29 oct 2010

El descanso de la escalera

Su fascinación por el descanso de la escalera del ala derecha del Palacio de Justicia comenzó cuando bien de pequeño. En esos años, en el que cada escalón de frío mármol de Carrara triplicaba en tamaño a sus pies, el laberíntico trayecto entre el arranque de la escalera y el primer rellano, le demoraba entre dos y tres minutos. Y él los contaba con el entusiasmo y la ansiedad de aquél que, de adelante hacia atrás, tacha los días que lo separan del encuentro con la persona amada.

Una vez llegado al primer descanso, situado en un abrupto recodo, frenaba y tomaba aire. Inhalaba y exhalaba con lentitud, mientras el universo en derredor se salía, casi imperceptiblemente, un grado de su eje, girando levemente y en pausa. En esa instancia, el descanso de la escalera lo absorbía por completo; y, al absorberlo, lo liberaba del resto. Lo hacía, paradójicamente, libre y esclavo a la vez: aquello que, a su precoz edad, entendía por “mundo”, dependía exclusivamente de aquél paraje.

Se podría decir que el rellano de la escalera del ala derecha de aquella construcción gris y sombría, diseñada mucho antes de la existencia del ascensor, en poco y en nada se diferenciaba del de la escalera del ala izquierda. Sin embargo, en cada visita, como movido por una curiosa inercia, se dirigía a ese caprichoso descanso, que ya no era tanto de la escalera sino de él mismo. O, mejor, se veía arrastrado hacia aquél tiránico descanso de la escalera que, a esta altura, ya lo poseía por necesidad y urgencia.

Fue (aunque involuntariamente) gracias a su padre que descubrió la microfísica oculta detrás de aquella majestuosa pieza de ingeniería, y logró descifrar la perfecta combinación matemática que daba sentido a dicho reducto de 20 cm2 el cual, en los años por venir, agitaría en él una hipnótica atracción. Pronto se encontró abstraído de cualquier actividad mundana como atarse los cordones, lavarse los dientes cada mañana, responder a las preguntas de la maestra en clase, o llevarse el tenedor a la boca. Y ya sabía, muy dentro de sí, que el causante de dicha libertad, de dicho despertar, era ni más ni menos que el rellano de la grandiosa escalera de mármol jaspeado del ala derecha del Palacio de Justicia.

Su padre, quien ejercía el cargo de fiscal de distrito, acompañaba y alentaba cada uno de sus pequeños grandes pasos, que habían dejado de ser pasos para convertirse en escalones. Entonces, de la mano de éste, llegaba al ansiado primer rellano, tan simétrico como misterioso. Una vez allí, la transmutación, la síntesis completa, la transmigración, o como elijan llamarlo, tenía lugar. Desde ese mismísimo espacio suspendido en el tiempo, él tenía la maravillosa revelación de la mecánica de esa meseta, de su función esencial de ser puente enlazador entre dos cuerpos de escalones conformados por una losa en estado horizontal seguida de una losa en posición vertical, o viceversa, según cómo se mire. Nadie, ni siquiera su padre allí presente y a su lado, entendería qué se siente ser el descanso de la escalera de mármol del Palacio de Justicia; de ser un respiro, un hálito entre dos caminos ascendentes; de ser una intersección entre dos variables: lo que fue y lo que ha de venir.

El apretón de la mano de su progenitor lo volvía en sí, y su sonrisa lo invitaba a dar un paso adelante, el cual significaba abandonar con cierta inestabilidad, la sagrada comunión, la armónica sintonía. Cada nuevo escalón hacia arriba, que se le hacía parte de una rugiente cascada, era dejar atrás y en el olvido, ese microcosmos en el que él y el descanso de la escalera eran uno y lo mismo. Al volver su vista, con la resignación propia de las pérdidas inevitables, era testigo de cómo cada granito de mármol jaspeado desaparecía, se hacía trizas, se hacía parte del fino aire; y eso, para él, era tan antinatural como perder su pulso vital, o una célula de su cuerpo, o un latido de su corazón, o un pestañar. Se mareaba ante el vacío a sus espaldas: ni rastros ni pistas del rellano podían atisbar sus desesperanzados y abatidos ojos. Pero la firmeza y la seguridad de su padre, que sólo podían provenir de aquel que es un adulto y que, por tanto, no suele detenerse en nimiedades como estas, lo obligaba a poner un paso detrás del otro, para así multiplicarlos por diez hasta alcanzar la meta: el segundo piso del Palacio de Justicia.

Esta rutina, que ambos hubieron de llevar a cabo, se extendió por los próximos cinco años, una vez por semana, exceptuando vacaciones, ferias, y feriados. Y cada episodio se sucedió de igual manera, sólo que con los años, la velocidad de su pisada ante cada peldaño hubo de acelerarse fatigosamente. No así esa ínfima fracción de tiempo, donde él y el descanso de la escalera entraban en completa simbiosis: donde eran uno o lo mismo.

Hasta que un día, poco se sabe exactamente cuándo, ante el umbral del segundo piso, el padre tuvo un fatal descubrimiento. Parado de espaldas al cuerpo de escalones, sus piernas quedaron postradas, su columna adoptó una postura rígida, apoderándose de él una sensación de férreo terror. Su mano ya no sostenía la mano de su hijo, su brazo ya no se rozaba con el suyo. Miró hacia atrás, con la esperanza de que éste se hubiese atrasado en el camino, o se hubiese distraído. Pero no. Descubrió, con angustia y desazón, no sólo el vacío de esa porción de monumental arquitectura, sino una ausencia más real y tangible. Su hijo, su pequeño hijo, había desaparecido. Ante su incrédula mirada se extendía la más simple y llana nada, el desnudo y silente abismo del que una vez fuese el descanso de la escalera de mármol del ala derecha del Palacio de Justicia.

1 comentario:

  1. La primera vez que lo leí me quedé perpleja, encantada con el relato, fascinada con el final.
    La segunda vez lo supe, tus relatos merecen un libro.

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