¡Ay Rossi! Tenías que venir a morirte la víspera de tu cumpleaños cincuenta y seis. Seguro lo hiciste para no tener que comer la torta de durazno, crema y dulce de leche que hace tu vieja todos los años desde que tenías memoria, ¿no? ¿O es que querías evitar mi cara de culo cuando llegaras pasada la madrugada, chocándote con los muebles del living, de la supuesta reunión de póker y whisky con tus amigos cincuentones? Me inclino más por lo primero. De lo segundo ya estábamos tan cómodamente acostumbrados los dos: vos de mis caras de culo y de mis desquiciados gritos, y yo de tus trasnochadas noches con aliento a alcohol y a perfume barato de puta. Nada que no se solucionara con un buen polvo, las mismas promesas de siempre cantadas al oído (entre versos de temas de Sandro), o esos bombones de licor que me comprabas en la confitería de la esquina de casa y que sabías me hacían agua la boca.
Mis viejos y mis amigas me lo habían advertido, pero vos sabes muy bien cómo somos las minas cuando se nos mete un tipo entre ceja y ceja, sobre todo si tenemos sangre tana corriendo por las venas. Y yo no fui ni soy la excepción. Te recuerdo sentado (con los puños de tu guardapolvo manchados de tinta azul, el pelo con corte al ras que exhibía tus pronunciadas orejas, y esos ojos verdes achinados, tan despreocupados como seductores), reclinándote en el último banco, esa mañana fría en que entré al aula de 3º “B” del Comercial No 1 Dalmacio Vélez Sarsfield de Avellaneda. Sería casi mitad de año, y yo venía desde Dock Sud, donde vivíamos con mis viejos y mi hermano menor. A escasos tres meses de ser “la nueva”, me habías convertido en tu compañera cómplice de rebeldes rateadas, fumando torpemente en la esquina de Belgrano y Berutti. O tomando Vidu- Cola de la misma botella en un banco de plaza Mitre.
Pronto llegaron los primeros besos y las primeras apretadas (¡si los árboles de mi cuadra hablaran!), y te dejé meter mano bajo el guardapolvo blanco, recién cuando llevábamos diez meses noviando. Me desabrochaste el corpiño y me dijiste que era la primera teta que tocabas. Yo me reí en tu cara. Ya me habían chusmeado acerca de tu fama de encantador de mujeres, y que para ese entonces te habías rascado a Marcela P. ¿Te acordás de la colorada? A vos te gustaba porque era la más tetona del curso. Me reí con todas mi fuerzas cuando me dijiste eso con tu mejor cara de Rolando Rivas, y no te quedó otra que taparme la boca con un beso de lengua y abrazarme bien fuerte, mientras los cachetes se te ponían rojos y asomaba una tímida erección.
Cómo me hiciste enojar el día que decidiste por ambos que no íbamos a tener viaje de egresados a Córdoba, porque vos venías ahorrando de tu trabajo nocturno en la imprenta de tu tío para poder llevarme a Mar de Ajó, a la casa que tenían tus abuelos. Renegué un poco, pero vos me llevabas donde querías, Rossi. Nos fuimos ese verano al terminar la secundaria, y nos dibujamos corazones en la arena, prometiéndonos amor eterno. Pero el amor es algo así como la arena, querido, de tan finamente volátil se nos escabulle entre los dedos. Esas fueron vacaciones iniciáticas para mí: nadé en el mar por primera vez y perdí mi (poco) preciada virginidad. Vos te habías llevado Historia a marzo, y me obligaste a pasar febrero en casa, explicándote las causas de la Segunda Guerra Mundial una y otra vez. ¿Te acordás cuándo parábamos a las seis de la tarde para prepararnos unos mates y mirar, sentados en el borde de la cama, El amor tiene cara de mujer? Los martes y jueves mis viejos venían tarde de laburar y siempre me cocinabas milanesas con puré, mi comida preferida, y a veces traías cerveza del quiosco. ¡Qué tiempos aquellos!
