Londres, diciembre de 2009
Querida Natu:
Hace unos días me escribiste: “¡Qué difícil arte este, el de domar tornados!” Podrías haberte referido a “domar fieras (que pueden ser tigres o panteras)” o “domar potros”, o incluso haberme dicho “torear toros”, “encantar serpientes”. Pero no: vos elegiste domar tornados. Y dejáme que te diga que yo he estado ahí. Me ha tocado en suerte ver a través del ojo del tornado, nos hemos tenido frente a frente, hemos vibrado juntos. Para luego desfallecer de cansancio y resignación ante lo existencialmente indomable. Y entiendo cómo podes sentirte ahora. Sólo siento, y peno, la distancia.
Tu frase se mareó dando mil vueltas dentro de mi cabeza una noche de insomnio y gruesas gotas de lluvia contra la ventana. Hasta que Morfeo se dio por aludido, y me arrastró al más profundo y extraño de los sueños. Estábamos en el jardín de tu bobe, sólo que no era el barrio de tu infancia ni el mío, sino que esa onírica casa se encontraba en alguna isla, ciudad, o pueblecito de México; vaya a saber uno cuál, pongámosle Isla Mujeres, Acapulco o Mérida. No me preguntes cómo ni porqué, pero lo sé. Tendríamos unos ocho, nueve años, vistiendo ese pacato e impoluto delantal de escuela (el tuyo seguramente más prolijo que el mío), sentadas en el juego de mesa de hierro blanco de jardín, ante el tablero de ludo, como solíamos hacer una tarde a la semana.
Intempestivamente, irrumpe en la inmaculada escena Nacho S., nuestro compañerito de escuela. Lo recordás a Nacho, ¿verdad? Nacho a los ocho, nueve años, porque a decir verdad no lo vimos más al terminar la primaria, con lo cual no se cómo se verá hoy en día. Nacho que lleva de la mano, con firmeza y seguridad (pero sin poder disimular cierto desgano) a su pequeña hermana, mi tocaya. Camina directo hacia nosotras, como si atravesar ese jardín fuese lo más natural del mundo, como si lo hubiese repetido incontables veces en su vida de niño. Estoy convencida, sin embargo, que Nacho jamás estuvo en lo de tu bobe, ni siquiera en tu casa. Mucho menos en la mía. De pronto, su pequeña hermana (mi tocaya) que apenas debería pronunciar frase completa alguna debido a su temprana edad (y mucho menos en otro idioma), cita esta frase que bien podría ser de Oscar Wilde: “Illusion is the first of all pleasures”. Vos tenías fuego en tu mirada, el enojo caprichoso propio de tu ser-niña, como si ambos hubiesen osado violar nuestra ceremonia secreta ¡Sacrílegos!
Sin embargo, el muchachito no se disculpó ni se inhibió. Sonrío plácidamente hacia nosotras; y su sonrisa de labios abiertos desató una brisa, una brisa de tormenta, que gentilmente, y sin previo aviso, abrió de par en par las ventanas de la casa de la bobe, esa casa de mi sueño perdida en quién sabe qué coordenadas del mapa de México. El vientito suave y reconfortante te relajó. “Es la calma que anuncia una tormenta deseada”, creo que pensamos todos. Pero al mismo tiempo intuimos que la pesada atmósfera que se ceñía sobre nosotros, y el intermitente silbido del viento, velaban un oscuro presagio. De repente, yo me hago grande: no es que me haya hecho gigante o que haya ganado metros de altura, sino que me convierto en mi yo actual. Y puedo ver un poco más y mejor que ustedes tres. Puedo abrazar con resignación la inminencia del peligro que no tarda en llegar.
