Jacinta se casó con Armando a escasos días de cumplir los veintidós, cuando aún no sabía nada de la vida, mucho menos del amor. Se podría decir que fue un matrimonio arreglado, pero a ella poco le importó. Desde el momento que él entrara galante en el salón de baile aquella noche de carnaval, luciendo su uniforme gris y su altiva gorra, Jacinta vio su futuro reflejado en las medallas que colgaban de su solapa. Y la imagen que vio le gustó tanto como aquellos dibujos de cuentos de princesas de la colección Robin Hood que su madre solía leerle las tardes de siesta.
En ese entonces Jacinta tendría diecisiete años y no había terminado el secundario porque nunca lo había empezado. Y porque su familia decía que no hacía falta. Sucede que su padre era considerado uno de los dueños de todo lo que en Asunción habita: aquello de lo que se puede hablar y aquello que se oculta; pero esto último no se cuestionaba, ya que a la familia nunca le hubo de faltar.
En ese entonces Jacinta tendría diecisiete años y no había terminado el secundario porque nunca lo había empezado. Y porque su familia decía que no hacía falta. Sucede que su padre era considerado uno de los dueños de todo lo que en Asunción habita: aquello de lo que se puede hablar y aquello que se oculta; pero esto último no se cuestionaba, ya que a la familia nunca le hubo de faltar.
Aquella noche de carnaval en el que fuese el febrero más caluroso de los últimos años, Jacinta se vistió de campesina con la ropa de la guayi, la chica que limpiaba en su casa. Las ojotas eran más chicas que sus pies; después de todo, ya era casi tan alta y tan llamativa como su madre. E incluso, a su pronta edad, los hombres que portan uniforme (y los que no), no hacían reparo en que llevase el apellido que llevaba, regalándole impertinentes piropos a su pasar.
Pero esa noche Armando no lucía disfraz. Su uniforme era el suyo propio, desde que ingresara a la milicia doce años atrás. La sacó a bailar un chamamé y la guayi tuvo que codearla hacia la pista, donde tímidamente ensayó sus primeros pasos de baile. Después le siguieron dos lentos, hasta que los pies y la vergüenza de Jacinta dijeron basta.
Armando la invitó a sentarse y pidió una cerveza helada que acompañó con maníes, y unos gajos de mandarina para Jacinta, quien los comió en silencio, sin chocar sus tímidos ojos de pequeña tigresa con los de él. Por momentos miraba de soslayo su reflejo en las resplancedientes medallas, mientras pensaba que no sabía comer las mandarinas de modo educado, y que, entonces, Armando y su traje se reirían de ella. Es que en su casa la guayi siempre le sacaba las semillas a la mandarina y le daba de comer gajo por gajo en la boca. Esa noche, Jacinta comió la fruta con sus semillas y blancos filamentos sin inmutarse ni atragantarse.
Tres años más tarde, Jacinta se convertía en la señora de Rodriguez Alves. Mejor dicho, del General Armando Rodriguez Alves, que casi la doblaba en edad y en ganas. El día de la boda, la muchacha llevó algo azul y algo prestado, algo nuevo y algo viejo. Sus primas le regalaron un modesto ajuar, y su madre le dio una charla de cómo ser una mujer complaciente (sobre todo siendo la mujer del general).
Cuando salieron de la capilla local, caminaron las cuadras que bordean la plaza escoltados por caballos y por más hombres de uniforme (aunque no tan relucientes como el de Armando), al compás de una marcha entre nupcial y militar. Algunos le gritaban “dictador” por la calle, pero Jacinta no prestaba atención a nada: nada lo escuchaba ni nada lo veia. Sólo se entregaba a sentir el roce de su brazo en el saco de gala de su flamante esposo, mientras que el reflejo de las medallas en el sol encandilaban sus vírgenes ojos.
Cuando salieron de la capilla local, caminaron las cuadras que bordean la plaza escoltados por caballos y por más hombres de uniforme (aunque no tan relucientes como el de Armando), al compás de una marcha entre nupcial y militar. Algunos le gritaban “dictador” por la calle, pero Jacinta no prestaba atención a nada: nada lo escuchaba ni nada lo veia. Sólo se entregaba a sentir el roce de su brazo en el saco de gala de su flamante esposo, mientras que el reflejo de las medallas en el sol encandilaban sus vírgenes ojos.

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