Hasta el día en que nos obligamos a ser adultos de golpe. Empezaba el otoño cuando te dije que estaba embarazada. En realidad te lo escribí, con manos transpiradas, en la servilleta de un bar de Recoleta, entre sorbos de café con leche, una tarde en que me pasaste a buscar por la facultad de derecho. Vos dijiste que nos teníamos que casar porque "el pibe tenía que tener un apellido y un hogar”, y que ibas a hacer todo en el mundo para hacernos felices. Te abracé entre lágrimas mientras se me deshacía el nudo en la panza ¡Cuántos nervios tuve antes de largarte semejante notición! Vos tenías veintiún años recién cumplidos y yo casi veinte. ¡Ay, chino, suerte que zafaste de la colimba por ser chicato! Que sino me tenía que bancar nueve meses con la panza, sola. Me acuerdo como si fuese ayer cuando le dimos el nombre a Nazareno, saliendo del cine Lorca una matinée luego de ver la película de Favio. A mi vieja no le hizo nada de gracia, acordate cuánto lo odiaba a Favio por ser peroncho. Pero a vos te encantó el personaje, y en la hora y media que duró la pelicula (en la que yo, cargando seis meses en mi vientre, dormí más de lo que me mantuve despierta), imaginaste el destino de tu primogénito. Y de quién sería el único. Yo sé con cuántas ganas querías la nena. ¡Pero mirá que lo disfrutaste al Naza, eh! Esas tardes de sufrimiento viendo al Porve perder partido tras partido, y luego compensarlo con pizza frente a la cancha.
En veinticinco años laburaste de todo, pero de todo: atendiendo en la panadería de mi primo César en Pavón y Galicia; de mozo en una parilla de calle Corrientes; como cadete en unas oficinas del correo central; después te metiste en una fábrica de vasos plásticos en Valentín Alsina, recomendado por mi viejo, donde llegaste a supervisor. También fuiste colectivero de la 45, hasta que te encaprichaste con meterte en un crédito y comprar tu propio taxi. Y fuiste taxista hasta el último de tus días. Mis viejos nos habían dejado el terreno de atrás de la casa de ellos, y por suerte teníamos a la vieja ahí a mano para que nos cuidara al nene, mientras yo terminaba de cursar la carrera que nunca fue, y vos cambiabas de trabajo en lo que dura un orgasmo. Pobre tu finado padre que ya no sabía dónde más meterte o cómo hacer para que duraras lo suficiente. Pero yo ya me sabía tu perorata y tus excusas de memoria. Siempre fuiste un cómodo idealista, así que terminar manejando un taxi diez horas al día para poder ejercitar tu lengua libre y locuazmente por unos buenos pesos diarios, no parecía un mal laburo con el cual jubilarte.
Rossi, ya se que no plantaste un árbol, ni escribiste un libro, pero me diste un hijo maravilloso. En casa nunca faltó el pan y nunca tuve que salir a trabajar. Solías decir que me tenías como una reina (no puedo negarte que a veces, quizás en lo efímero de una ilusión, me sentía así). Nos dimos algunos lujitos, ¿no te parece? El Fiat Palio que me regalaste para mis cuarenta; dos viajes a Florianópolis (en el 90 y en el 94); lindas pilchas; electrodomésticos nuevos que comprábamos en Lanús; arreglos en la casa cuando las cosas pintaban bien; el colegio de Nazareno.
Pero todo hombre tiene su talón de Aquiles. Y el tuyo fueron las minas. Y contra eso... contra eso no se puede. A mi prima Matilde de Salta le tocó un marido borracho; a Betty, la vecina de al lado, un jugador compulsivo; a tu pobre hermana, un vago; a mi amiga C., un mitómano. Y, en el divino sorteo, a vos te tocó esa (des)gracia: una melena rubia, dos piernas torneadas y desnudas, un buen par de tetas y un flor de culo, te llevaban a la perdición, querido. Y llegando a los cincuenta te pusiste peor, mezclando las salidas con un poco de inocente juego y alguna que otra dosis de alcohol. ¡Cómo aguantarte con esa crisis! Porque ya empezaban a asomarse las entradas y luchabas contra esa incipiente pancita, entonces querías sentirte un poco más macho, un poco más fuerte. Y bueno, hay que entenderte. El arte de ser taxista lleva consigo un par de licencias de este tipo. Y vos te las permitías, y yo te las aceptaba con mis primeros cobardes silencios y, más adelante, con mis sordos gritos. Porque, queramos o no, las cartas están tiradas de antemano, y nosotros sólo nos las jugamos. Mucho más no hay por hacer.
