Una calurosa tarde de noviembre, Corti nos reunió a los cuatro en la confitería de la esquina de la facultad, pocos días antes del final que nos catapultaría al diploma. Lo esperamos puntuales, sentados en la misma mesa de siempre, junto a una ventana abierta que dejaba entrar el bullicio propio de Rodríguez Peña y Tucumán. Entró siete minutos más tarde, luciendo sus anteojos de marco ancho negro, unas bermudas caqui, su ya en desuso remera blanca de mangas cortas y, creo, sus sandalias Birkenstock. Llevaba además unos cuantos libros bajo el brazo. Torpemente, se abrió paso entre las mesas contiguas, incomodando a los pocos clientes que había. Poco lo importó, como era su costumbre. Una vez cerca nuestro, apoyó con un brusco ademán tres tomos de la obra completa de Borges (de una colección que habíamos comprado el primer año de la carrera, cuando solíamos ir de cacería por las mesas de saldos de la calle Corrientes).
Noté que de uno de los tomos sobresalía un señalador amarillo (por lo viejo) e inmediatamente puede leerle la mente y la intención: nos había juntado allí para discurrir, por enésima vez ya, acerca del cuento. Roger, al otro lado de la mesa, me miró de soslayo y nos entendimos perfectamente. Los otros dos apenas lo conocían y en ese poco tiempo se habían dejado seducir por los alardes, las intrigas y las insolentes porfías de Corti. Mientras corría la silla para sentarse a mi lado, se dirigió audazmente al extranjero, un muchacho de unos treinta, y le preguntó si había leído Borges. Asintió. Corti abrió el tomo superior de la pila y un título se desnudó ante la mirada de los allí presentes: Funes el Memorioso. Roger no tardó en increparlo, le dijo que era absurdo insistir sobre lo mismo, que estaba perdiendo el tiempo (su tiempo y el nuestro, que son y no son lo mismo) e intentó disuadirlo. “Dejá en paz a estos muchachos. Es ridículo que quieras involucrarlos en tus funestas teorías”. Los otros dos poco entendían lo que iba a suceder allí en los próximos minutos.Corti pidió un cortado, desdeñando las palabras de Roger quien estuvo a punto de abandonar el encuentro. Lo frené con la mirada. Sentado a mi derecha, Corti apoyó su mano sobre la mía (gesto que duró una milésima de segundo) y me dijo algo al oído que, curiosamente, hasta el día de hoy, he olvidado por completo. Recuerdo el olvido simplemente porque esas fueron las últimas palabras que fuera a dirigirme. Roger miró a un costado, resignado: nada quedaba por hacer más que rogar que la tarde trascurriera lo más rápido posible. Supe que, en parte, lo hacía por mí, aunque nunca entendiera muy bien qué había visto yo en Corti durante esos cuatro años que estuvimos juntos. En lo que a mi respecta, nunca logré entender qué había visto él (me refiero a Corti) en una joven anónima como yo. Maldije el momento en que decidí cruzar la puerta y comencé a pensar en excusas válidas para haberlo hecho: salir del encierro luego de doce horas seguidas de estudio, la curiosidad de ver a Corti antes del final y de su supuesto viaje a España, la excusa de encontrarme con Roger fuera de los pasillos de la facultad, e, imagino, degustar el último café con leche de nuestro bar antes de diplomarme.
Uno de los nuevos del grupo, el más joven, acercó el libro abierto hacia él (con sumo cuidado, uno casi religioso). Dio vuelta las hojas y sus ojos volaron sobre frases subrayadas, resaltadas, borroneadas, notas marginales, comentarios al pie, asteriscos, signos, etc. Se mareó y devolvió el libro a la mesa, como si se tratara de un cáliz. Corti lo tomó y leyó la frase subrayada con birome de la página 171: “le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”. Intuitiva y soberbiamente, dio por sentado que los muchachos conocían la historia del memorioso Ireneo Funes. A continuación, dio comienzo a su diatriba: “Funes no debería ser considerado un memorioso, sino más bien un desmemoriado. Que sea memorioso es una fatal falacia. Su intento por crear un catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo, de todas las cosas, “un catálogo de todos los catálogos” –citó – resulta trunco ya que es menester que deba olvidar para volver a recordar. Mejor dicho, volver a percibir todas las cosas por primera, única e irrepetible vez. De este modo, olvidará que existe un perro de las tres y catorce (visto de frente), al cual efectivamente catalogará y dotará de un nombre, un número o una serie de números, para luego olvidarlo al momento de observar a ese perro (que es el mismo pero no) a las tres y cuarto (visto de perfil), al cual dotará de un nuevo nombre, número o serie de números”. Tomó aire acompañado de un sorbo de la espuma de leche del café (detalle que seguramente Ireneo hubiese recordado a la perfección e, incluso, hubiese nombrado como por vez primera), y prosiguió:
“Repito: Funes debe olvidar, debe ser desmemoriado, para percibir las diferencias en la identidad, y asombrarse con la mirada desnuda de los distintos “vástagos y racimos y frutos de una parra” o “las formas de las nubes australes del amanecer” del día X de X año; observar las variadas “vetas de un libro en pasta española” o “la punta de ganado de una cuchilla” como si los viese por vez primera cada vez. Debe olvidar la primer cara de un muerto en un largo velorio para percibir la segunda, la tercera, la última y así sucesivamente”, arguyó y citó con envidiable vehemencia.