Entonces percibimos un tornado estrepitoso corriendo a toda velocidad, allá a los lejos, pero cada vez más cerca. Quiero protegerlos, llevarlos de vuelta a la casa. Sin embargo, ante el arrebato de la situación, nos quedamos estancados en el pasto del jardín, hipnotizados por esa imagen de ensueño surrealista. Yo nunca he estado en un tornado y, supongo, vos tampoco. Pero eso en mi sueño era un verdadero tornado. Un tornado que venía arrasando nuestra ciudad imaginaria y todo lo que allí habita (autos, heladeras, semáforos, sillas y sillones, bibliotecas, palmeras, vírgenes, gatos, niños, y pájaros), y que ahora se disponía llevarse nuestro jardín, extirparlo de raíz.
Y es entonces cuando, ante nuestros rostros de total desconcierto, Nacho saca del bolsillo de su delantal blanco un lazo que de tan fino y delicado se nos hace casi invisible a los ojos, pero el cual ilumina con destellos dorados la oscuridad de un cielo encapotado que se arroja sobre nuestras cabezas. El niño regala ese lazo mágico al viento, lo hace bailar con el pesado éter, traza piruetas de contorsionista, hasta enlazar la cola del tornado, atrayéndola hacia sí, y alejándola, pues, de nosotros. Lucha con la fuerza de un Hércules, de un gigante que supo sostener el peso del mundo sobre sus hombros. Por momentos, su cuerpo infantil se eleva unos centímetros del suelo y se confunde con el tornado, absorbido por la voracidad de esa fatal fiera que todo lo quiere poseer.
El pequeño domador se luce ante nuestros ojos, despliega su artilugio y su gracia, como si fuese el rey del rodeo. Finalmente, en lo que pudo haber durado unos cuantos minutos o una eternidad, el tornado se entrega a su merced y se atraganta con el nudo del lazo, el cual luego el domador lanza, con extraordinaria fuerza, fuera de nuestra estratosfera, hacia remotas constelaciones. La negrura del cielo desaparece y las bajas nubes blancas y esponjosas de una típica tarde de verano, se nos ofrecen plenas. Nacho a los ocho, nueve años – que ya no es Nacho, sino el domador de tornados – cae desmayado, exhausto, y vos corres hacia él. Y yo te sigo. En sus pupilas se refleja el ojo del tornado, que varía entre el violeta, el azul y el plateado. Pero, antes que nos devele ese secreto milenario que mantiene oculto, la imagen se diluye por completo en su retina.
Segundos después, irrumpe en el jardín su madre. Y entonces, la pequeña-adulta Ana se abalanza – entre sollozos mudos – sobre esa mujer esbelta, delgada, y sofisticada, dueña de ese je ne sais quois. Esa mujer iluminada de veinte años atrás, luciendo un chal de colores pastel (traído seguramente de alguna de sus giras por Francia) que rodea su recto y airoso cuello blanco. Quizás recuerdes a Lu, la madre artista de Nacho, esa mujer que lo esperaba de tanto en tanto, apoyada sobre un Renault 18 azul estacionado en la puerta de la escuela, luciendo enormes anteojos negros y vestidos de bohemias telas coloridas que niñas como nosotras sólo osábamos probarnos en sueños. Esa mujer hermosa, de esas cuya belleza – hoy me atrevo a afirmar – solivianta, inquieta, perturba, incluso a algunos repele. Recuerdo su cara perfectamente asimétrica, con ojos tan grandes como los de una gacela atemorizada; su piel resplandeciente, lisa y suave; y esa nariz atinada y coherente con su rostro, de ahí que la llevara con indiferente convicción.
La bella madre ingresa, con un andar que de tan etéreo nos hace olvidar la brutalidad del tornado, agitando entre sus manos de pianista las hojas de un periódico con fecha actual, el cual coloca frente a nuestra imberbe mirada. Vos lees en voz alta, pero con tu tono de voz actual: “temerario titán torea tenazmente tremendo tornado tiránico”.
Es allí cuando abro los ojos, tan pesados como húmedos. Y vuelvo en mí, acostada en la cama de mi habitación en medio de la oscuridad de una desolada noche de invierno londinense, de frío de lontananza hecho de tiempo y de distancia.
