Eusebio trabajó cinco años para la competencia antes de empezar con nosotros. Lo anunciaron como la “gran promesa”, luego de haberse floreado por París y Milán, trayendo consigo las nuevas tendencias. Primero le “regalaron” a una de mis clientas más fieles, la viuda de doble apellido que viene cada quince días a retocarse el carré y hacerse el brushing. Después fue el turno de una modelo en ascenso que suele pasar una vez por semana y me mantiene al tanto de los últimos caprichos de la farándula. Todo esto sucedió en mi ausencia cuando, sorpresivamente, me ofrecieron quince días de vacaciones en plena temporada. Me resultó un tanto sospechoso, pero me fui igual. A visitar a los míos, en la provincia.
Eusebio se puso bien cómodo entre mis elementos, a pesar de que, por lo que me contaron las chicas, él se ufanaba de los suyos. Se empecinó en usar mis tijeras, cepillos, mis productos importados para el cabello, fijadores, invisibles y demás. Sobre todo se encaprichó con mis tijeras, como si se hubiese vuelto adicto a ellas. Les repito: todo esto sucedió mientras estuve ausente. A mi vuelta, todo el mundo actuaba como si esto fuese lo más normal del mundo, incluso le derivaban mis citas de siempre sin consultarme siquiera. Hablé con la dueña y le dije que no entendía qué estaba sucediendo. Minimizó el caso, como era de esperar en ella, y alegó que las clientas mismas lo habían solicitado… pero yo no le creí nada. Me dijo que no me preocupara, que podía quedarme con las nuevas. Mientras tanto, él se paseaba por el salón con la frente en alto, bien orgulloso, mirándome de reojo y fingiendo una sonrisa de camaradería. Eso sí, ni una palabra me dirigía, lo mínimo indispensable. Yo opté por hacer lo mismo con él.
El colmo de los colmos fue aquella tarde en que se metió a opinar en medio de un tocado de novia y, a los cinco minutos, tenía ambas manos puestas encima de la cabeza de la clienta. No supe cómo reaccionar, me quedé duro de furia y me hice a un lado para ver la escena con total desconcierto e impotencia.
Pronto llegaron los halagos y más clientas que lo requerían, incluso las que antes llegaban a esperar horas para atenderse conmigo. El muy guacho se hacía tiempo para todas ellas, y yo me quedaba a un costado, mirándolo de lejos: las manos que volaban con asombrosa rapidez en esas cabezas, incluso haciendo milagros en las más rebeldes. Hay momentos en que me sentía hipnotizado por esa imagen, descuidando mi propio trabajo con las nuevas clientas que se iban, lógicamente, de lo más indignadas. Pero yo no podía hacer otra cosa que observar mi reflejo abatido en el filo de las tijeras en manos de Eusebio.
A los dos meses, la dueña me citó en su oficina. Me daba una semana para buscar un nuevo lugar ya que había decidido prescindir de mi trabajo y blablablabla. Dejé de escuchar lo que decía en el momento exacto en que lo vi a través del vidrio, todo ensimismado en su corte. Juro que en cierto punto percibí una mueca sobradora hacia mi dirección; fue una milésima de segundo, pero para mi eso lo resumía todo. Esa misma tarde decidí llevarme mi par de tijeras y volver al día siguiente por el resto de las cosas.
Pasé toda la noche en vela, con imágenes terribles que se agolpaban en mi cabeza. A la mañana siguiente, me dirigí a la peluquería, llevando conmigo ese par de tijeras: mis primeras tijeras, las que me regalara aquel maestro estilista. Me encaminé directo hacia donde estaba Eusebio, sonriendo eufórico, como era costumbre en él, por encima de una permanente. Las tijeras bailaban locamente entre mis dedos y apuntaban directo a su cuello (como si hubiesen aprendido su rol a la perfección), perforándole la yugular con gracia y luego dibujando una línea profunda de punta a punta. El papel plateado que cubría la cabeza de la clienta sexagenaria (que una vez fuese de las mías) se tiñó de rojo sangre. El filo sumergido casi en su totalidad en el lívido cuello de Eusebio reflejaba ahora mi sonrisa de soslayo.
Con su último aliento, se desplomó sobre la mujer, arruinándole esa linda permanente, para luego golpear su cabeza contra el espejo, estallándolo en mil pedazos. Todo ante la mirada atónita de las clientas en espera. Agarré el resto de mis cosas, sin prisa y sin pausa, y me fui de allí para siempre.
1 dic 2009
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