Corti no dió tregua ni respiro. Siguió con sus locuaces argumentos ante la mirada atónita de los nuevos, la cara de sopor de Roger y mi mirada de desconcierto. “Tengamos en cuenta que la diosa de la memoria, Mnemosyne, nos visita en sueños, en ficciones, no cuando estamos despiertos. Es curioso que Borges sentencie que dormir es distraerse del mundo, cuando en realidad nuestros recuerdos, la memoria que tenemos de todas las cosas que nos rodean y de nuestros sentimientos y sensaciones, son reconstrucciones de reconstrucciones (y así hasta el infinito). En la vigilia debemos permanecer desmemoriados para percibir las diferencias, la inmortalidad de los detalles que ante nuestros ojos se muestran primerizos, únicos e irrepetibles. Quiero decir – volvió a beber un sorbo de su café y cerró abruptamente la página del libro, anunciando el pronto fin de su ditirambo –, la grandiosa empresa de Funes de recordar los accidentes, las diferencias, catalogarlos y darles un estatuto único, es completamente falaz. Su mente debe despejarse, debe olvidar, debe ser desmemoriada por excelencia, para lograr ese paradójico catálogo de todas las cosas. No por nada el pobre murió de una congestión pulmonar: se ahogó en recuerdos inútiles”.
Corti no dió tregua ni respiro. Siguió con sus locuaces argumentos ante la mirada atónita de los nuevos, la cara de sopor de Roger y mi mirada de desconcierto. “Tengamos en cuenta que la diosa de la memoria, Mnemosyne, nos visita en sueños, en ficciones, no cuando estamos despiertos. Es curioso que Borges sentencie que dormir es distraerse del mundo, cuando en realidad nuestros recuerdos, la memoria que tenemos de todas las cosas que nos rodean y de nuestros sentimientos y sensaciones, son reconstrucciones de reconstrucciones (y así hasta el infinito). En la vigilia debemos permanecer desmemoriados para percibir las diferencias, la inmortalidad de los detalles que ante nuestros ojos se muestran primerizos, únicos e irrepetibles. Quiero decir – volvió a beber un sorbo de su café y cerró abruptamente la página del libro, anunciando el pronto fin de su ditirambo –, la grandiosa empresa de Funes de recordar los accidentes, las diferencias, catalogarlos y darles un estatuto único, es completamente falaz. Su mente debe despejarse, debe olvidar, debe ser desmemoriada por excelencia, para lograr ese paradójico catálogo de todas las cosas. No por nada el pobre murió de una congestión pulmonar: se ahogó en recuerdos inútiles”.
Esa fue la última charla de café antes de recibirme. A los dos muchachos los crucé el día del final y nos saludamos tímidamente de lejos. Supuse que no íbamos a repetir un encuentro como el de días antes, o cualquier otro. Roger me pidió que olvidásemos el asunto con Corti quién, según me han dicho en la facultad, hasta el día de hoy sigue reuniendo compañeros en la confitería de la esquina y les cuenta la historia del desmemoriado. Nunca viajó a España y dejó pendiente esa última materia.
Por mi parte, la tarde de ese último encuentro, releí el cuento de Borges al volver a casa. Poco recuerdo (“aunque yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado”) qué impresiones me causó esa lectura. Sin embargo, debo admitir que esa misma tarde de noviembre a las 18:45, dcbí olvidarme de todo lo anterior (de mis primeras lecturas del cuento así como de los argumentos que Corti expusiera once o doce veces a lo largo de cuatro años), para leer el cuento por onceava y primera vez (que es y no es lo mismo). Tuve que convertirme, pues, en desmemoriada, como el famoso Funes de Corti.
Por mi parte, la tarde de ese último encuentro, releí el cuento de Borges al volver a casa. Poco recuerdo (“aunque yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado”) qué impresiones me causó esa lectura. Sin embargo, debo admitir que esa misma tarde de noviembre a las 18:45, dcbí olvidarme de todo lo anterior (de mis primeras lecturas del cuento así como de los argumentos que Corti expusiera once o doce veces a lo largo de cuatro años), para leer el cuento por onceava y primera vez (que es y no es lo mismo). Tuve que convertirme, pues, en desmemoriada, como el famoso Funes de Corti.

Que buena historia Anita. Pero quiero que sepas que tus narraciones en voz alta y viva hacen a todos tus escritos el doble de buenos!
ResponderEliminarGracias, Ana! Yo pienso igual que vos y pienso igual de los tuyos. Ayer cuando leias los cuentos del "armá tu propia aventura", pensaba en cuánto la narración suma a la historia. Y vos lo demostraste al leer tus propios textos y los del resto.
ResponderEliminar