La noche siguiente, desde mi ventana del tercer piso, la desierta capital inglesa se me antoja una película muda que se repite hasta el hartazgo. La curiosidad y el aburrimiento me arrojan a las calles del Soho, en busca de algo que me desvele, que me ocupe, sin imaginar por un segundo que esa noche iba a traer de vuelta a tu tornado, ese tornado que ahora se ha convertido en el nuestro.
Son las diez y cuarenta, y el frío polar de dos, tres grados bajo cero, cala hondo en mis huesos. Ha terminado la última función de cine y no hay ni una sola alma sajona en las calles, sólo un par de asiáticos, que van o vuelven de sus trabajos en algún restaurante del Chinatown. El viento ártico rasguña sin pudor mi rostro, cada vez más sonrojado y entumecido. Los labios, los pómulos, la nariz, las manos, y las uñas me duelen del frío, a diferencia del resto del cuerpo que mantiene la temperatura ideal debajo de dos sweaters de frisa, un gamulán que compré días atrás en Camden Market, y medias de lana debajo de mis jeans made in Buenos Aires.
Camino por Charing Cross y antes de llegar a la esquina de Old Compton Street, un humo espeso mezcla a marihuana y tabaco, el olor a cerveza rancia, risas histéricas, y acentos diversos que varían entre el francés, el rumano y, quizás, el inglés yanki, me hacen detener frente a un antro de música de garaje y bebidas baratas. El tibio sopor del lugar me da la bienvenida salvándome de la ola helada que se derrama sobre la olvidada y somnolienta ciudad. Vos bien sabes que el interior “noche-bar” no tiene estaciones, no tiene temperaturas. La estación es el aliento mismo de las bocas, el sudor y el olor de esos cuerpos que se buscan, se enciman, se rozan, se exhiben, se reconocen, se atraen. El espacio hermético y a medio iluminar en el que me encuentro, me redime del frío callejero de dos, tres grados bajo cero, y entonces comienzo a mudar de pieles hasta quedarme en remera blanca de mangas cortas. Me escabullo en el antro, chocando a esos extraños que en ese preciso momento se me hacen necesariamente familiares, incluso extensiones de mi propio cuerpo que lentamente retoma su pulso vital. Agradezco su presencia, la celebro, brindo por ellos, brindo por todos nosotros.
Voy tambaleándome entre la gente en dirección a la barra, allá a unos metros de distancia. “¿Qué usted quiere?”, me pregunta la barwoman, tatuada desde el nacimiento del cuero cabelludo hasta el mentón. El lado izquierdo de su rostro íntegramente tatuado. Pido un trago transparente on the rocks – pudo haber sido gin o vodka – que tomo sin prisa entre extranjeros, locales, punks, rockeros, algún que otro grunge, y góticos cuarentones. De fondo aúlla una banda que bien podría ser la versión londinense de La Perra que los Parió, salvo que con un oído musical más agudizado y una estética más vanguardista, claro está. Necesito ir al baño, entonces me excuso con cierta timidez de un inglés que dijo llamarse Max y de su roomate parisino JP que me hablan en estéreo. Y me vuelvo a abrir paso entre la extática muchedumbre que se mueve categóricamente al ritmo del punk rock local.