¡Pero, ay Rossi, cogerte a una pendeja de veinte entrado en copas y pastillas de viagra! No hay corazón que aguante, querido. Porque vos bien sabés que cuando el corazón estalla de desvergonzado y exagerado placer, no hay cincuentón que logre contar el cuento.
Rossi, Mariano., q. e. p. d., falleció el 7-10-2009, c.a.s.r y b.p. Tu esposa Silvina y tu hijo Nazareno participan con dolor tu partida.
Mis viejos y mis amigas me lo habían advertido, pero vos sabes muy bien cómo somos las minas cuando se nos mete un tipo entre ceja y ceja, sobre todo si tenemos sangre tana corriendo por las venas. Y yo no fui ni soy la excepción. Te recuerdo sentado (con los puños de tu guardapolvo manchados de tinta azul, el pelo con corte al ras que exhibía tus pronunciadas orejas, y esos ojos verdes achinados, tan despreocupados como seductores), reclinándote en el último banco, esa mañana fría en que entré al aula de 3º “B” del Comercial No 1 Dalmacio Vélez Sarsfield de Avellaneda. Sería casi mitad de año, y yo venía desde Dock Sud, donde vivíamos con mis viejos y mi hermano menor. A escasos tres meses de ser “la nueva”, me habías convertido en tu compañera cómplice de rebeldes rateadas, fumando torpemente en la esquina de Belgrano y Berutti. O tomando Vidu- Cola de la misma botella en un banco de plaza Mitre.
Pronto llegaron los primeros besos y las primeras apretadas (¡si los árboles de mi cuadra hablaran!), y te dejé meter mano bajo el guardapolvo blanco, recién cuando llevábamos diez meses noviando. Me desabrochaste el corpiño y me dijiste que era la primera teta que tocabas. Yo me reí en tu cara. Ya me habían chusmeado acerca de tu fama de encantador de mujeres, y que para ese entonces te habías rascado a Marcela P. ¿Te acordás de la colorada? A vos te gustaba porque era la más tetona del curso. Me reí con todas mi fuerzas cuando me dijiste eso con tu mejor cara de Rolando Rivas, y no te quedó otra que taparme la boca con un beso de lengua y abrazarme bien fuerte, mientras los cachetes se te ponían rojos y asomaba una tímida erección.
Cómo me hiciste enojar el día que decidiste por ambos que no íbamos a tener viaje de egresados a Córdoba, porque vos venías ahorrando de tu trabajo nocturno en la imprenta de tu tío para poder llevarme a Mar de Ajó, a la casa que tenían tus abuelos. Renegué un poco, pero vos me llevabas donde querías, Rossi. Nos fuimos ese verano al terminar la secundaria, y nos dibujamos corazones en la arena, prometiéndonos amor eterno. Pero el amor es algo así como la arena, querido, de tan finamente volátil se nos escabulle entre los dedos. Esas fueron vacaciones iniciáticas para mí: nadé en el mar por primera vez y perdí mi (poco) preciada virginidad. Vos te habías llevado Historia a marzo, y me obligaste a pasar febrero en casa, explicándote las causas de la Segunda Guerra Mundial una y otra vez. ¿Te acordás cuándo parábamos a las seis de la tarde para prepararnos unos mates y mirar, sentados en el borde de la cama, El amor tiene cara de mujer? Los martes y jueves mis viejos venían tarde de laburar y siempre me cocinabas milanesas con puré, mi comida preferida, y a veces traías cerveza del quiosco. ¡Qué tiempos aquellos!
Hasta el día en que nos obligamos a ser adultos de golpe. Empezaba el otoño cuando te dije que estaba embarazada. En realidad te lo escribí, con manos transpiradas, en la servilleta de un bar de Recoleta, entre sorbos de café con leche, una tarde en que me pasaste a buscar por la facultad de derecho. Vos dijiste que nos teníamos que casar porque "el pibe tenía que tener un apellido y un hogar”, y que ibas a hacer todo en el mundo para hacernos felices. Te abracé entre lágrimas mientras se me deshacía el nudo en la panza ¡Cuántos nervios tuve antes de largarte semejante notición! Vos tenías veintiún años recién cumplidos y yo casi veinte. ¡Ay, chino, suerte que zafaste de la colimba por ser chicato! Que sino me tenía que bancar nueve meses con la panza, sola. Me acuerdo como si fuese ayer cuando le dimos el nombre a Nazareno, saliendo del cine Lorca una matinée luego de ver la película de Favio. A mi vieja no le hizo nada de gracia, acordate cuánto lo odiaba a Favio por ser peroncho. Pero a vos te encantó el personaje, y en la hora y media que duró la pelicula (en la que yo, cargando seis meses en mi vientre, dormí más de lo que me mantuve despierta), imaginaste el destino de tu primogénito. Y de quién sería el único. Yo sé con cuántas ganas querías la nena. ¡Pero mirá que lo disfrutaste al Naza, eh! Esas tardes de sufrimiento viendo al Porve perder partido tras partido, y luego compensarlo con pizza frente a la cancha.
