29 nov 2009

Señor afilador





No conozco su cara. No. Tampoco sé cómo viste. No podría decir con certeza si es usted joven o maduro en años. Mucho menos me se su nombre, o su apellido, o su apodo; no conozco su nacionalidad ni su lugar de procedencia. No recuerdo si mi familia ha precisado de sus servicios, o ha prescindido de los mismos ¿Ha cruzado usted alguna vez el umbral de esa casa que supo ser la casa de mi infancia? ¿Ha arrimado usted su bicicleta (porque ese es su preciado medio de transporte, ¿verdad?) contra el paredón blanco del chalet de la esquina de Tucumán y Paso, con ladrillos a la vista, ventanales grandes, balcones de begonias y magnolias al sol, garaje doble, patio pequeño y terraza? Puede que sí lo haya hecho.

¿Tiene usted registro de nuestras tijeras de costurería, de nuestros “tramontina”, y de las famosas y bien ponderadas “chairas”? (Nota del Redactor: Dícese, a mi entender, del cuchillo de carnicería de hoja de 30 cm., según la abuela Memé, a quien nunca llegué a preguntarle porqué lo llamaba así. Puede que sea un invento mío – es decir, una (re)creación del lenguaje heredada de mi madre- ; o puede tratarse de una palabra tomada de algún dialecto del sur de Italia; o, incluso, un concepto que supo construirse en el imaginario de mi hogar). En fin, ¿ha tenido usted el privilegio de afilar la “chaira” que solía colgarse detrás de la puerta de la cocina? Un minuto: ¿no es la “chaira” lo que utiliza usted para afilar? Ahora que lo pienso bien, creo que es eso mismo. Sí. Usted solía afilar los cuchillos de mango rojo oscuro de mi abuelo paterno ¿Cuánto ha cobrado por ese trabajo? ¿Cuánto solía cobrar por esos trabajos? Y en vistas a los aconteceres actuales, ¿se ha visto afectado su oficio por la cruel globalización? ¿Y qué me dice de la devaluación, de la recesión, eh?

¿Sigue usted teniendo los mismos clientes de hace ya quince o veinte años? Aquellos vecinos de cuadra que me vieron infinidad de veces arrastrar la bicicleta de mi hermana con ella arriba llegando con esfuerzo a los pedales, o yendo los sábados a la tarde a hacer los mandados a La Simbólica de mitad de cuadra? ¿Usted me recuerda en esos paseos? Creo que nunca nos cruzamos. No. Usted solía pasar por la cuadra a la hora de la siesta. Y esa hora, puede usted facilmente adivinarlo, era sagrada en la familia Catania.

Usted no podría reconocerme jamás. Y yo tampoco. Pero yo sí lo conozco. Conozco su voz, su llamado, su interpelación, su pedido, su súplica, su deseo, su insistencia. Podría jurar y perjurar que conserva usted la misma voz de siempre. El tiempo no ha afectado sus cuerdas vocales, por eso puede estarse tranquilo. Porque sí… su voz es ciertamente cristalina y claramente familiar, cercana, íntima. La misma se me ha grabado a fuego en la memoria, así como las tablas de multiplicar recitadas por mi maestra de quinto grado a coro con mis compañeritos de clase.

Pero, ¿es acaso su voz? ¿Es esa voz la misma de siempre? ¿Es usted el mismo de siempre? ¿O su voz es la de su hijo? ¿O quizás la de su nieto? Porque yo juro y perjuro que esa voz no ha cambiado en lo más mínimo. El llamado sigue siendo el mismo. El tono, el timbre, la intención, la entonación, la pronunciación. Hasta el eco sigue siendo el mismo. Yo me digo: o esa voz es la suya – si usted está vivo, claro está –, o es la de un familiar cercano que ha heredado su oficio. ¿Vio usted cómo el tono de voz, el timbre, se repite, se imita, casi a la perfección de generación en generación? A mi ese “¡afilador!”, seguido de ese característico chirrido o silbido o rugido que proviene de, a mi humilde entender, un instrumento de viento que bien podría ser una armónica o una ocarina, o qué se yo, se me hace igual, idéntico, al de hace unos quince o veinte años atrás. O más incluso. Porque se dice que tenemos memoria (no se si esta afirmación vale también para la memoria auditiva) a partir del año de edad ¿O es a los tres? No recuerdo bien. Pero su voz sí la recuerdo.

