11 feb 2010

Obstáculos para un beso de reencuentro

Imagínense esta historia en cámara lenta. Cuadro por cuadro. Pueden cerrar los ojos mientras se las relato. Elegir la banda de sonido que la acompañe, incluso.

Jota está volviendo de París luego de tres semanas, donde expuso sus últimos cuadros, dio charlas a noveles artistas, y quién sabe qué nefastas actividades pseudo intelectuales más. El avión está aterrizando en Ezeiza en menos de 20 minutos. Es una fría madrugada de junio y L. lo espera un metro detrás de la valla que separa a los que vuelven de los que están. Se la nota nerviosa, abrigada por su nueva bufanda amarilla que cubre el mentón y gran parte de sus labios carnosos. Se acerca las uñas a la boca, saltando el esmalte negro de su dedo gordo. Lleva anteojos de ver de marco más bien grueso (no sea cuestión que no lo reconozca con tantos nervios que suelen ser engañosos por demás). Pensar que se vieron unas seis… Perdón, me corrijo, unas siete veces, si contamos la fiesta de disfraces que organizó la compañera de oficina de L., donde el destino los cruzara.

Allí apenas pudo apreciar los exóticos rasgos árabes de Jota, debajo del maquillaje de mimo y de la creciente borrachera a medida que las horas transcurrían entre risas nerviosas, mentiras piadosas, pícaras manos danzarinas, y baile desenfrenado. Y qué decir de la tercer salida que fuese interrumpida intempestivamente a los diez minutos de llegar al restaurante tailandés, lo cual obligara a Jota a retirarse y a disculparse por las próximas 48 horas mediante mensajes de texto, mails y flores a la oficina. L. nunca sabrá que ese llamado provenía de la ex novia de Jota, quien estaba de visita sorpresa en Buenos Aires, tras su obligado exilio laboral en Miami. Tampoco se enterará que esa noche Jota durmió con su ex por última vez.

Anuncian la llegada del vuelo A397 de Air France proveniente de París. El aterrizaje es inminente y la ansiedad aumenta. ¿Pueden sentir sus latidos descontrolados? ¿Reconocen la rigidez de su postura, el tic nervioso al acomodarse el flequillo por undécima vez? ¿Llegan a percibir el ceño fruncido forzando la vista para obligarse a ver más y mejor, a pesar que lleva puestos sus anteojos (y es muy probable que se haya olvidado de ello)? La vemos sacar el celular de su bolso de cuero negro, chequear la hora, releer el último mensaje que le enviara Jota unas tres semanas atrás luego de despedirse en la puerta de su edificio.

Las puertas automáticas se deslizan y puede vislumbrarlo a lo lejos, gracias a su altura y su cabellera negro-canosa. Él parece haberla reconocido (o eso quiere creer ella) porque en ese exacto momento donde el tiempo parece detenerse, Jota esboza una tímida pero segura sonrisa. Pero cómo estar convencida de lo que vio si no lleva los anteojos puestos. ¡Ah! ¡Sí! Los tiene… y Jota es él, es Jota: allá a los lejos lo siente tan cercano.

Las puertas vuelven a cerrarse, en cámara lenta y la espera se prolonga.

“Están haciendo el control por la gripe porcina, ¿vió? Les sacan una foto con esas camaritas infra o ultrarojas, yo qué sé. La cosa es que les lee la temperatura corporal. Si tienen 38 o más… vaya a saber uno dónde los meten. Mi cuñado me contó que volviendo en el Buquebus de Colonia…” L. se sobresalta ante la voz de un señor mayor a sus espaldas, que le zumba como un mosquito al oído, lo cual la obliga a darse vuelta mientras su cuello hace ¡crac! Mira con desinterés sus labios parlanchines, asiente y vuelve a fijar la mirada al vidrio que poco deja ver.

Las puertas vuelven a abrirse (¡por fin!) y de a dos, de a tres, van atravesando la frontera los que llegan, los que vuelven. Ahora las imágenes se suceden aún más lentas, obligando a L. a reparar en detalles insignificantes, que desvíen su atención y disimulen sus indisimulables nervios.

Primero repara en esa mujer de más de cincuenta, vistiendo (demasiado) ajustados jeans azules; luciendo gafas negras Chanel que resaltan su incipiente cirugía de nariz y las aplicaciones de botox en sus mejillas. Carga equipaje de renombrado logotipo italiano y tres bolsas del freeshop completamente llenas.