En veinticinco años laburaste de todo, pero de todo: atendiendo en la panadería de mi primo César en Pavón y Galicia; de mozo en una parilla de calle Corrientes; como cadete en unas oficinas del correo central; después te metiste en una fábrica de vasos plásticos en Valentín Alsina, recomendado por mi viejo, donde llegaste a supervisor. También fuiste colectivero de la 45, hasta que te encaprichaste con meterte en un crédito y comprar tu propio taxi. Y fuiste taxista hasta el último de tus días. Mis viejos nos habían dejado el terreno de atrás de la casa de ellos, y por suerte teníamos a la vieja ahí a mano para que nos cuidara al nene, mientras yo terminaba de cursar la carrera que nunca fue, y vos cambiabas de trabajo en lo que dura un orgasmo. Pobre tu finado padre que ya no sabía dónde más meterte o cómo hacer para que duraras lo suficiente. Pero yo ya me sabía tu perorata y tus excusas de memoria. Siempre fuiste un cómodo idealista, así que terminar manejando un taxi diez horas al día para poder ejercitar tu lengua libre y locuazmente por unos buenos pesos diarios, no parecía un mal laburo con el cual jubilarte.
Rossi, ya se que no plantaste un árbol, ni escribiste un libro, pero me diste un hijo maravilloso. En casa nunca faltó el pan y nunca tuve que salir a trabajar. Solías decir que me tenías como una reina (no puedo negarte que a veces, quizás en lo efímero de una ilusión, me sentía así). Nos dimos algunos lujitos, ¿no te parece? El Fiat Palio que me regalaste para mis cuarenta; dos viajes a Florianópolis (en el 90 y en el 94); lindas pilchas; electrodomésticos nuevos que comprábamos en Lanús; arreglos en la casa cuando las cosas pintaban bien; el colegio de Nazareno.
Pero todo hombre tiene su talón de Aquiles. Y el tuyo fueron las minas. Y contra eso... contra eso no se puede. A mi prima Matilde de Salta le tocó un marido borracho; a Betty, la vecina de al lado, un jugador compulsivo; a tu pobre hermana, un vago; a mi amiga C., un mitómano. Y, en el divino sorteo, a vos te tocó esa (des)gracia: una melena rubia, dos piernas torneadas y desnudas, un buen par de tetas y un flor de culo, te llevaban a la perdición, querido. Y llegando a los cincuenta te pusiste peor, mezclando las salidas con un poco de inocente juego y alguna que otra dosis de alcohol. ¡Cómo aguantarte con esa crisis! Porque ya empezaban a asomarse las entradas y luchabas contra esa incipiente pancita, entonces querías sentirte un poco más macho, un poco más fuerte. Y bueno, hay que entenderte. El arte de ser taxista lleva consigo un par de licencias de este tipo. Y vos te las permitías, y yo te las aceptaba con mis primeros cobardes silencios y, más adelante, con mis sordos gritos. Porque, queramos o no, las cartas están tiradas de antemano, y nosotros sólo nos las jugamos. Mucho más no hay por hacer.
¡Pero, ay Rossi, cogerte a una pendeja de veinte entrado en copas y pastillas de viagra! No hay corazón que aguante, querido. Porque vos bien sabés que cuando el corazón estalla de desvergonzado y exagerado placer, no hay cincuentón que logre contar el cuento.
Rossi, Mariano., q. e. p. d., falleció el 7-10-2009, c.a.s.r y b.p. Tu esposa Silvina y tu hijo Nazareno participan con dolor tu partida.

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