29 nov 2009

La posesa




Consultamos curanderas, chamanes y brujos, médicos renegados de su nombre que habían optado caminar por sendas más oscuras pero proporcionalmente redituables. Nada de ello funcionó.

“Engendramos un demonio”, solíamos pensar, pero asumiendo muy en el fondo que ese era también nuestro destino y nuestra cruz. Aquello que no está permitido decirse, aquello que viene silenciándose desde hace milenios, salía a borbotones, vomitado por esa garganta metálica que hacía estallar los vidrios de la casa en cien mil esquirlas.

Podía recitar párrafos enteros de la Odisea con el timbre de voz de un tenor; discurrir acerca de cualquier tema con la vehemencia de un orador romano; repetir cálculos mentales con un ritmo fatalmente frenético; proferir frases en arameo, latín y zulú. Entonaba estrofas de marchas militares o de himnos europeos, así como también cánticos medievales, mientras por lo bajo exorcizaba los durmientes secretos de generaciones pasadas, como si fuese un disco de pasta escuchado de atrás hacia delante, portador de siniestros mensajes crípticos. Sus cuerdas vocales despertaban el pavor, gritando viejas penas, antiguos dolores y torturas, acallados padecimientos y reprimidos reproches, con la violencia del rugido de una fiera enjaulada, que podía ser tigre, pantera o dragón. Decidimos encerrarla en el baño, inmersa en vapores que suavizaran el caudal de su voz y que acallaran su amenazante verborragia. Sin embargo, sólo lográbamos sumergirla en un sopor tal que quedaba desmayada, balbuceando palabras sin sentido, en un fluir errático y constante, como el molesto eco del zumbido de una mosca mareada entre cuatro paredes de metal.

Su discurso monocorde y extático, disfrazado de grandilocuentes explicaciones analíticas, axiomas, teoremas y alegorías, dejaba escapar historias que nos enfrentaban con nuestros pudores, nuestras vergüenzas y nuestras culpas. Nos escupía en la cara las verdades y las metáforas, como si se tratase de un oráculo endiablado. Sus extremidades acompañaban el acompasado ritmo locuaz con movimientos espásmicos que no lográbamos controlar ni los expertos diagnosticar. Por momentos, la invadía una mudez que de tan profunda e inconmensurable, nos aterraba de pies a cabeza, como si estuviésemos caminando bajo un cuartel de enormes nubes negras que anuncian un incipiente tornado. Eran segundos apenas, duraban lo que el último aliento de un muerto, para luego abrir las compuertas de sus labios y dejar escapar esas aprisionadas voces de fuego que hacían sangrar nuestros oídos por dentro.

Y en el final devino el silencio, milagrosa y salvíficamente. Llegó con un remedio letal, que donamos a nuestros ya enfermos oídos, el cual provocó esa sordera deseada, sumiéndonos en el más prístino de los silencios. Uno que provenía de esa elocuente boca metálica, que ahora sólo vemos moverse como si fuese la de un muñeco parlante a quien olvidamos darle cuerda.

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