Desciendo al subsuelo por la escalera estrecha, dejando atrás la música y la euforia. Dos puertas sin distintivos me llevan al baño. El olor agrio que emanan las paredes mojadas se mezcla con un embriagador aroma a patchouli. Contra la mesada del lavatorio, dos cuerpos femeninos se baten a duelo por el espejo. Una de ellas – la de fino pelo castaño y delicados labios pintados de fucsia – luce una minifalda negra que marca su cola dura y redonda, así como un par de cortas piernas torneadas que ajusta con medias de nylon verdes. La observo recoger su cabellera en un peinado sin nombre, ridículo, que sella con dos palitos de comida japonesa, mientras exhibe una gota invisible de sudor chorreando por su cuello. La morocha – más pequeña en edad pero más voluptuosa en cuerpo – está vestida íntegramente de negro; primero se delinea furiosamente sus hermosos ojos almendrados, y más tarde acomoda su inquieto flequillo, mientras habla de hombres y de sexo, de sexo y de hombres. Entro al cubículo, sin poder cerrar por completo la puerta que no tiene pistillo ni picaporte. La sostengo, pues, con mi mano derecha, mientras me bajo el jean, haciendo malabares con mi cabeza gacha. Escucho a las inglesas salir del baño hablando un slang que no comprendo en lo más mínimo, llamándose la una a la otra M. y M.
Luego, entre risas y besos, entra una pareja un tanto despareja (según la imagen que me devuelve el espejo que puedo ver a través de la hendija de esa puerta rebelde que insiste en abrirse). Él es un punk que acusa unos veinte y pico, sólo que ha dejado olvidada su cresta multicolor en su loft okupa. Tiene el pelo fino y lacio, tirado hacia atrás, forzándolo en una cola de caballo que le llega a los hombros. Viste ajustados pantalones negros que acentúan aún más sus desgarbadas y flacas piernas, un buzo negro descolorido con simpáticos pitucones, y borceguíes enormes que desentonan con el resto de ese cuerpo alto y lánguido. Me olvidaba de su piercing en forma de alfiler de gancho que, sin decoro, decora su oreja izquierda. Dije despareja porque ella, la chica del punk
– que se me antoja unos cinco años mayor que él – viste un impecable traje negro de oficinista (que seguramente ha comprado en Selfridges, no en Harrods), altísimos tacos de charol, y una ajustada camisa blanca de cuello Mao, abierta hasta el nacimiento de sus no- pequeños pechos.
La chica del punk apoya su menudo cuerpo sobre el de él, cuya espalda descansa sobre la fría y transpirada pared de azulejos azules. Dos cuerpos desiguales que unen sus desiguales lenguas en un beso fugaz, travieso, apasionado, y negligentemente punk. Espío por la hendija ese aliento que no huelo, y que destila a cigarrillo y whisky, chicle de menta, y una lujuria que añoro. Salgo del cubículo y la pareja me sonríe a destiempo con labios cerrados. Me enjuago la cara mientras ella ocupa el cubículo que acabo de dejar, luchando contra esa misma puerta, la cual, pocos minutos atrás, sostenía yo con mi mano. El antes enardecido punk se para a mi costado y me pregunta con un encantador acento manchesteriano de aliento a alcohol:
–“¿Gustas tú de la banda?”
Sin cavilar, asiento tímidamente. Me explica que es la banda de su hermano mayor (a quien llama “Frith”), y me cuenta que él solía formar parte de la misma, hasta que se abrió “por cuestiones ideológicamente estéticas o estéticamente ideológicas, que es prácticamente lo mismo”, lo cito textualmente. Ella tira la cadena del baño y sale acomodándose su brillante pelo de publicidad de Pantene que cae como una catarata sobre sus estrechos hombros. Él – su chico punk – me la presenta con el entusiasmo de una criatura. Se llama Poly y es gerente de una disquera internacional y también manager de bandas de rock independiente, entre ellas la del hermano de su chico punk, de la cual él supo formar parte. No registré su nombre sajón, pero el veinteañero punk se me hizo idéntico a Diego (del taller de Barrio Norte, ¿te acordás?), así que lo bauticé “Diego Punk”. “Diego Punk” que me pregunta – “¿Dónde eres tu de?” Le respondo con la verdad, esperando que a continuación ambos suelten un poco original:“¡Ahhh! Maradona”. Sin embargo, la cara inglesa de “Diego Punk” se vuelve a llenar de indiscreta emoción infantil, a medida que se levanta el desteñido buzo negro, dejando al descubierto una remera gris oscura que reza “Sumo”. “Las bondades de e-bay”, me digo a mí misma.
