29 nov 2009

In Memoriam





Dicen los que dicen saber (y los que dicen creer) que al momento de morir, imágenes de nuestra vida se suceden a modo de flashback, como retrospectiva de aquellas situaciones más trascendentes, de aquellos recuerdos placenteros, y de los no tanto. Hay quienes se refieren a un túnel que conduce a un enceguecedor haz de luz; también he leído por ahí acerca de una supuesta montaña rusa que a velocidad cósmica nos dispara al silencio más ensordecedor. Y es entonces cuando aparece en sus bocas la palabra “Paz” o “Dios” o, incluso, “Nirvana”, como si todos supiésemos muy bien de lo que estamos hablando. Yo no soy creyente. No. Pero la mitad de mi vida ha transcurrido en salas de cine, por lo cual la teoría cinética del flashback de imágenes con banda de sonido incluida, me resulta mucho más atractiva y familiar. Es imposible saber a ciencia cierta qué escenas de sus días se le proyectaron a Fermín al momento de su deceso. Pero cuando su octogenaria madre, Etelvina García de Silveyra, me comunicó la mañana del miércoles que el lunes 5 a las 17:42, Fermín Ricardo fallecía a los cincuenta y nueve años de edad de una insuficiencia pulmonar luego de una semana de agónica espera en el Hospital Municipal de Rojas, por mi aún dormida mente se agolparon una serie de fotos en movimiento de esos quince años en los cuales ambos compartimos el mismo escenario, la misma escenografía y la misma música.

Fermín llegó a la estancia de mi padre, Juan Eduardo O `Farrell, cargando sus recién estrenados dieciséis junto a un viejo bolso de cuero que aún conservaba el polvo rojo de su tierra misionera. En ese entonces yo tenía doce (pero simulaba unos tres o cuatro más) y casi que lo doblaba en altura (o al menos esa era mi percepción). Recuerdo la gracia que me hacía su tonada provinciana, así como su costumbre mañanera de tomar mate reclinado contra las hornallas; la curiosidad que me despertaba su piel curtida por el sol y ese pelo lacio y negro que no dejaba de crecer, y que mi madre insistía en cortar las noches de luna menguante.

Mi juego preferido comenzaba religiosamente pasadas las cuatro de la tarde (al regresar de la escuela) cuando me disponía a espiarlo, desde una lejana cercanía, arrear las ovejas, ordeñar las vacas, y limpiar los establos, manteniendo en todo momento una envidiable celeridad (que lejos estaba de mi carácter ansioso e inquieto), como si se tratase de una ceremonia sagrada que yo osaba interrumpir con mi impertinente presencia. De ahí que Fermín no pudiera evitar hacerme partícipe de su rutinario ritual en un pacto secreto que hicimos bajo el único ombú de la estancia, en el cual me nombrara su mano derecha y cómplice. Lo mantuvimos velado hasta el momento en que los cayos en mis manos y mi cada vez más pobre rendimiento escolar lo hicieron evidente. Por mi parte, logré convertirlo a regañadientes en discípulo fiel, introduciéndolo en el realismo mágico de Quiroga, cuyos cuentos lo hacían soñar despierto con su litoral natal. E incluso llegué a enseñarle algunas frases políticamente correctas (y otras no tanto) en la lengua de Joyce.

Fermín trabajó para mi familia durante quince años, siendo testigo del nacimiento de mis hermanas mellizas, María Isabel y Guillermina; de la temprana muerte de mi madre, Victoria Iraola de O` Farrell; del casamiento de Eduardo Augusto, mi hermano mayor; y del mío propio (a mis escasos e inexpertos veintiséis) con René Cullen, quien me llevara a radicarme en tierras extranjeras por espacio de diez años. Durante ese tiempo de exilio obligado, nos intercambiamos esquelas: Fermín solía describirme con cuidada precisión la sucesión de días de trabajo solícito en Rojas (ahora en la estancia de los González Iraola, primos hermanos de mi madre), mientras que por mi parte lo deleitaba con mis andanzas de esposa no tan solícita de prestigioso director de cine francés, al otro lado del vasto océano.
 Fermín dejó la estancia cuando los chicos nos habíamos hecho inevitablemente grandes, y cuando la terrible sequía del `76 obligara a mi padre a abandonar la utópica idea de vivir de la soja y radicarse, muy a su pesar, en el departamento de Belgrano R. El viejo O `Farrell siempre remarcó el temple y la firmeza de Fermín, y solía ufanarse de tener el peón más hábil al momento de domar potros y cultivar los higos más sabrosos de la Pampa húmeda.
 A la avanzada edad de treinta y dos, Fermín contrajo nupcias con Mercedes, una joven oriunda de Santa Rosa, que rasguñaba los veinte, y a quien conociera en la estancia de los González Iraola. Fue ella su única compañera, a falta de aquellos hijos que nunca llegaron, y quien se mantuvo estoicamente a su lado hasta los últimos días. La conocí en el año `87 en un viaje relámpago que realicé a Rojas para tasar los últimos lotes de tierra de la estancia de mi padre, recientemente fallecido. Ese fue el día en que visité a Fermín, y en el cual, muy a pesar del cariño que nos sentíamos, nos desconocimos por completo (veinticinco años de vida adulta suelen oscurecer más de lo que puedan llegar a iluminar), hasta el momento exacto en el que el fluir de anécdotas e historias compartidas, mate mediante, nos volvieron a convocar y a reencontrar.

Fue él mi único amigo en tiempos de adolecer y descubrir: brillantes, inocentes, vírgenes, despreocupados, como aquellas tardes de siesta de besos robados bajo la sombra del gran ombú de la estancia.

Silveyra, Fermín Ricardo, q.e.p.d, falleció el 5-10-2009. Teresa O `Farrell de Cullen despide a Fermín con gran tristeza.

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