29 nov 2009

Historias de siesta


En mis tardes de vacaciones, a la hora de la siesta de chicharras, la abuela solía entretenerme con la historia de Ramírez, el cartero del pueblo en su Corrientes natal. Aquel que quedase rengo cuando, empezando con su oficio, se topó con la mandíbula del dogo del farmacéutico de mitad de cuadra. El perrazo le mordió la pantorrilla izquierda con gran saña y, según cuenta la Oma, los vecinos de la casa de al lado tuvieron que tironearlo de las patas traseras para que lo largara. Tan fiera fue la mordida que el novato Ramírez perdió masa muscular y tuvo que recorrer las calles del pueblo con un bastón que acompañaba su indisimulable renguera. “Imaginátelo”, me decía, “un joven que ya era viejo”.
La Oma me obligaba a ver el programa de Mirtha Legrand esos mediodías de verano de calor insoportable, cuando iba a visitarla a Itati. Recuerdo la cara de asombro que le asomaba cuando aparecía la Chiqui en pantalla, describiendo sus joyas Cartier, sus vestidos de diseñador, sus zapatos con brillo y el maquillaje siempre perfecto, como si estuviese ante la mismísima aparición de una sirena de Ulises.
Solía decirme con aires de inocente jactancia, “Y así como la ves, ella también vino de un pueblito”.
“Otra gringa como vos”, gritaba entre risas el tío José desde la cocina, mientras calentaba la pava para el mate de sobremesa, que acompañábamos con gajos de mandarina.

Yo sé que en el fondo la Oma soñaba con ser una anfitriona de lujo “como la Mirtha, igualita a ella”. Esas palabras aún resuenan en mi mente. Las pronunciaba con el cigarrillo consumido entre sus dedos enormes, producto de años de trabajo en el campo. Ese resto de nicotina que se extinguía en sus labios, muriendo con lentitud poética ante mis ojos de nena curiosa. Recuerdo ese cigarrillo elegido cada mediodía entre la decena, luchando contra su finitud, aferrándose a sus últimos minutos de vida. Aún hoy lo puedo ver: un cigarrillo fino, húmedo y rubio, de esos que se ven en las películas de las clásicas divas de Hollywood, gastado tras pocas pero intensas pitadas, que le llegaba a quemar las comisuras de sus labios. Pero pitillo que se dejaba disfrutar como si fuese la última bocanada de humo que la Oma diera en vida.
Cuando anunciaban el corte comercial en el programa, y mientras el tío ayudaba a levantar la mesa, yo corría al baño con uno de los puchos escondido entre mis manos traspiradas, uno que le robaba cuando dejaba el paquete sobre el modular del living. Y entonces me paraba frente al espejo practicando mis caras de futura fumadora entre la espesa niebla de un humo imaginario.

Se me viene a la cabeza una tarde de siesta en particular en que asomó indiscreto a la puerta del baño el pelo negro, recto y cortito de la tía Pocha, la hermana solterona de la Oma, que llevaba ese corte carré desde jovencita. Ese día, cuando la Pocha me puso bajo la canilla, enjuagándome la boca con agua y jabón mientras me gritaba al oído “A usted le parece, señorita, fumar así a escondidas”, sentí por primera vez la suavidad de su cabellera, impregnada de dulce perfume de azahar, rozar mis sonrojados cachetes. Ese carré que rogaba diferenciarse del resto de los peinados, por trasgresor y masculino en el cuerpo de una menuda mujer, solía lucirse por las calles del pueblo en búsqueda de piropos, bajo la luz de un sol abrasador de verano. Un corte de natural y encantadora iluminación, vivaz y libre bailando con la brisa de la tarde o camuflándose en la oscuridad de las noches sin estrellas. Ese fue el carré que enamorase al joven Ramírez y a muchos caballeros más, pero corte arisco y rebelde al fin, ya que no se dejó jamás peinar.

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