5 may 2010

Los intrusos

En el pasillo de los productos de limpieza fue cuando aparecieron, silenciosos pero contundentes, dentro de nuestro carrito los tres cartones de leche entera La Serenísima con Cerecol, fortificada en hierro, calcio y demases. Ocurrió justo mientras debatíamos con mi esposo entre llevar el Cif cremoso o el líquido. Él opinaba como si fuese el encargado de hacer la limpieza diaria de azulejos, mesadas y vidrios. Comparaba uno y otro producto utilizando argumentos dignos de un perito en el tema: “El líquido rinde más y es menos abrasivo. Y fijate el precio, mi amor. Apenas hay diferencia”. 

Al volver nuestra mirada sobre el segundos antes vacío changuito, notamos la presencia de los intrusos. Ninguno de los dos consume leche entera compuesta de ignotos (pero en teoría saludables) componentes, así que nos miramos en total desconcierto, a punto de hacer responsable al otro (ritual propio de nuestras compras dominicales). Sin embargo, esta vez era claro que ni él ni yo habíamos procedido de tal manera. Decidimos adjudicar, pues, el extraño hecho a alguna confusión ajena y devolver los cartones de leche cuando nos dirigiésemos al sector de los lácteos.

Una vez allí, nos dispusimos a elegir por inercia (y a cuatro manos) yogures con cereales, yogures para el tránsito lento, manteca, queso Port Salud, quesos untables, queso crema, un pack de Actimel y, muy a pesar de la fácilmente quebrantable promesa de dieta, postrecitos de chocolate (para mi) y de dulce de leche (para él). Cuando los brazos no daban abasto, fuimos a dejar la mercadería en nuestro carrito y, ¡oh, sorpresa! Un shampoo para hombres de 700 ml en promoción con un desodorante roll-on aroma a Musk me mira con insolencia desde el fondo del enrejado metálico. Esta vez tuvo que haber sido él, me digo. Pero, pensándolo dos veces y en un desesperado intento por convencerme de lo contrario, mi esposo no usa este tipo de producto ¡¿Shampoo que previene la caída del cabello?! ¿Desde cuándo? A menos que haya querido omitir en nuestras charlas su preocupación por la incipiente calvicie, pienso. Luego poso mis ojos sobre sus entradas, justo en el momento en que se inclina, y es evidente que comienzan a asomarse con cierta resistencia pero tristemente certeras. 

“¿Y si cambiamos por el postre Ser? Sólo 50 calorías y hay oferta de dos por uno”, exclama compenetrado en las promociones del día y con el afán de volverse a una vida más sana, más Light, como nos hacen creer en las publicidades recubiertas de verde césped, verde naturaleza, verde esperanza. Y bueno, es que los cuarenta no vienen solos, ya lo creo ¡¿Shampoo que previene la caída del cabello?! No puedo quitármelo de la cabeza, pero disimulo ante él. Mi perplejidad y su distracción hizo que olvidásemos el pack de leche entera, que quedó sepultado bajo la innumerable cantidad de productos lácteos. Y, entre ellos, el inoportuno shampoo con su hermano siamés, el desodorante roll-on aroma a Musk.

Una vez en el pasillo de arroces y fideos, mientras mi querido esposo no se decidía entre el Spaghetti Barilla No. 7 o el No. 9 (para, como de costumbre, terminar comprando dos paquetes de fideos al huevo Don Vicente), vuelvo mi mirada hacia atrás. Descansado sobre la pila de alimentos recientemente seleccionados, lo impensable: la clásica cajita de cartón de la infancia que reza con tipografía manuscrita el nombre de Vitina. La misma caja que mi madre solía apilar en la alacena de casa con maniático y obsesivo orden. Creo que desde los nueve, diez años que no tomo sopa de Vitina. ¿Y ahora mi amorcito se decide por este producto que carga con más reminiscencias que presente o futuro? No vaya a ser que tenga en mente pasar el recién llegado invierno en la cama, tomando sopa, mientras miramos series en Volver o películas blanco y negro en Retro. ¡Dios no lo quiera! Mi anterior desconcierto, mezcla con compasión, se transforma de golpe en un creciente sentimiento de pesar y agravio. 

"Este es ideal para la salsa putanesca, pero si los preparamos a los cuatro quesos, tendríamos que llevar el otro”, me interrumpe antes de que llegue a emitir palabra alguna. Mientras él aún discurría entre las ventajas y desventajas de uno u otro tipo de tallarín italiano, me tuve que tragar la bronca. Y las desvergonzadas letras azules de Vitina no dejaban de reírse en mi cara. 

Frente a la góndola de artículos de farmacia y perfumería, las nuevas fragancias de Avon me cambiaron el ánimo y la cara. Mi esposo, por su parte, estaba a un costado, comparando el precio de la Prestobarba Gillette común con el de la Mach Turbo, promocionada por la perfectamente afeitada cara de Roger Federer. Y entonces lo vi de soslayo, a menos de un metro de distancia. Si no pasaba los ochenta, le pegaba cerca. Luciendo un par de gruesos anteojos de ver, con un ademán lento y cansino, se disponía a colocar una pequeña caja con etiqueta hasta ese momento para mi anónima, en el changuito de nuestra propiedad. Me sentí tentada de codear a mi marido, pero me abstuve. Esto era entre él y yo. 

Cuando el simpático octogenario se volvió sobre el estante de jabones y me dio la espalda, tomé entre mis manos el recientemente depositado producto. La cajita no era ni más ni menos que el publicitado producto de limpieza para dentaduras postizas Corega. Ahora sí, las piezas del enigma comenzaban a cerrarse y a llenarse de sentido. Sin embargo, me embargó una curiosa sensación de melancolía al pensar que, en unos años por venir, mi marido iría a convertirse en él. Entonces, con extrema delicadeza y discreción, coloqué los intrusos productos en el changuito correspondiente, estacionado frente al nuestro del otro lado del pasillo. Y, de regalo, le dejé un pack de esos ricos postrecitos no-Light que yo debería dejar de consumir a partir de mañana.

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