hacían reparo en que llevase el apellido que llevaba, regalándole impertinentes piropos a su pasar.

Pero esa noche Armando no lucía disfraz. Su uniforme era el suyo propio, desde que ingresara a la milicia doce años atrás. La sacó a bailar un chamamé y la guayi tuvo que codearla hacia la pista, donde tímidamente ensayó sus primeros pasos de baile. Después le siguieron dos lentos, hasta que los pies y la vergüenza de Jacinta dijeron basta.

Armando la invitó a sentarse y pidió una cerveza helada que acompañó con maníes, y unos gajos de mandarina para Jacinta, quien los comió en silencio, sin chocar sus tímidos ojos de pequeña tigresa con los de él. Por momentos miraba de soslayo su reflejo en las resplancedientes medallas, mientras pensaba que  no sabía comer las mandarinas de modo educado, y que, entonces, Armando y su traje se reirían de ella. Es que en su casa la guayi siempre le sacaba las semillas a la mandarina y le daba de comer gajo por gajo en la boca. Esa noche, Jacinta comió la fruta con sus semillas y blancos filamentos sin inmutarse ni atragantarse.

Tres años más tarde, Jacinta se convertía en la señora de Rodriguez Alves. Mejor dicho, del General Armando Rodriguez Alves, que casi la doblaba en edad y en ganas. El día de la boda, la muchacha llevó algo azul y algo prestado, algo nuevo y algo viejo. Sus primas le regalaron un modesto ajuar, y su madre le dio una charla de cómo ser una mujer complaciente (sobre todo siendo la mujer del general).

Cuando salieron de la capilla local, caminaron las cuadras que bordean la plaza escoltados por caballos y por más hombres de uniforme (aunque no tan relucientes como el de Armando), al compás de una marcha entre nupcial y militar. Algunos le gritaban “dictador” por la calle, pero Jacinta no prestaba atención a nada: nada lo escuchaba ni nada lo veia. Sólo se entregaba a sentir el roce de su brazo en el saco de gala de su flamante esposo, mientras que el reflejo de las medallas en el sol encandilaban sus vírgenes ojos.

Historias de siesta


En mis tardes de vacaciones, a la hora de la siesta de chicharras, la abuela solía entretenerme con la historia de Ramírez, el cartero del pueblo en su Corrientes natal. Aquel que quedase rengo cuando, empezando con su oficio, se topó con la mandíbula del dogo del farmacéutico de mitad de cuadra. El perrazo le mordió la pantorrilla izquierda con gran saña y, según cuenta la Oma, los vecinos de la casa de al lado tuvieron que tironearlo de las patas traseras para que lo largara. Tan fiera fue la mordida que el novato Ramírez perdió masa muscular y tuvo que recorrer las calles del pueblo con un bastón que acompañaba su indisimulable renguera. “Imaginátelo”, me decía, “un joven que ya era viejo”.
La Oma me obligaba a ver el programa de Mirtha Legrand esos mediodías de verano de calor insoportable, cuando iba a visitarla a Itati. Recuerdo la cara de asombro que le asomaba cuando aparecía la Chiqui en pantalla, describiendo sus joyas Cartier, sus vestidos de diseñador, sus zapatos con brillo y el maquillaje siempre perfecto, como si estuviese ante la mismísima aparición de una sirena de Ulises.
Solía decirme con aires de inocente jactancia, “Y así como la ves, ella también vino de un pueblito”.
“Otra gringa como vos”, gritaba entre risas el tío José desde la cocina, mientras calentaba la pava para el mate de sobremesa, que acompañábamos con gajos de mandarina.

Yo sé que en el fondo la Oma soñaba con ser una anfitriona de lujo “como la Mirtha, igualita a ella”. Esas palabras aún resuenan en mi mente. Las pronunciaba con el cigarrillo consumido entre sus dedos enormes, producto de años de trabajo en el campo. Ese resto de nicotina que se extinguía en sus labios, muriendo con lentitud poética ante mis ojos de nena curiosa. Recuerdo ese cigarrillo elegido cada mediodía entre la decena, luchando contra su finitud, aferrándose a sus últimos minutos de vida. Aún hoy lo puedo ver: un cigarrillo fino, húmedo y rubio, de esos que se ven en las películas de las clásicas divas de Hollywood, gastado tras pocas pero intensas pitadas, que le llegaba a quemar las comisuras de sus labios. Pero pitillo que se dejaba disfrutar como si fuese la última bocanada de humo que la Oma diera en vida.
Cuando anunciaban el corte comercial en el programa, y mientras el tío ayudaba a levantar la mesa, yo corría al baño con uno de los puchos escondido entre mis manos traspiradas, uno que le robaba cuando dejaba el paquete sobre el modular del living. Y entonces me paraba frente al espejo practicando mis caras de futura fumadora entre la espesa niebla de un humo imaginario.

Se me viene a la cabeza una tarde de siesta en particular en que asomó indiscreto a la puerta del baño el pelo negro, recto y cortito de la tía Pocha, la hermana solterona de la Oma, que llevaba ese corte carré desde jovencita. Ese día, cuando la Pocha me puso bajo la canilla, enjuagándome la boca con agua y jabón mientras me gritaba al oído “A usted le parece, señorita, fumar así a escondidas”, sentí por primera vez la suavidad de su cabellera, impregnada de dulce perfume de azahar, rozar mis sonrojados cachetes. Ese carré que rogaba diferenciarse del resto de los peinados, por trasgresor y masculino en el cuerpo de una menuda mujer, solía lucirse por las calles del pueblo en búsqueda de piropos, bajo la luz de un sol abrasador de verano. Un corte de natural y encantadora iluminación, vivaz y libre bailando con la brisa de la tarde o camuflándose en la oscuridad de las noches sin estrellas. Ese fue el carré que enamorase al joven Ramírez y a muchos caballeros más, pero corte arisco y rebelde al fin, ya que no se dejó jamás peinar.

Dadá

Príncipe

Felicidad buena

Atardecer vivo

Famosos música

Antes mundo sur


Yo, I, Ich, Io, Ego





Estar llena de falta de signos de puntuación, como en un manuscrito de Kerouac (sin puntos ni comas, ni puntoycomas), donde las palabras bailan en un fluir errático sin accesorio alguno. A veces, estar plagada de comas, abusar de ellas a riesgo de desdeñar los puntos finales. Entonces, optar por los puntos suspensivos como cuando suspendida en el aire, pero ¿generar suspenso? No creo ¿O sí? Quizás. Entonces me engolosino con signos de pregunta que expresan 10% de ingenuidad, 70% de curiosidad, y el resto de ironía, acompañados, según sea la ocasión, de los evidentemente característicos signos de exclamación. Por momentos, estos se suceden solos, uno detrás del otro, como en fila, sólo que es una que lejos está de trazarse con regla. Ellos más bien eligen caprichosamente su propio orden y espacio. Caóticos, coloridos, enardecidos, extáticos, entusiastas, enfáticos. Y de repente, sin previo aviso, el tan temido (pero menesteroso) punto y aparte. Ese que corta la respiración como un hachazo cuando te toma desprevenido. Suele disfrazarse de barra si elige jugar con la música y la poesía, arrojando entonces esa última palabra tras la pausa: metáfora del adiós. Regalarle paréntesis (mas nunca corchetes) a mis múltiples voces a modo de hogar donde resguardarlas de lo externo. Estos aclaran oscureciendo – para algunos – y oscurecen aclarando – para tantos otros–. Pero no dejan de escaparse ansiosos de mi garganta y, a veces, de mis manos apuntando a la hoja en blanco.