Luego su mirada se posa en un pasajero japonés de mediana estatura: prolijo, impecable (como si nunca hubiese viajado 12 horas en un avión), vistiendo un traje falto de arrugas, zapatos negros que brillan a la distancia, mientras carga dos portafolios de cuero fino (tan fino que casi puede sentir el olor desde donde está parada). A L. se le antoja un personaje de una novela de Murkami, su autor favorito de la últimas década.

Aparece detrás una joven que acusa su misma edad, con una mochila que encorva levemente su espalda (como si la misma formara parte de su cuerpo desde semanas, incluso meses). Lleva puesto un pulóver de telar andino, unos pantalones violetas muy llamativos que le hacen gracia a L. (sin saber que en sus vacaciones de verano en Bahía, Brasil, comprará a un vendedor ambulante el mismo pantalón, olvidando por completo a la mochilera europea); el pelo rubio-anaranjado recogido en un enorme rodete, los cachetes rosados, y una guía de Buenos Aires en mano. Rápidamente se le adelanta a la cincuentona, que camina a paso relajado como si el Rivotril aún surtiese el efecto sedante deseado. L. quiere recordar, retener en su retina estos detalles, y olvidar, pues, los nervios; desentenderse de las manos que comienzan a humedecerse de sudor frío.

Asoma (en lo que pareció una eternidad) la cabeza de Jota que luego deja ver su cuerpo alto y delgado, pero L. no puede reparar en lo que lleva puesto (podría haber salido de allí completamente desnudo que hubiese sido igual). Lo ve más alto, más Jota que nunca: tan claro, tan nítido. Los anteojos no fallan. Pero él parece no haberla visto (¡¿cómo puede ser, si cuando aún no había atravesado la puerta su sonrisa se había posado en ella?!). No mira en su dirección, no mueve su rostro hacia el costado, sino que camina recto, la vista hacia delante, luchando contra el peso de las valijas que lo obliga a tambalear su bolso bandolero.

L. amaga con levantar el brazo para ensayar un saludo a lo lejos, pero el mismo llega a la altura de su pecho y se frena de golpe. El señor mayor ha pasado de estar detrás suyo a colocarse delante, y ella apenas pudo percibir semejante cambio de locación. Finalmente Jota gira la mirada hacia el costado y le sonríe inmediata y naturalmente, como si siempre hubiese sabido que L. estaba allí esperándolo, lo cual la obliga a desviar tímidamente su mirada hacia abajo y elevar la mano hacia el hombro, ahora, y regalarle un saludo de bienvenida.

Jota camina hacia ella, entre pasos rápidos y movimientos lentos. A escasos dos metros de acercar su boca hacia la de L, se interpone en su camino la esposa del señor mayor, quien evidentemente ha hecho este tramo mucho más rápido de lo que sus sexagenarios pies puedan ir, y su esposo se entrega a su encuentro. Se abrazan, se sonríen y se dicen cosas que L. no puede ni desea escuchar. Está sorda, desconcertada, estupidizada. Jota ya no parece tan alto, tan él. Se ha desvanecido de su campo de visión. ¿Dónde está? Ha desaparecido de la pantalla. No está más. Se fue. ¿O es que nunca estuvo?

En cuadros cada vez más lentos que se superponen, la imagen de la adorable pareja entrometida se sale de foco y lentamente la imagen del abrazo desaparece en la imaginaria neblina. Y es así como Jota vuelve a ocupar totalmente la visión de L., y la de ustedes, mis queridos lectores espectadores. La felicidad es indisimulable, entonces el cerebro envía señales al cuerpo, invitándolo al relajo y a la entrega. Las bocas se buscan, cada vez más cerca, más cerca, más…

Los párpados caen rendidos y las palpitaciones se aceleran, los músculos se alivianan y L. flota, flota, flota… La pantalla se tiñe de negro con una titilante luz amarrilla en el centro, casi imperceptible. Le zumban los oídos como nunca antes: tuuuuu…

Los ojos se abren de golpe, en lo que pareció una milésima de segundo, de esos que se sostienen en el tiempo como un do o un re sostenido en el pentagrama. Ahora la luz amarrilla cubre gran parte de la pantalla, expandiéndose hasta encandilarla. “¿Dónde estoy?”, se pregunta L. (sin saber si para ella misma o si esas palabras son producto de sus afónicas cuerdas vocales). No sabe bien qué o a quién buscar, qué respuesta esperar. Sigue flotando.

“Señorita, ha sufrido un desmayo. No trate de incorporarse de golpe. Quédese un rato más así”. Dos cabezas hacen sombra a la intensa luz, pero L. no reconoce voces, ni ojos ni caras. Sólo se entrega a sentir esos labios (unos minutos antes tan esperados, tan deseados), que se encuentran con los suyos sellándose en un beso de bienvenida. Finalmente han llegado a destino.