Poly busca mi mirada cómplice, se ríe de la ocurrencia de su chico punk, y le estampa un ruidoso beso en la mejilla. Luego, se inclina contra el espejo para retocar su rostro con maquillaje de marca italiana que saca de una carterita negra ínfima. Me quedo frente a frente con “Diego Punk” que comienza a entonar las líneas de una canción que, a pesar de provenir de un universo ajeno y lejano, comienza a hacérseme cada vez más cercana e íntima. Poly se burla del pobre castellano de su chico punk y de su acento payasesco. Pero yo soy toda oídos:
“Un tornado, un tornado, un tornado...
Un tornado arrasó a mi ciudad y a mí jardín primitivo.
Un tornado arrasó a tu ciudad y a tu jardín primitivo.”
Marca las “erres” con la enfática torpeza de un anglosajón, lo cual hace estallar en risas a su Poly. Pero él continúa cantándolo a Luca mientras mueve la cabeza en un robótico ritmo punk, acompañado de mecánicos compases que marcan sus borcegos contra el piso:“Saltando en picada a la mexicana, un fugitivo se entrega
Saltando en picada a la mexicana, un fugitivo se entrega
Pero no, mejor no hablar de ciertas cosas.”
Estoy casi segura que en lugar de “ en picada” dijo “encimada”, o algo por el estilo. Lo curiosamente real es que el chico punk de Poly tarareó y cantó ese tema como si la letra y la música fuesen el mandato de un ser divino que lo estaba poseyendo en ese mismísimo instante, en la intimidad del baño de un antro del Soho londinense que nos convocaba a los tres. Por arte de esas magias nocturnas, y de exquisitas sincronicidades, volvió a hacerse presente el jardín de tu bobe de la imaginaria casa mexicana del sueño de la noche anterior. Y con él volvió tu tornado (que ahora también es el mío). Poly ensaya unos aplausos exagerados junto a un “¡Bravou!”, que exclama en tono jocoso, mientras conduce a su chico punk hasta la puerta. Al abrirla, él me regala un inevitable “Olé Olé Olé Olé, Diego, Diego”. Y desaparecen del baño, dejándome sumida en un estado de letargo similar al del sueño de la noche anterior.El calor se convierte ahora en mi solapado enemigo, y lucho por salir de esas cuatro paredes, subir los angostos escalones regados de vómito y bilis, para así atravesar el antro de rock de garaje lo más rápido posible, mientras vuelvo a mudar de pieles. Una vez abrigada, me veo arrojada a la calle, dos horas después de haber ingresado a mi caverna de salvación. La música punk ya se ha ido, pero en mis oídos sigue aullando el tornado que se hizo canción en una letra de Sumo. El frío de dos, tres grados bajo cero, no tarda en hacerse sentir, y el viento nórdico me ametralla la cara. No lo dudo. Paro un taxi.
Mientras el chófer de origen pakistaní atraviesa una Oxford Street desierta, que vuelvo a recorrer con mi mirada como ya he hecho cientos de noches desde que estoy aquí, recuerdo tu frase que inspiró mi sueño que fue traído de vuelta por una canción que un chico punk cantó para mí en el baño de un antro del Soho londinense. Y pienso que en ciertos casos (si no en todos), el domador suele confundirse, camuflarse con el tornado (y viceversa), convirtiéndose, pues, en uno solo, en un "uno", en un indefinido “algo” tan peligroso como atractivo. Entonces, mi querida Natu, no te detuviste a analizar lo siguiente: ¿hasta qué punto sos domadora de tornados y no el tornado mismo? Igualmente (y me sirvo aquí de tu estimado Friedrich Nietzsche), yo te aconsejaría que cuando vayas con ciertos hombres, esos hombres tornado, no olvides llevar el lazo. A la distancia cercana, yo te acompaño hoy y siempre.
Con todo mi amor y cariño,
Anita

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