Su voz rebota endemoniadamente en mi cabeza los martes y jueves a las nueve y media de la mañana, aproximadamente. También suelo escuchar el eco de su llamado, el resonar (ya que no me encuentro físicamente ni en mi actual casa ni en la casa de mi infancia), los miércoles pasadas las dos de la tarde. Tienen que ser las dos porque ese era el horario en que mi abuelita Memé y María – la chica que hacía la limpieza en casa – solían mirar la novela de Grecia Colmenares. Esa que ya no pasan más, claro está. Por lo cual no se si pasa usted a las dos de la tarde, o a las tres, o a las cuatro. Como está todo de peligroso en los barrios, quizás ya ni siga pasando a esa hora. Pero en mi cabeza el eco de su “¡afilador!”, seguido del silbido intermitente, suena los miércoles después del almuerzo.

Los lunes no. Los lunes y viernes usted no trabaja, ¿verdad? ¿Recorre otros barrios esos dos días? ¿O trabaja usted en un local? Si es que es válida esta denominación en la jerga de su oficio. Sírvase bien corregirme, por favor. ¿O es que tiene que entregarle la bicicleta a un afilador colega? Porque no. Lunes y viernes usted no afila. Al menos no afila por el barrio. El barrio de mi infancia. ¿Quiere que le diga más? Los sábados usted es el accidental responsable de despertarme o despabilarme, tanto aquellas mañanas en las que me levantan los primeros rayos del sol, como aquellas en las que los mismos rayos me invitan a meterme en la cama. Debo confesarle, con cierto pudor, que hay mañanas en las que blasfemo su nombre (ese que no me se) y maldigo su cara (que tampoco conozco). Grito con rabia su oficio hacia mis adentros (sumado a un par de insultos de los más gastados). Lo ninguneo, lo bastardeo, lo aborrezco. Para luego volverme a dormir. Por esto le pido mis más sinceras disculpas, señor afilador. Porque reconozco y ennoblezco la importancia capital de su labor cada vez que mis “Tramontina Polywood”, por usted antes afilados, hacen lo suyo con una porción de carne asada, o de pollo a la parrilla un domingo al mediodía. O cuando el filo de la tijera de metal se desliza con suavidad y eficacia por sobre una tela de jean.

Se preguntará usted qué me ha convocado a escribirle, a dirigirme a usted. Ni yo misma lo se bien. Todo esto surgió por iniciativa de la profesora de un taller de escritura creativa al cual asisto. Y al mencionar la palabra “oficio”, yo pensé inmediatamente en usted. Y esto me retrotrajo a mi infancia, y una cosa lleva a la otra, ¿vio? Lo recordé a usted que
– parafraseando a Borges – es un afilador que, en verdad y en virtud, es todos los afiladores. Porque yo lo “conozco” y, por ende, conozco a todos los afiladores del mundo. ¿Es que existen colegas suyos en países como Bélgica o India, Corea del Norte o Irlanda? No lo se. Pero usted, mi afilador, es todos los afiladores.

Y eso que jamás podría reconocerlo en una fila de hombres haciendo la cola en un banco, o entre una parva de gente que viaja amontonada en el Roca en hora pico. Jamás podría reconocerlo. Nunca jamás. Pero su voz, su llamado... eso sí, claro que sí. Y estoy convencida, déjeme decirle, que en mi casa – ya no la de mi infancia ni la actual, sino mi casa del futuro – en unos diez años quizás – o menos, eso nunca se sabe a ciencia cierta –, en esos horarios y momentos en los que uno menos lo espera, lo recibiré en el umbral, usando un delantal, las manos manchadas de harina o huevo, con la “chaira” de la abuela en mano y, finalmente (¡sí, por fin!), conoceré su cara, señor afilador.

Con respeto y cariño,

AVC

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